«La diferencia entre una acción básica y un mero movimiento corporal tiene muchos paralelismos en las diferencias entre obra de arte y mera cosa […] Una acción sería un movimiento del cuerpo más “x” […] una obra de arte sería un objeto material más “y” […] Un objeto material (o artefacto) se dice obra de arte cuando así se considera desde el marco institucional del “mundo del arte” ».
A. Danto
A. Danto
Si durante todo el tiempo que el arte tuvo una significación histórica, aquellas manifestaciones que fueron reconocidas como parte de él poseían un elemento que las diferenciaba de las demás acciones o artefactos, entonces lo más lógico es suponer que dicha propiedad común en todas ellas (sincrónicamente), pero variable en el transcurso del tiempo (diacrónicamente) fuera una simple –a la par que compleja- «convención».
Analizar el carácter de dicha convención resulta mucho más interesante que etiquetar al conjunto de propiedades que hicieron de determinadas manifestaciones artísticas. Además de ser esto último una tarea casi imposible, resultaría redundante e inútilmente larga, tomando en cuenta que esta propiedad y no sólo ha variado con el tiempo, sino también con el lugar donde se situó la producción, sin contar a su vez que en un mismo espacio geográfico (cultural, social y económico) coexistieron diversas posturas estéticas, a veces en abierto conflicto entre sí y que enarbolaron ideas bastante disímiles sobre el arte en general y, en un campo de mayor complejidad, en asuntos particulares y concretos.
En primer término, toda convención ha intentado darle una coherencia interna a la producción artística de su tiempo –creando un «meta-texto»- y lo que es más audaz, ha tratado de justificar la historia del arte como necesaria de sus actuales manifestaciones. Es decir, toda convención –incluida la que presento en este «texto» y que aspira a ser el embrión de un meta-texto futuro- ha sido, desde siempre, el-fin-del-arte para sus fieles acólitos, que han imaginado en la secuencia aleatoria de algunos acontecimientos anteriores–porque la visión humana es parcial por antonomasia- los gérmenes predecesores de las actitudes recientes y, por qué no -razonan- de las futuras.
En segundo lugar, toda convención ha sido legitimada por un sector determinado (y determinante) de las sociedades que ha tenido el dominio social, cultural, político, jurídico, religioso, administrativo, moral y, sobretodo, económico permitiéndole imponer su propio sistema de símbolos como auténticos, ejerciendo así una especie de dictadura de los significados. Los sacerdotes y magos en la antigüedad, el clero y la nobleza en el medioevo, la burguesía y el proletariado en la modernidad, han detentado el poder eficiente –y suficiente- como para imponer sus códigos y costumbres a resto del engranaje social que controlaban. He ahí el carácter antidemocrático del arte del que habla Danto en sus escritos.
Por lo tanto, de las conclusiones anteriores se puede deducir que la naturaleza de la convención es «paradigmática». Esto es, funciona como un modelo referencial del mundo de los valores estéticos que le otorga intencionalidad al arte en general y a sus modos de manifestarse, en particular. El corpus de obras heterogéneas de un periodo y espacio delimitados nunca es uniforme (por más que se descubran ciertas influencias comunes en los artistas y creadores) dado que está mediada por la conciencia y la materialidad del ser individual –única e irrepetible hasta para él mismo por su profunda realización contingente- y, por eso, las agrupaciones semióticas que detentan el poder buscan encausarlo nivelando la disparidad de sus elementos formales (o compositivos). Se crean las Academias o, más espontáneamente, la Tradición, ambas con las mayúsculas que representan el respeto ante lo conocido, lo artesanal y el miedo ante lo novedoso, lo original. Así las convenciones formales, a través de la imitación repetitiva, le otorgan una significación propia a los modelos imperantes, haciéndoles creer a las pálidas conciencias de los consumidores (y espectadores) que dichos productos estaban orgánicamente construidos por esas intenciones.
Cabe reprochar a mi presente exposición el hecho de que el Arte no fue dirigido en todo momento al consumo masivo. Creo que está tesis no presenta la solidez necesaria y que ha sido falsamente enarbolado por cierto grupo de falsos conocedores de lo bello y puritanos del gusto que a todas luces no pasan de ser decrépitos atesoradotes de asépticos recuerdos. Sí atendemos a los diferentes medios por los cuales –como ellos llamarían- se vulgarizaron varias expresiones elevadas y que fueron muy conocidas y populares en las capas deprimidas de las sociedades, yendo desde la moda hasta la publicidad, pasando por la jardinería o los bailes, cada uno de los elementos paradigmáticos (o arquitectónicos en la terminología bajtiniana) fue trasplantado como un injerto en la tierra fecunda del vulgo gracias a operaciones sencillas de reacomodo compositivo hasta conseguir su adaptación satisfactoria con el nuevo medio.
