El Trípode de Helena es un blog personal. En la parte superior de la columna izquierda, verán mi retrato y debajo una breve biodata. A continuación, están organizadas las entradas según los temas recurrentes y según la fecha en la que fueron publicadas. Si a alguno de ustedes le intriga el título del blog, de click aquí. Si están interesados en descubrir más acerca de la imagén del encabezado, entren aquí.

viernes, 26 de diciembre de 2014

Tres historias ajenas



Una historia real

Roberto, que era un imbécil -no clínica, pero sí socialmente-, estudiaba en un colegio estatal ubicado a unas cuadras del mar.

En las mañanas, salía de su casa atestada de gente, al frente de sus tres hermanos, rumbo a la escuela. Como el dinero era lo único que no sobraba, los refrigerios solían ser gregarios. Básicamente, fruta y alguna infusión. Roberto odiaba las frutas, porque le recordaban su condición de hijo no reconocido y pobre. Por eso, abusaba de sus compañeros, aprovechándose de su contextura robusta y su voz de barrista. Les quitaba las galletas y gaseosas que se compraban en el quiosco del patio.

Sin embargo, con el tiempo descubrió que era mejor arrebatarles el dinero.

Después de cometer sus fechorías, Roberto se acodaba en una de las barandas que daban a una estrecha calle. Desde el pasillo del segundo piso de su colegio se ponía a mirar hacia afuera, hacia el azul plomizo del mar. “Nada de lo que me enseñan aquí sirve para algo”, pensaba.

Uno de esos mediodías, vio venir a un tipo muy sucio, que cargaba una inmensa bolsa de yute sobre el hombro, desde uno de los extremos de la calle. Caminaba zigzagueando por el filo de las veredas, deteniéndose cada cierta distancia. Se inclinaba y rebuscaba en las bolsas negras que estaban depositas al frente de las casas. Sacaba botellas de plástico y de vidrio, o cajas de cartón, y las ponía en su saco; luego, cerraba las bolsas y seguía su camino. Al pasar a la altura donde estaba Roberto, escuchó un silbido y se detuvo:

- Hey, ¿quieres una manzana?

El reciclador asintió con la cabeza, soltó su bolsa y extendió los brazos mugrientos.

- ¡Lávate las manos primero! -contestó Roberto y le hizo un gesto obsceno.

El tipo lo miró con odio, con un odio que impresionó a Roberto, pero no le dijo nada. Agachó la cabeza, recogió su atado y continuó su marcha con paso lento, infinito, hasta perderse tras una esquina.

Varios años más tarde, convertido en el brazo derecho de un dirigente político y padre de una familia que salía en las fotos de las revistas sociales, Roberto seguía guardando viva la impresión de esa mirada.

Los medios de comunicación lo acusaban de haber intervenido en favor de una multinacional privada en la licitación de la remodelación de un puerto del norte del país, y su esposa había descubierto su infidelidad con una de sus asesoras del ministerio, gracias a los servicios de un detective privado. Su amante lo había dejado para evitar que su carrera se viera afectada por el escándalo. Uno de sus hijos había huido de su casa, después de que él amenazará con matar al maricón que vivía con él; y su otra hija estaba embarazada de un desconocido a quién había mandado buscar.

“El poder tiene sus bemoles”, se repitió esa mañana de verano en la que maneja rumbo a un condominio privado en las playas ubicadas varios kilómetros al sur de la capital. “El poder tiene sus bemoles”. Subió el volumen de la radio donde sonaba Es mi vida de Salvatore Adamo y pisó a fondo el acelerador. La carretera resplandecía con el brillo del sol. Comer un ceviche, tirarse a un par de putitas y nadar en las aguas limpias del mar. Con eso podría afrontar el pedido de vacancia que interpuesto en su contra el Congreso y el juicio del divorcio que había iniciado su mujer para quitarle la plata e irse a revolcar con alguno de esos chibolos inflados de esteroides de la televisión que habían abusado de su hijita.

- ¡La gran puta!

Un peatón imprudente había cruzado la carretera e impactado contra el parabrisas de su convertible. Roberto frenó en seco y se aferró muy fuerte al timón. Estaba cansado de ser un hijo de puta. Esa era la cereza de una torta insípida y ya vencida. Bajó el parabrisas y asomó su cabeza. El tipo estaba tumbado en medio de la pista. Tomó su celular de la guantera y salió del vehículo. Vestía un jipijapa, una guayabera de mangas cortas, bermudas a cuadros y unos mocasines comprados en Ibiza.

El sol era una mierda.

Roberto marcó un número por teléfono. “Sí, a la altura del kilómetro 72… Rápido, carajo… No sé si está muerto… Me crees imbécil, no lo voy a tocar… Te espero”. Se desabotonó los botones superiores de la guayabera crema. Estaba sudando. Se acercó al cuerpo y flexionó las piernas para ver su rostro más de cerca. Sus facciones le resultaron familiares. No era posible. Este sujeto tenía la apariencia de un muerto de hambre. Por el accidente, se había quedado sin zapatos. Sus pies, desnudos, estaban mugrosos. Sus manos también. El cabello lo tenía descuidado y lleno de liendres. Una buena noticia: se trataba de un loco.

Colocó dos dedos cerca de la nariz del pordiosero para percatarse si aún respiraba. El viento del desierto no le permitió notarlo enseguida. Le pareció que sí. Se tranquilizó. De pronto, sintió una fuerte presión en su muñeca. El loco había despertado. Levantó el rostro y les escupió un par de dientes ensangrentados, mientras chillaba histérico:

- ¡Lávate las manos que apestan! ¡Lávate las manos! ¡Lávate las manos!

