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sábado, 20 de octubre de 2007

"Los siete sabios" de Laercio (III)

Canto tercero: Pítaco

Durante la travesía, Tales aprovechó el tiempo para contarle a Bías como había vivido desde que abandonó su guía: "Después de recibir tus enseñanzas maestro, viaje a Egipto para iniciarme en el conocimiento de la astronomía con los sacerdotes del Nilo, y de la geometría con los escribas del Faraón. Ahí conocí a Solón de Atenas y a Ferécides de Syros, quien decía tener un sobrino bendecido por los dioses, llamado Pitágoras. Cuando finalicé mis estudios, logré resolver un problema que inquietaba mucho a los sabios del lugar, calculé la altura de las pirámides utilizando la sombra que proyectaban sobre la arena. Luego, decidí volver a mi patria para transmitir los conocimientos que había adquirido. Hallé terreno fértil para cosechar, por lo que formé una escuela a la manera egipcia. Ahora, varios jóvenes de Mileto han despertado su curiosidad y cada uno de ellos me sorprende continuamente con sus singulares hipótesis sobre el origen de la naturaleza, problema en que he centrado mi reflexión. Uno en especial me obliga a repensar mis propias conjeturas, su nombre es Anaximandro, algún se lo presentaré maestro."
Al amanecer, cuando el sol nacía del Oriente, los viajeros arribaron a Mitilene, puerto eolio de la isla de Lesbos. Bías conocía en la isla a un viejo amigo que había abdicado voluntariamente del gobierno de Mitilene, al cabo de diez años de reinado, dejándolo con una constitución firme y democrática. Recordaba todavía la última vez que lo había visto. Eran los funerales del hijo del tirano, que había muerto asesinado durante el séptimo año de su mandato. Sin embargo, a pesar del dolor que reflejaba el semblante del padre, éste perdonó al asesino y lo tomó bajo su protección. El anciano de Priene condujo a su discípulo por entre las calles de la ciudad, le mostró el teatro al que había asistido en varias ocasiones invitado por su amigo y, unos pasos más adelante, tocaron a la puerta de Pítaco en plena mañana.
El anfitrión los agasajó por el agradable reencuentro, y le narró a Tales como había empuñado la lanza y cargado el escudo cuando apenas era un muchacho para defender la independencia insular de las pretensiones atenienses comandadas por Frinón. Así, ambos se dieron cuenta de que tenían a otro amigo en común, Solón, que a pesar de haber peleado contra Pítaco en la guerra, terminó ganándose su respeto y admiración. Le contó, también, cómo al ganar la guerra fue nombrado general y gobernó junto al tirano Mirsilo la isla. Cuando murió, él quedó dueño del poder a pedido popular. Después, le hablo con nostalgia de aquella bella y próspera época intelectual de Lesbos, cuando fundó una escuela poética y encargó su conducción al aristócrata Alceo, con quien tenía ciertas diferencias políticas, y a la idílica Safo, muy amiga suya. Antes de concluir, habló de los años postreros de su reinado, de la perdida de su querido Tirreo, y de como el homicida se había convertido en su más fiel servidor.
Con el crepúsculo, Bías llevó la plática hacia el motivo de su visita, el trípode. De nuevo, otro sabio se rehusó a quedarse con el áureo artefacto, pero, aceptó la invitación de Tales para acompañarlos en su búsqueda de algún portador. Entonces los tres por consenso supieron cual sería su próxima parada. Cenaron en silencio, fatigados por la extensa conversación, y pasaron la noche en casa de Pítaco. A la mañana siguiente, subieron a una barca mercante con el inequívoco rumbo de Atenas.

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