Y frente a la acerada espada de su enemigo,
el deshonrado guerrero sin armadura empezó
a susurrar una suave melodía estival, mientras
se erguía como un roble y con una mano señalaba su
pecho… Esta es mi corteza donde el hacha golpeará,
donde el río secará para callar… y su katana que ya había
atravesado los tejidos y huesos de su contrincante,
volvía a la funda, impecable.
La leyenda de Toshiro
el deshonrado guerrero sin armadura empezó
a susurrar una suave melodía estival, mientras
se erguía como un roble y con una mano señalaba su
pecho… Esta es mi corteza donde el hacha golpeará,
donde el río secará para callar… y su katana que ya había
atravesado los tejidos y huesos de su contrincante,
volvía a la funda, impecable.
La leyenda de Toshiro
…Y sin embargo, por las aldeas devastadas y los campos incendiados, en las grandes ciudades orientales donde el sol ensangrentado tiñe de rojo el horizonte y la mirada de los hombres parece contagiarse de dicho fulgor, en los burdeles donde sólo viven geishas ancianas y desdentadas que contemplan absortas el triste espectáculo de su propia ruina, en los callejones sombríos atestados de yakuzas[1] y malandrines; y en general, en las tierras donde la violencia se ha impuesto por sobre el honor y la compasión, en donde se hace escarnio de los antiguos cultos y de las tradiciones que impulsaron el crecimiento de la Civilización, en donde la vida no vale nada y el perderla es más probable que el conseguir un plato de comida; en esos lugares desolados y oscuros, ignorados e ignorantes -y que por ello desconocen mi verdadero nombre- me llaman Toshiro, el ashigaru[2].
Y sin embargo, yo nunca fui un heimin[3].
(Ahora contemplo los cerezos y me complace el color de sus hojas, me hacen recordar las sonrosadas mejillas de mi mujer. Y sus suaves movimientos -al caer sobre mi rostro- sus tiernas caricias).
La historia de un hombre solo no es importante. La historia de un pueblo lo es más. Mi historia no ha de tener nada de singular, mi historia no ha de ser más que mía y de mis hijos, así como yo guardo la historia de mi padre, de mi abuelo, de todos mis antepasados, de mi pueblo. El corazón de una verdadera nación palpita en el pecho de cada ciudadano verdadero. De cada miembro del Imperio.
Así, había una vez un pueblo, que atravesando las heladas Montañas Azules se aventuró más allá de la extensa llanura que hoy es dominada por el Reino de Tenkar. En el cuerpo cargaba un largo cansancio y en el cielo, sobre sus apesadumbradas frentes, una estrella alumbraba sus mañanas. Esa Estrella siempre la recordará mi gente. Aún la recuerda porque aún la ve, aún la guía en sus peores momentos.
Eran salvajes, cazadores y pescadores que apenas hablaban y que luchaban entre sí por cualquier cosa. En su camino llegaron a las tierras inhóspitas donde habitaban criaturas monstruosas como ciempiés gigantes, animales antropomorfos y espíritus fantasmas. Aprendieron a organizarse para eliminar a algunos, civilizar a otros y respetar a los más poderosos.
Así nació mi país, por la fuerza, en el corazón de éste continente. Y se le puso un nombre como a todo recién nacido, se le llamó Xigia.
Y Xigia debía ser eterna como los Kami[4] que nos impulsaron a salir de las tierras del Oeste.
Porque fueron los siete Kami, que adoptando la forma de criaturas sagradas, crearon los Clanes, nos dieron nuestro sublime idioma y nos adoctrinaron en el arte de la guerra y de la sobrevivencia. Cada clan se especializó en algo: los del Cangrejo eran fieros guerreros aunque algo groseros; los del Dragón eran eruditos y maestros en el combate cuerpo a cuerpo y sin armas; los del Escorpión eran nuestros espías, capaces de torturar al enemigo sin mostrar compasión bajo sus frías mascaras; los del Fénix eran especialistas en las ciencias ocultas y misteriosas de la magia y la astrología, por eso fueron conocidos como sabios; los del León, los más nobles e insignes de nuestro guerreros, eran los samurais[5] más aptos; los del Unicornio, semisalvajes pero bondadosos, eran nuestros mejores jinetes; y los de la Grulla -mi clan por adopción- eran educados y refinados, distinguidos cortesanos que habían perfeccionado el arte del iaijustsu[6], propicio para los duelos de honor.
