El Trípode de Helena es un blog personal. En la parte superior de la columna izquierda, verán mi retrato y debajo una breve biodata. A continuación, están organizadas las entradas según los temas recurrentes y según la fecha en la que fueron publicadas. Si a alguno de ustedes le intriga el título del blog, de click aquí. Si están interesados en descubrir más acerca de la imagén del encabezado, entren aquí.

lunes, 21 de abril de 2014

La chica que vendía galletas (Parte II de III)


Si estuviéramos obligados a amar a todas las personas que nos gustan,
sería en el fondo bastante terrible.
Marcel Proust

Los chicos siempre la cagan cuando se cortan el pelo. No es bueno salir con un niño. Un momento. Pero no es un niño. Es algo distinto. Y me mira fijamente. Es algo distinto que me mira fijamente. Me agrada. Esos hoyuelos en sus mejillas me agradan. No debería de estar aquí. No debería mirarme como me mira. No debería responder a su mirada.

¿Perturbarme? Porque se queda ahí parado. Porque me observa desde la sombra de un árbol en lugar de estar a mi lado. Claro que me perturba. Capaz que le avergüenza algo. Que se joda. Vender galletas no tiene nada de malo. Viéndome trabajar así, a la distancia, no parece que estuviera conmigo. Parece que me estuviera espiando. Lo más extraño es que siempre tenga las manos en los bolsillos. Capaz que carga un puñal. Y cuando estemos sentados lo saca, me asesina y tira mi cadáver por el acantilado. No importa. Yo tengo mis galletas. Y he preparado una especial para él.

A veces me pierdo. A veces, durante la conversación, me pierdo. Creo que él no se ha dado cuenta de eso. Habla, habla demasiado. Capaz que no puede estar callado. No después de haberme visto tanto tiempo en silencio. Prefería no acercarse porque temía espantar a mis clientes. A una parte. A aquella que quisiera probar más que mis galletas de avena con chispas de chocolate. Sigue mintiendo. Sé que sigue mintiendo. Seguramente lo excita que coquetee con ellos. Solo quería verme bien el trasero. Además de mi apariencia de niña buena con un taper y pidiendo dinero. Es un enfermo.

En fin, en fin, en fin… Qué repetitivo. Me está dando sueño. Ahmmm. Un bostezo. ¿Musical? Qué carajo. Por qué tiene que ser tan desubicado. ¿Has visto mi cicatriz? Aquí, en mi pómulo izquierdo. Me la hizo un niño con una tijera. Fue en inicial. Se estaba vengando. Me había aburrido de jugar con él así que lo dejé hablando solo mientras me quedaba dormidita. Antes de que me sacarán llorando del salón volteé a mirar su rostro. Tenía tus mismos ojos. 

¿Por qué te caen mal los gordos? Oye, esa no es una respuesta. No puedes odiarlos por algo que no es su culpa. Antes era más delgada. ¿Qué te pasa? Deja de tocar mis rollitos. Tú también tienes una pancita. Eres cruel. Sí, lo eres. Ahmmm. Solo me pasa cuando hablo contigo. La próxima vez traeré una almohada. A mí también me interesas. Por eso estoy acá. Estaba preguntándome cuando lo harías. Tienes muchos lunares en el cuello. Te pareces a mi perro. Meloso. Hace frío. El césped está húmedo. Vamos a abrigarnos.

El viernes salí a vender aprovechando que era ese día. Le dije a una amiga que se llama como yo para que me acompañe. El plan era venir a este parque y abordar a las dichosas parejas. Pero solo se nos acercaban patas raros. Uno de ellos, un extranjero con una cámara, nos hizo el habla. Ubicas por donde está el faro. No, más allá. Se la pasó gileando con nosotras y tomándonos fotos. Creo que estaba drogado. Sí, fue muy extraño. Yo siempre hago una galleta con veneno. Para los que quieren estafarme. Se la di. ¿Macabra? Fácil y amaneció en una banca muerto.

Parpadeo cuando me siento incómoda. Eso me dijo mi profesora de teatro. De hecho, esa es una de las cosas que me gustaría controlar. ¿Por qué le estoy contando esto? Como el sonido que hace mi rodilla derecha mientras camino. Escucha. Es que se dobla mal. Oye, cómo que no debería bailar flamenco. Que qué me pasa. Nada. Qué te pasa a ti. Ya te conté que lo hago desde que actué en esa obra de Lorca. Imbécil, no me estás escuchando. Acaso piensas que disfruto vender galletas mientras cae el sol. Solo me falta un cartel que diga: pobre y virgen. La más triste. 

Si cierro los ojos es por tu culpa. Estás evadiendo ese tema. Te aprovechas de mi frágil memoria.

No quiero que me veas parpadear. No quiero que sigas con Catalina.

Me voy a ir de viaje. Arequipa. Dos semanas. Mi familia es de allá. Cuando yo tenía tu edad... Qué viejo está el señor. ¿Por qué abres la boca como si fueras a hablar? Sí, te llamaré en las noches, antes de dormir. Tú también, ¿no? Prefiero que me digan las cosas de frente. No me gustaría estar en su situación. 

Ya no quiero hacer más galletas con veneno. Ni verte solo los domingos. Ni que escondas tus manos. 

