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lunes, 15 de octubre de 2007

Hace un mes y 19 años, nacimiento; hace un mes y 409 años, asesinato

"¿Acaso no es nada, desafiar al cielo y creer que el cielo puede en el mismo momento reducirnos a cenizas? De aquí la suma voluptuosidad, dicen, de tener una amante monja, y monja piadosísima, que sabe muy bien que peca y pide perdón a Dios con pasión, como con pasión peca." (Dominico Paglietta, escritor napolitano)

Beatrice Cenci, atribuido a Guido Reni.


De su prolongada estancia en Italia -en total una tercera parte de su vida- nació indirectamente su segunda gran novela (La cartuja de Parma) y directamente los relatos de aparición póstuma agrupados bajo el nombre de Chroniques italiennes. En el prólogo de una de esas "crónicas", cuenta cómo compró a un viejo patricio el derecho a copiar ciertas historias de unos antiquísimos manuscritos italianos. Le escribiría a Saint-Beuve (el célebre crítico intencionista) a fines de 1832: "Tengo, pues, ocho volúmenes en folio de anécdotas completamente ciertas escritas por los contemporáneos en una especie de jerigonza. Cuando yo vuelva a ser un pobre diablo viviendo en el cuarto piso, traduciré esto fielmente..." Por fortuna, no las traduciría tan fielmente como anunciaba en su carta. Martineau, después de leer los originales y las "copias" escritas por el cónsul francés, da fe de que el traductor crea gran cantidad de detalles, de pequeños rasgos reveladores, añade reflexiones significativas y, gracias a su estilo propio y vivaz, imprime un movimiento sorprendente a estos dramas un tanto estancados (y) resplandece por doquier una claridad nueva, infundiendo al relato una rapidez rezumante de arte y de vida. Además, en algunos relatos llega a incorporar sus ideas generales y esa filosofía de la novela que ya había expuesto en La cartuja de Parma. Este es el caso de la crónica titulada Los Cenci, en donde un preámbulo extenso le permite exponer sus reflexiones sobre el tipo de "don Juan", tema siempre tocado por la literatura, y que él ya había tratado en su ensayo Del Amor. Para Sthendal, un hombre tuvo el arrojo necesario como para llamarse a sí mismo don Juan, Francesco Cenci, quien murió asesinado ante su mujer y su hija el 15 de setiembre de 1598.
Francesco, un noble romano de temperamento iracundo y fogozo, llegó a cometer violentar a su hija Beatrice. Esto, no sólo motivó el odio más hondo de la ultrajada, sino que también desencadenó un complot en el que estuvieron involucrados los hermanos de Beatrice y hasta su madre adoptiva, porque todos ellos estaban cansados de los continuos abusos de Cenci. Intentaron envenenarlo, pero el plan no funcionó, así es que armados de valor Giacomo y Bernardino (hijos de Francesco) lo golpearon salvajemente con un martillo, mientras la humillada hija veía realizada su venganza. Al final, hecho una masa informe y viscosa, los conjurados lo arrojaron desde uno de los balcones del castillo. Pero nadie creyó en la casualidad del hecho, y la policía papal inicio una investigación para aclarar los acontecimientos. Encontrada la culpabilidad de los familiares, todos sufrieron una espantosa muerte, excepto el menor de los hermanos de Beatrice, Bernadino. Casi un año después de cometido el homicidio, el sábado 11 de setiembre de 1599 en el Castel Sant' Angelo y ante la presencia solemne del papa Clemente VIII Aldobrandini; Lucrezia Petroni y su hijastra fueron decapitadas (el amante de esta última ya había sido torturado hasta morir), y el joven Giacomo fue descuartizado.
Dejó a Beyle la descripción de su persona:
"Beatrice Cenci, que será llorada eternamente, tenía dieciséis años justos; era pequeña, bonitamente entrada en carnes y con unos hoyitos en medio de las mejillas, de manera que, muerta y coronada de flores, dijérase que estaba dormida, y hasta que reía, como solía hacerlo en su vida. Tenía la boca pequeña, el pelo rubio y bucles naturales. Cuando iba a la muerte, estos bucles rubios le caían sobre los ojos, lo que le daba cierta gracia y movía a compasión."
Y movía a compasión. Cómo puede Uno pensar en su cumpleaños, cómo puede uno huir de aquella sentencia de Danton: "La verdad, la amarga verdad."


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