Las castas, que han sido rebautizadas innumerables veces –y que actualmente se llaman críticos y especialistas- controlaron el estructural ámbito de la-creación-y-consolidación-de-convenciones-artísticas. Sin embargo, con el advenimiento de la post-modernidad y la disolución de las instituciones que detentaban dicha preeminencia, su poder ha menguado hasta desaparecer, aparentemente. Ahora, el arte está en todos lados y se escribe –por fin- con minúsculas, sin respeto ni miedo. Es más, ha potenciado su discurso confuso y paradójico en detrimento de ese cariz totémico que le otorgaban nuestros antepasados occidentales. Innovadores modos de producción (o poéticas en sentido platónico) han conseguido el preciado rotulo de «artísticas». Y nada más predecible en medio de lo que los teóricos han llamado desde los noventa la «sociedad de la información» que vive inserta desde el 2000 en la «aldea global» y que ya no es ese espacio físico en el tiempo, sino más bien una virtualidad intemporal y cuasi-eterna. El proyecto o intención que se le quiso imponer a este no-lugar fue el de ente democratizador del conocimiento, pero al final de cuentas ha ocurrido lo mismo que en otros casos similares (como durante la revolución de la imprenta y la sociedad escritural que nació de ella). La información –que jamás se transformó en conocimiento- y sus herederos –los tecnócratas y profesionales multidisciplinarios- son los que poseen la capacidad para crear las convenciones del milenio que se inicia. Ellos nos han metido en la cabeza el paradigma de la «diversidad» que no es más que el intento abarcador y totalitario de absorber lo desconocido hasta hacerlo familiar e inofensivo. No habrá ya más cosas que nos asombren en el mundo, dicen. La idea que propagan (peligrosamente) no está restringida por una «propiedad y» a la que se le otorga un grado de intención a posteriori, sino por una «intención y» a la que se le regala a priori la propiedad (indiferenciada y ambigua) de artística.
¿Cuál es el futuro de un arte de esta naturaleza? Su indiferenciación completa. El punto en el cualquier gesto, movimiento o mancha, intencionada plenamente, sea considerada el más sublime de los picos del arte.
Analizar el carácter de dicha convención resulta mucho más interesante que etiquetar al conjunto de propiedades que hicieron de determinadas manifestaciones artísticas. Además de ser esto último una tarea casi imposible, resultaría redundante e inútilmente larga, tomando en cuenta que esta propiedad y no sólo ha variado con el tiempo, sino también con el lugar donde se situó la producción, sin contar a su vez que en un mismo espacio geográfico (cultural, social y económico) coexistieron diversas posturas estéticas, a veces en abierto conflicto entre sí y que enarbolaron ideas bastante disímiles sobre el arte en general y, en un campo de mayor complejidad, en asuntos particulares y concretos.
En primer término, toda convención ha intentado darle una coherencia interna a la producción artística de su tiempo –creando un «meta-texto»- y lo que es más audaz, ha tratado de justificar la historia del arte como necesaria de sus actuales manifestaciones. Es decir, toda convención –incluida la que presento en este «texto» y que aspira a ser el embrión de un meta-texto futuro- ha sido, desde siempre, el-fin-del-arte para sus fieles acólitos, que han imaginado en la secuencia aleatoria de algunos acontecimientos anteriores–porque la visión humana es parcial por antonomasia- los gérmenes predecesores de las actitudes recientes y, por qué no -razonan- de las futuras.
En segundo lugar, toda convención ha sido legitimada por un sector determinado (y determinante) de las sociedades que ha tenido el dominio social, cultural, político, jurídico, religioso, administrativo, moral y, sobretodo, económico permitiéndole imponer su propio sistema de símbolos como auténticos, ejerciendo así una especie de dictadura de los significados. Los sacerdotes y magos en la antigüedad, el clero y la nobleza en el medioevo, la burguesía y el proletariado en la modernidad, han detentado el poder eficiente –y suficiente- como para imponer sus códigos y costumbres a resto del engranaje social que controlaban. He ahí el carácter antidemocrático del arte del que habla Danto en sus escritos.