Roberto jaló de su brazo, pero no logró zafarse. Estiró una pierna hacia atrás y lanzó una patada sin mirar a dónde. Uno de los dedos del miserable se había enganchado en la correa de su Rolex. Se lo quitó y se alejó de la carretera rumbo a la playa.

En el camino, no dejaba de olerse las manos.


Una anécdota familiar

- ¿Por qué es así el tío Mateo?

- Es un opa. Un tonto bueno.

- ¿Siempre fue un tonto bueno el tío Mateo?

- No. Es una historia muy larga y triste.

- ¡Cuéntamela!

- Está bien, pero prométeme que te irás a dormir.

- …

- Tu bisabuelo Cornelio tenía una casa grande de dos pisos, allá en las montañas. Allí vivía junto con su esposa y sus cinco hijos, incluida mi mamá, Carmela, que era la mayor de las mujeres. Una noche, la bisabuela Marcelina despertó al viejo porque había escuchado unos sonidos que venían de la planta baja. El bisabuelo, que era medio sordo, le gritó a mamá Marcelina que cogiera el mazo de madera con el que sacudía la ropa en el río. La bisabuela lo sacó del armario del cuarto, mientras Cornelio buscaba el cuchillo que usaba para destazar a los carneros. Armados, los dos descendieron por las escaleras, tratando de hacer el menor ruido. Cuando llegaron al zaguán, tu bisabuelo vio un resplandor que provenía de las ventanas del comedor. Vivo, le propuso a la abuelita Marcelina que fuera adelante, ya que ella no había notado el brillo porque estaba perdiendo la vista, y él se puso detrás de ella, para “cuidar su espalda”. Tú le das un mazazo y yo un piquetazo, le dijo. Con esas, entraron al comedor.

- ¿Y qué pasó?

- La bisabuela empujó la puerta del comedor y alcanzó a ver la espalda de un hombre, sentado en el extremo más cercano de la mesa de roble, frente a una vela que iluminaba apenas ese rincón de la habitación. Corrió hacia él con el palo en alto y lo descargó con todas sus fuerzas sobre su cabeza. El extraño calló al suelo, desmayado y con el cráneo roto y ensangrentado. El bisabuelo se acercó para felicitar a su esposa y se arrodilló en el suelo de tierra para darle la vuelta al rostro del intruso.

- ¿Quién era?

- Era su hijo menor, el tío Mateo, que era ancho de huesos a pesar de su corta edad. Se había despertado en la madrugada para estudiar matemáticas, porque quería ser ingeniero. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, la bisabuela soltó un gritó terrible de espanto. Cornelio llevó a Mateo a la asistencia, donde lograron reacomodarle los huesos del cráneo y le cosieron el pellejo de la cabeza, pero tu tío abuelo no quedó igual.

- ¿Se volvió un opa?

- Así fue. Perdió toda su inteligencia y, como castigo por ese acto, se convirtió en una carga más para la vejez de los bisabuelos, quienes murieron sin poderse perdonar el uno al otro.

- ¿Y cómo murieron?

- Esa es otra historia.

- Me dijiste que era una historia larga.

- Y tú que te dormirías ya.


Un sueño personal

Inexpugnable. Adriana me había parecido, desde el colegio, inexpugnable. Una torre al pie del acantilado. Una villa rodeada de pantanos. Bella, pulcra, cruel.

Yo había entrado a una especie de institución educativa a trabajar con niños pequeños para dictarles no sé qué. Estaba a prueba o algo así. Corría por los pasillos, de un salón a otro, para hablar, cinco minutos en cada uno, de cosas que no recuerdo y que seguramente eran en extremo ridículas y banales, porque los chicos parecían pasarla bien. Hasta que llegó el gran día. El día en el que los supervisores, hombres muy serios, vestidos con ternos y sombreros como los agentes Smith de Matrix, se sentaron al fondo de uno de esos salones infinitos, en los que se repetían las carpetas y los rostros como en un cuarto de espejos.

Estaba de pie, con la pizarra en mi espalda, reflejado en sus lentes oscuros. A mi izquierda había un micrófono como los que usan los comediantes neoyorquinos o los cantantes de jazz. Acaricié con ambas manos el tubo de metal pulido que lo sostenía y me puse a cantar como un profesional. Cuando terminé, recibí una ovación de aplausos. Pero no me quedé hasta que terminara, porque sabía que en ese mismo instante, en otro salón, Adriana también estaría afrontando su prueba definitiva.

Corrí por corredores atiborrados de puertas hasta que me detuve frente a una por instinto. La abrí. Tenía suerte, todavía no había llegado. Vi un pupitre vacío y me oculté debajo de él. Adriana y dos secuaces -siempre iba escoltada por ellas- atravesaron la puerta y dejaron sus libros sobre el escritorio del profesor. Ella miró a los niños con dureza, casi con asco. Tenía unas gafas circulares, el cabello recogido en un moño alto y la piel tersa, como una muñeca.

Los supervisores entraron al aula. Adriana abrió la boca y salieron unos gruñidos extraños, metálicos. Entonces, yo, desde el hueco donde estaba escondido, empecé a berrear fuerte, como un niño de pecho al que lo hubiera abandonado su mamá. Adriana guardo silencio, para escuchar de dónde venía el berrinche de ese mocoso impertinente. Mi corazón se detuvo por un momento. Sabía que me encontraría. Pronto tendría su rostro sobre el mío, cubriendo el horizonte de mi mirada con esos ojos de fuego. Mis gritos se volvieron verdaderos. Estaba asustado, quería escapar.

- ¿Qué te pasa? -me encontró inclinado la cabeza por encima del pupitre.

- Tengo miedo. Quiero a mi mamá.

- No, tú me quieres a mí.

Guardo silencio por un instante y me besó. Fue el beso más sentido que me han dado en la vida.

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