El Trípode de Helena es un blog personal. En la parte superior de la columna izquierda, verán mi retrato y debajo una breve biodata. A continuación, están organizadas las entradas según los temas recurrentes y según la fecha en la que fueron publicadas. Si a alguno de ustedes le intriga el título del blog, de click aquí. Si están interesados en descubrir más acerca de la imagén del encabezado, entren aquí.

jueves, 25 de octubre de 2018

La última gran novela de Yourcenar


Marguerite Cleenewerck de Crayencour (Bruselas, 1903-Maine, 1987) nunca fue al colegio. Educada por su padre –que las “malas lenguas” afirman era bisexual– en latín y griego clásico, y por otros preceptores particulares, esta mujer de fina sensibilidad supo, como muy pocos escritores, retratar con gran maestría las vicisitudes del alma humana, especialmente, cuando ha encarnado en el cuerpo de un hombre. De su pluma, he leído tres novelas. Las tres protagonizadas por agudos espíritus, inclinados al arte y las humanidades, escrupulosos en extremo con sus propios pensamientos y acciones, pero dispuestos siempre a decir la verdad, que alejada de los excesos del relativismo contemporáneo; se sabe, al mismo tiempo, singular y universal.

Alexis o el tratado del vano combate (1929) es una larga misiva en la que el protagonista, Alexis, un pianista privado metafóricamente de la palabra como lo revela la etimología de su nombre, decide confesarle a su mujer, Monique, el motivo de su abandono: su secreta homosexualidad. Memorias de Adriano (1951) es otra carta, más extensa aún que la anterior y dividida en siete partes, dirigida por el emperador enfermo a su nieto adoptivo, el futuro filósofo estoico Marco Aurelio, una especie de testamento ético que justifica la independencia intelectual y moral del ser humano. Si en la primera, es manifiesta la influencia de las novelas de André Gide; en esta última, lo son las Memorias de ultratumba (1848) del vizconde François-René de Chateaubriand.

La tercera novela que he podido revisar de esta autora y que es el verdadero objeto de este artículo es La obra al negro (1968). Se trata de una historia cuyo antecedente estaba en uno de los tres cuentos de La muerte conduce la carreta (1934), titulado “A la manera de Durero”. En ella, Yourcenar –que es nombre inventado por la propia escritora belga a partir de su apellido paterno, menos una “c”– retrata las vicisitudes de Zenon, fruto bastardo de la hija de un comerciante flamenco y un prelado italiano, nacido en Brujas en 1510 y muerto en ese mismo lugar, en una celda y por su propia mano, el día previo a su ejecución en la hoguera, a mediados de febrero de 1569. Ese mismo texto, revisado casi tres décadas después, fue ampliado y dio origen a los tres capítulos de la novela: “La vida errante” (básicamente el cuento original), “La vida inmóvil” y “La prisión”. Es, en especial, la segunda parte la que da pie al nombre de la novela, porque así como la Gran obra –la conversión de los metales impuros en nobles– requiere de tres fases: la luminosa, la negra y la roja, cada una con un producto distinto (la piedra negra, la piedra blanca y el triunfo); así, es en el autoconfinamiento de Zenon en una abadía de franciscanos en su ciudad natal, y bajo el nombre falso de Sébastien Theus, donde él opera los progresos más arriesgados y sutiles de su espíritu.

Su figura está basada, como lo indica la misma autora en las notas finales que acompañan al libro, en la de varios sabios e intelectuales del Renacimiento y representa una conciencia que busca sobrevivir a ese quiebre del mundo que significó el paso del Medioevo a la Edad Moderna; así como Adriano había encarnado a ese hombre solo y sin preceptos que vivió entre la caída del Paganismo antiguo y la victoria del Cristianismo. De ese cúmulo de personalidades, son cuatro los principales modelos en la construcción de Zenon: Leonardo (Vinci, 1452-Amboise, 1519) por la visión mecanicista del mundo y por sus audaces experimentos técnicos; Erasmo (Róterdam, 1466-Basilea, 1536) por esa constante dubitación entre el catolicismo ortodoxo y la “herejía” protestante; Paracelso (Einsiedeln, 1493-Salzburgo, 1541) por la mezcla de magia y ciencia, de astronomía y medicina, de cabalística y alquimia; y Campanella (Stilo, 1568-París, 1639) por el ardor en la defensa de las propias ideas, la vida en cautiverio y cierta soberbia intelectual. Sin embargo, lejos esta vez de tocar a un personaje histórico real, Yourcenar se anticipa a la microhistoria de Carlo Ginzburg (su célebre libro El queso y los gusanos se publicó en 1976), y nos relata el proceso inquisitorial de un imaginario ensayista y cirujano del siglo XVI. 