Y la sociedad también cambio, aprendimos a hacerla firme y duradera, para que Xigia jamás muriera. De los clanes salieron los samurais y los shugenjas, es decir, los místicos conectados con los espíritus de los antepasados y los Cinco Elementos, que lanzaban poderoso sortilegios sobre nuestros enemigos y que también seguían el bushido[7]. Y con ellos los cortesanos del palacio imperial y los Daimyos[8]. Y en la cúspide el Tenno[9], hijo de Yakomo y de Hitomi[10]; y por lo tanto, dios sobre la tierra. Bajo ellos, los artesanos, comerciantes y campesinos. Todos pagaban impuestos al Emperador y a los daimyos locales. Y al final, los henin o parias: criminales, actores, geishas, jugadores y demás gente sin honor y sin beneficio.
Había también muchos monasterios en donde se rezaba a los Dioses Estelares, los Antepasados y las Fortunas Mayores y Menores. En ellos habitaban los monjes combatientes o shohei.
Fuera de las ciudades, las criaturas desconocidas y los hombres bestia, además de las letales wu jen[11].
Ese fue mi hogar hasta que apareció el primero de los Shogunes.
Y Xigia se sumió en la más cruenta de las guerras, una guerra fraticida, entre hermanos de sangre que regaban con ella los surcos y que cosechó millares de cadáveres erguidos por picas alrededor de los espeluznantes senderos.
Lo que vale contar de mí historia comienza en este punto.
O quizás unos cuantos años antes…
Yo nací en una pequeña villa cerca de un río en perpetua calma que me enseñó desde pequeño a serenar mis pensamientos y dejarlos fluir en sus cristalinas aguas. Cuando tenía apenas cinco años, mi padre, que era un campesino pobre y bueno, como lo son la mayoría de las personas que viven rodeados por la naturaleza y en contacto con los sencillos elementos, me llevó a la casa del daimyo que era dueño de las tierras que cultivaba mi familia. La hermana del señor Daidoji Daigoro era estéril y quería tener un hijo, y él deseaba ayudarla de alguna manera. Por eso, le consultó a mi padre si yo podía quedarme en la casa del Señor y vivir como hijo adoptivo de la familia.
Aquel hombre, viejo y encorvado, había sufrido la perdida de dos hijas por el hambre y la enfermedad, y no soportaba la idea de perder a su tercer hijo también. Humilde, se prosternó ante Daigoro y le pidió que le diera un día para decidirse. El daimyo, gobernante educado y respetuoso, no era un déspota cruel, por lo que le concedió ese plazo.
Ya en casa, mi padre buscó a mi madre en el campo y le habló de lo ocurrido. Una vez juntos los tres, ellos me miraron y noté en sus ojos un distanciamiento.
Esa fue mi primera perdida. Tal vez, la más trágica porque no me di cuenta de ella.
Estaba decidido, era lo mejor. Adios, Tsujio[12] de nuestro corazón.
A partir de ese día, era un Daidoji por adopción.
Mi destino empezaba a cambiar.
Y cambió.
Me crié junto al hijo del daimyo, Daidoji Hida, un chico bastante inquieto y que a menudo causaba disgustos a su padre, pero que en el fondo era generoso y obediente. A pesar de que no le guardo ningún rencor a mi madrasta, porque siempre me trató bien y yo correspondí a su afecto tanto como pude, disgustábame el hecho de que no me permitiera visitar a mis padres en el campo. Ella decía que mi futuro sería esplendido y que debía esforzarme para alcanzarlo porque sólo así podría ayudarlos algún día.
Cuando cumplí 20 años, fue mi gempukku[13]. A largo una década y media me había entrenado en el antiguo arte del combate con katana[14] y había decidido por elección propia seguir la senda del bushido.
No sería un cortesano, sino un guerrero.
Y moriría bajo la bandera de mi señor o la del Emperador.
Moriría para siempre con el último rayo del sol.
Ese día sufrí mi segunda perdida. Me bautizaron con un nuevo nombre, uno propio de mi nuevo clan y linaje: Daidoji Tenkatzu. Desde ese día era ya un hombre libre. Podría visitar a mis padres en la aldea y nadar en el río cristalino de mi niñez. Hida, que también se graduaba del entrenamiento, quería acompañarme. Así que a pesar de las recriminaciones de nuestro sensei, el viejo Aki[15], nos fuimos apenas concluida la ceremonia.