Por lo tanto, de las conclusiones anteriores se puede deducir que la naturaleza de la convención es «paradigmática». Esto es, funciona como un modelo referencial del mundo de los valores estéticos que le otorga intencionalidad al arte en general y a sus modos de manifestarse, en particular. El corpus de obras heterogéneas de un periodo y espacio delimitados nunca es uniforme (por más que se descubran ciertas influencias comunes en los artistas y creadores) dado que está mediada por la conciencia y la materialidad del ser individual –única e irrepetible hasta para él mismo por su profunda realización contingente- y, por eso, las agrupaciones semióticas que detentan el poder buscan encausarlo nivelando la disparidad de sus elementos formales (o compositivos). Se crean las Academias o, más espontáneamente, la Tradición, ambas con las mayúsculas que representan el respeto ante lo conocido, lo artesanal y el miedo ante lo novedoso, lo original. Así las convenciones formales, a través de la imitación repetitiva, le otorgan una significación propia a los modelos imperantes, haciéndoles creer a las pálidas conciencias de los consumidores (y espectadores) que dichos productos estaban orgánicamente construidos por esas intenciones.
Cabe reprochar a mi presente exposición el hecho de que el Arte no fue dirigido en todo momento al consumo masivo. Creo que está tesis no presenta la solidez necesaria y que ha sido falsamente enarbolado por cierto grupo de falsos conocedores de lo bello y puritanos del gusto que a todas luces no pasan de ser decrépitos atesoradotes de asépticos recuerdos. Sí atendemos a los diferentes medios por los cuales –como ellos llamarían- se vulgarizaron varias expresiones elevadas y que fueron muy conocidas y populares en las capas deprimidas de las sociedades, yendo desde la moda hasta la publicidad, pasando por la jardinería o los bailes, cada uno de los elementos paradigmáticos (o arquitectónicos en la terminología bajtiniana) fue trasplantado como un injerto en la tierra fecunda del vulgo gracias a operaciones sencillas de reacomodo compositivo hasta conseguir su adaptación satisfactoria con el nuevo medio.
Las castas, que han sido rebautizadas innumerables veces –y que actualmente se llaman críticos y especialistas- controlaron el estructural ámbito de la-creación-y-consolidación-de-convenciones-artísticas. Sin embargo, con el advenimiento de la post-modernidad y la disolución de las instituciones que detentaban dicha preeminencia, su poder ha menguado hasta desaparecer, aparentemente. Ahora, el arte está en todos lados y se escribe –por fin- con minúsculas, sin respeto ni miedo. Es más, ha potenciado su discurso confuso y paradójico en detrimento de ese cariz totémico que le otorgaban nuestros antepasados occidentales. Innovadores modos de producción (o poéticas en sentido platónico) han conseguido el preciado rotulo de «artísticas». Y nada más predecible en medio de lo que los teóricos han llamado desde los noventa la «sociedad de la información» que vive inserta desde el 2000 en la «aldea global» y que ya no es ese espacio físico en el tiempo, sino más bien una virtualidad intemporal y cuasi-eterna. El proyecto o intención que se le quiso imponer a este no-lugar fue el de ente democratizador del conocimiento, pero al final de cuentas ha ocurrido lo mismo que en otros casos similares (como durante la revolución de la imprenta y la sociedad escritural que nació de ella). La información –que jamás se transformó en conocimiento- y sus herederos –los tecnócratas y profesionales multidisciplinarios- son los que poseen la capacidad para crear las convenciones del milenio que se inicia. Ellos nos han metido en la cabeza el paradigma de la «diversidad» que no es más que el intento abarcador y totalitario de absorber lo desconocido hasta hacerlo familiar e inofensivo. No habrá ya más cosas que nos asombren en el mundo, dicen. La idea que propagan (peligrosamente) no está restringida por una «propiedad y» a la que se le otorga un grado de intención a posteriori, sino por una «intención y» a la que se le regala a priori la propiedad (indiferenciada y ambigua) de artística.
¿Cuál es el futuro de un arte de esta naturaleza? Su indiferenciación completa. El punto en el cualquier gesto, movimiento o mancha, intencionada plenamente, sea considerada el más sublime de los picos del arte.
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