Arregla eso. 

miércoles, 16 de abril de 2014

La chica que vendía galletas (Parte I de III)


No todos los amores efímeros son de mentira.
Hay amores fugaces que son de verdad.
Mariana de Althaus

Se suponía que tenía que acostarse temprano. Pero no podía decirle que no. Dejó su maletín encima del escritorio, se desabotonó la camisa con calma y pensó en por qué seguía con todo eso.

Después de tomar una ducha, se acercó al espejo empañado y dibujó con el dedo una sonrisa sobre el reflejo de su rostro. Decidió afeitarse la barba. Sin ella se vería menos desanimado, se dijo. Un par de ladridos del otro lado de la puerta lo hicieron volver del adormecimiento en el que había caído. Sangraba de la mejilla derecha. Es mejor dejarlo para después. Limpió la herida con algo de agua y buscó una aspirina en el botiquín. Salió del baño y recibió la mirada compasiva de su perro. Se vistió con lo primero que encontró en el cajón de la cómoda.

No tenía que impresionar a nadie. 

Cogió la billetera y salió de su habitación. Antes de dejar a Freak encerrado, miró el mapa que estaba colgado de la pared del fondo. Roma decimonónica. ¿Cuánta gente se había aburrido antes que él? “El mal de siglo”, el hastío. Bajó las gradas sin darse cuenta y abrió el portón de la sala con un gesto ambiguo, entre temeroso y cansado. El sueño no quería abandonarlo. Tampoco las náuseas. Creyó que se desmayaría en medio de la cochera. Fue un milagro que cruzara el umbral de su casa. El aire caliente de inicios de verano no hizo más que desanimarlo.

Afuera era de noche. Tomó un taxi y miró por la ventana durante todo el recorrido. La Vía Expresa le parecía inusualmente larga, con sus paredes altas y sus puentes feos. Se dio cuenta de que no había cargado efectivo, así que le pidió al chofer que parara en un grifo del Centro. El tipo lanzó una interjección y subió el volumen de la radio. Sonaba música cristiana. El alma busca a Dios como la amada al amado. Diez veces. Cuando sacó el dinero del cajero le pagó al taxista por la ventanilla y no volvió a subir al carro. Estaba a unas cuantas cuadras. Era mejor apurar el paso.

Mierda, caca de perro. Se sintió redundante. Arrastró la pierna izquierda para quitarse esa goma fétida del zapato. En la esquina de Paseo Colón con Wilson, un sujeto sospechoso se le aproximó. Quería ofrecerle su ayuda. No, gracias. Por un instante, tuvo ganas de tirarle un puñetazo. No era un pobre lisiado. Su cuerpo había despertado. Demasiado. Una punzada en el pecho le recordó su taquicardia. Los ojos se le humedecieron y su saliva se tornó espesa. Escupió. Estaba a la altura del taxista. Para completar el ritual de su transformación no hacía falta más que se bajara el cierre del pantalón y orinara de espaldas al tráfico de Lima. Lamentablemente, no podía pisar más hondo. Nunca había aprendido a levantar una puta.

(Tal vez había sentido todo lo que tenía que sentir. Tal vez estaba agotado. Literalmente. Y el único sentimiento del que custodiaba una celosa reserva era la vergüenza. ¿Cuál es la diferencia entre la vergüenza y el pudor? Tenía la intuición de que se es pudoroso mientras no se ha cometido ningún acto considerado reprobable en los demás. La vergüenza, en cambio, es hija de la repetición, de la rutina, y termina por domesticarnos. Debido a esto es posible que, un día cualquiera, uno se descubra diciendo: Vivo avergonzado).

Cuando llegó a la Feria se percató de que estaba sudando. Limpió las resinas empañadas de sus lentes con el borde del polo. Tomó aire pero el ruido de adentro no lo dejó tranquilizarse. Miró su muñeca. Era sospechosamente temprano. Algo andaba mal. Buscó el stand donde estaría esperándolo Cata. No tardó en encontrarlo. Hola, Cata, dijo sin sacar las manos de los bolsillos. Hey, hola… Uy, límpiate rápido, estás sangrando.

Fue corriendo a buscar los servicios que estaban del otro lado del museo. Felizmente, no había nadie. Se observó desde el espejo. El corte era sutil pero profundo. Por eso no había cerrado. Quitó la costra de sangre seca que parecía una lágrima y frotó despacio su mejilla. Le gustó. Después de hacerlo durante unos cinco minutos, estaba calmado. Se dirigió otra vez hacia el stand. En el trayecto compró algunos libros y un disco que unos amigos del trabajo le habían recomendado. También se topó con tres o cuatro conocidos de la universidad, los saludó, le preguntaron cosas intrascendentes y se despidieron al notar su falta de interés en mantener el contacto. Cuando volvió a mirar su reloj, notó que había pasado bastante tiempo. Miró el celular y tenía varias llamadas perdidas. En paz, decidió que no le hablaría hasta estar sentado.

Y pasó. La vio al lado de Cata, sobre el blanco sucio de una tela, ocupando su lugar.

Cata discutía con alguien sobre la decadencia moral del Perú. Suerte con eso, quiso decirle pero la garganta se le hizo un nudo. La chica del fondo hojeaba una revista con evidente apatía. Fue simultáneo. Que ella levantara la cara y él soltara la bolsa con lo que había comprado. Fue simultáneo. La punzada le colocó una mueca de dolor que no pudo disimular. Ella le respondió con la primera de muchas sonrisas macabras. Había estado a punto de partirle el corazón.