Ese día fue el más feliz de mi vida, después del día en que nació mi pequeña Nara.
La felicidad es la cosa más efímera de todas las humanas.
Dos años más tarde. Una primavera. Mi mundo entró en guerra.
Y yo me día cuenta demasiado tarde.
Yendo a visitar a mis padres, una mañana, después de haber cumplido con mis obligaciones en la casa Daidoji, vi una gran humareda que salía de la aldea. El infierno había prendido en medio de las casas y los esqueletos carbonizados humeaban todavía. Corrí en dirección a mi antiguo hogar y los vi entre las llamas, gritaban sus fantasmas a mi alrededor implorantes, intenté lanzarme para salvarlos o morir con ellos, pero Hida, que me había seguido porque se había enterado de lo ocurrido, me detuvo agarrándome por la espalda.
La guerra ya no fue una cuestión de honor, fue personal para mí.
Esa noche practiqué con mi katana hasta el amanecer.
Y puedo jurar que desde aquel día un resplandor hermoso habitó en ella.
Será por eso que siento que les hablo de alguna manera cuando la tengo entre mis manos.
Y el Shogun creo un reino dentro de un imperio, y el imperio empezó a desmembrarse. El que iba a durar hasta la Eternidad. La familia Daidoji era una de las pocas familias pertenecientes al Gran clan de la Grulla, y por ello seguidora acérrima del Emperador. Yo luché por mi honor y por mi familia, la viva y la del más allá. Pero, aunque no pudimos derrotar a los miembros de los otros clanes, los del Cangrejo, Escorpión, Unicornio; nos aliamos con el resto (Dragón, Fénix y León) y formamos sólidos lazos. Conocí muchos lugares y como mi madrastra me dijera, anduve por maravillosos caminos, inimaginables para un campesino.
Asimismo, vi la miseria humana y tuve miedo, de verdad.
Luego de cinco primaveras y otoños, la guerra terminó oficialmente. No hubo ganador. Aunque siguió siendo un solo imperio, Xigia estaba dividida. El norte era controlado por las huestes del Emperador, el sur, por el Shogun y su propia corte. Y los clanes se dividieron, todas las clases y grupos también.
En el último combate, frente al último enemigo, con su último respiro, mi sensei, el célebre Daidoji Akado murió con la enorme bestia de la guerra. Yo le sujeté la mano y le mostré mi admiración, por última vez.
Durante la guerra, me casé con una shugenja de otro clan, llamada Akane. Con ella, al finalizar las hostilidades tuvimos a Nara, y su padrino fue mi compañero de batalla y entrañable amigo, Hida.
Al comenzar cada ciclo la luna, los cuatro visitábamos la tumba de mis padres junto al río y la tumba del maestro junto a la casa de los Daidoji.
Fue un año completo en la Tierra. Un periodo de dicha infinita.
Lo que no sabía era que la traición se gestaba entre tanta alegría.
A la muerte del sensei, hubo un torneo para elegir a su sucesor como maestro principal del dojo [16]de la familia dado que el no había dejado a uno. Participamos todos, incluso yo que no llevaba la sangre Daidoji; y tras luchar en el último combate contra mi hermano adoptivo, gané demostrando que había perfeccionado el arte de la katana en el estilo de la Escuela de la Grulla.
El iaijutsu definitivo, al que llamé, la Danza de las Cerezos.
Un corte rápido y delicado que no le causa dolor al enemigo pero que puede ser tan profundo como para hacerle perder bastante sangre en poco tiempo.
La muerte dulce de un enemigo ilustre.
Hida nunca me perdonaría eso.
A pesar de que no era un combate a muerte y no quise realizar ninguna acción peligrosa, ambos salimos muy lesionados del enfrentamiento. Luego, ya restablecidos, continuamos con nuestra amistad. Pero algo había cambiado. No éramos esos pequeños que practicaban con espadas de bambú sin hacerse daño. Poco a poco dejamos de vernos tanto.
Igual le presté poca importancia y tomé bajo mi cuidado a una joven aprendiz que quería ser ninja[17], aunque yo no lo era igual le enseñé el manejo apropiado de la katana arte en el que los samurai somos los más capacitados. Luego, viajó a la capital para continuar con su entrenamiento.