Quiero cerrar este artículo sobre la novela proponiendo una hipótesis de lectura. Al final de la fábula, de los cinco frutos que se desprenden del árbol familiar de Zenon, solo sobreviven dos. El camino del poder representado por su primo, el soldado y poeta Henri-Maximiliam Lingre queda truncado con su absurda muerte fuera de combate. El camino del misticismo de Bénédicte Fugger también, a causa de la peste. El camino del conocimiento emprendido por Zenon termina con su suicidio. En cambio, el del dinero y la hipocresía, representado por el matrimonio entre su otro primo Philibert Lingre y su media hermana Martha Adriansen, es el único que continúa. De esta manera, según mi parecer, de un periodo tan fructífero, Yourcenar insinúa que solo ha sobrevivido el espíritu de la burguesía y, con ello, han naufragado todos los demás.

martes, 16 de octubre de 2018

¿Por qué Evangelion?




El Diccionario de la Lengua española (DLE) señala como una acepción del adjetivo ‘clásico’ la siguiente: “[Lo] que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier arte o ciencia”. Fue seguramente en este sentido del término en el que pensaba la helenista Jacqueline de Romilly cuando escribió un hermoso ensayo sobre el legado del mundo helénico –la democracia, el teatro, la filosofía– titulado ¿Por qué Grecia? (1992). Al igual que ella, nosotros también entendemos lo clásico no como un estilo o periodo específico, sino como aquella característica de ciertos productos de la actividad creativa de la humanidad que han trascendido su tiempo y a las que, por lo tanto, vale la pena conservar en el recuerdo. Ese es el caso de Neon Genesis Evangelion (1995-1997).

Como producto artístico, este ánime es susceptible de ser analizado bajo la propuesta del historiador del arte Erwin Panofsky en tres niveles distintos: el preiconográfico, el iconográfico y el iconológico. En primer lugar, desde el punto de vista formal o preiconográfico, Evangelion representó una revolución en el mundo de la animación japonesa por el uso magistral de un recurso técnico proveniente del cine: el montaje. Como Serguéi Eisenstein en sus célebres películas de los años veinte, la sucesión frenética de una serie de planos que no guardan una relación de contigüidad espacial o temporal, pero sí metafórica o metonímica, genera constantemente la emergencia de sugestivos sentidos. Así, por ejemplo, la secuencia del ataque psicológico del decimoquinto ángel, Asrael, desde la estratósfera en contra de Asuka y en el que se muestran alternativamente imágenes de ella de niña y de su muñeca rota parecen expresar una analogía ominosa: somos para la divinidad lo que los juguetes son para nosotros. 

En segundo lugar, desde el punto de vista iconográfico o del tema tratado, no cabe duda de que estamos ante uno de los motivos más recurrentes en la historia del arte occidental: el Juicio final. Se trata de un tópico común a la escatología de todas las religiones abrahámicas y su representación tiene una amplia tradición que se remonta a inicios de la Baja Edad Media. La crisis del año Mil fue el detonante para que escenas del Apocalipsis de San Juan se esculpieran en los tímpanos de las principales iglesias románicas de Europa. Ad portas el cambio de otro milenio, el animador japonés Hideaki Anno actualizó este mito judeocristiano, a través de las vicisitudes de un grupo de individuos que se debaten entre, por un lado, el combate con unos seres sobrenaturales enviados para aniquilar al género humano y, por el otro, con los fantasmas de su propio pasado, tejidos en el seno de conflictos familiares irresolutos. De esta forma, lo biográfico alcanza dimensiones cosmológicas.

Por último, en el nivel iconológico o sociocultural, la obra de Anno es una denuncia del nihilismo de las sociedades posindustriales contemporáneas, cuyos individuos viven anclados en lo que el filósofo francés Gilles Lipovetsky ha llamado un narcisismo apático, encarnado magistralmente en la figura del protagonista, Shinji Ikari, presa de un hedonismo cobarde, solipsista, desencantado del futuro y desconocedor del pasado. A través del drama de su existencia, Evangelion anticipa problemáticas tan actuales como la emergencia de la posverdad y el aumento de la intolerancia y la frustración colectivas. De este modo, parece decirnos este ánime, no es el Dios veterotestamentario el que ha decretado nuestra extinción, sino el de la sociedad del espectáculo y del consumismo vacuo, uno creado a imagen y semejanza de lo humano.