Y así paso otro año.
Hasta que un criado fue a mi casa a decirme que el gran Daidoji Daigoro, duodécimo daimyo de la región Noreste, y samurai de la escolta personal del Emperador, había muerto.
Ahí comenzó mi desgracia.
Los funerales del gran señor fueron solemnes y silenciosos.
Nadie derramó una lágrima en la casa Daidoji.
En los pueblos y aldeas cercanas, en cambio, las mujeres no paraban de gemir.
Su sucesor fue su único hijo Daidoji Hidagoro (desde ese momento).
Mi madrastra empezó a sufrir de malos sueños.
Yo creí que era una desgracia como todas, pasajera.
De noche, unas semanas después apareció mi antigua discípula frente a mi puerta. Al parecer había progresado mucho. Estaba vestida de negro y me pidió que guardara silencio. Yo la invité a pasar.
Me contó que había recibido informes en la capital de que el nuevo daimyo de la región Noreste, Hidagoro, planeaba traicionar al Emperador y aliarse al bando del Shogunato. Además tenía intenciones de convencer a su clan para hacer lo mismo. Con ello se rompería el equilibrio de fuerzas que le daba cierta ventaja al Imperio. Como si fuera poco, mi vida corría peligro.
Hidagoro, mi otrora compañero de armas, tenía en mente asesinarme y colocar a otra persona como maestro del dojo familiar, bajo la acusación de traición y asesinato, diciendo que yo había matado su padre y que quería obtener el control de la provincia.
Debía empacar e ir a la capital cuanto antes.
Yo no le creía, y le pedí que se quedará a dormir en mi casa. A la mañana siguiente, fui a la residencia del daimyo. Los guardias me recibieron sin ningún inconveniente. Una vez dentro, las puertas se cerraron detrás de mí. Se me desarmó para ver a Hidagoro como medida de seguridad, yo acepté quitarme la armadura con la marca de la Grulla y la wakizashi[18] pero me quedé con mi katana. Los guardias, para no enojarme, me dejaron avanzar así.
Y lo vi.
No era el mismo.
La luz del día no iluminaba su rostro. Había algo siniestro en él.
Sentado frente a mí, arrodillado frente a él, presentí lo que iba a ocurrir.
Entonces levante la cabeza y lo miré con suma tristeza.
Y me paré para salir corriendo en el mismo momento que su boca soltaba una carcajada histérica. De todos lados salieron guardias y más guardias. Y la sangre chispeó como si hubiese llovido del techo de madera. En el papel de las puertas, se leían los caracteres de la muerte. Mi espada los trazaba por doquier. Y mi cuerpo sufría los cortes del viento, el viento de esas aspas, que cruzaban el aire. Inconsciente, recordé el río cristalino y me hundí de lleno en él.
Tiempo después me contó mi aprendiz lo sucedido. Ella me había salvado cuando estaba empapado en sangre a las puertas de la casa señorial. Había cruzado todos los patios y pasillos de milagro y aunque numerosos, había mellado las fuerzas de Hidagoro. Ella apareció en medio de los guardias que me rodeaban y lanzó una bomba de humo; al disiparse el gas habíamos huido los dos.
Me llevó a una casa cercana perdida en el bosque y curó mis heridas.
Tarde semanas en recobrar la conciencia.
Y un par de meses en recuperarme de mis lesiones.
Quise ver a mi familia. Ella movió la cabeza y miró con pena. Ahora vivían en casa del daimyo y mi esposa era su concubina. Al parecer haría que se divorcié de mí y luego se casaría con ella. Mi aprendiz había logrado verla antes de que fueran a mi casa, y Akane le había dado un collar para mí. Tenía el símbolo del clan del Fénix. Su padre era un hombre influyente en la corte del Emperador y vivía en la capital.
De mi madrastra, la única noticia era que estaba encerrada en la casa señorial y que Hidagoro decía que había perdido el juicio.
Una vez recuperado intente suicidarme cuatro veces.
Cada vez lo impedía mi salvadora.
Me dijo que tenía que ir a la capital y entrevistarme con mi suegro. Así podría conseguir ayuda. Convencido por sus palabras me colgué el collar y decidí realizar el viaje en compañía de la joven ninja.
Pero en el camino, un grupo de bushis[19] del clan del Escorpión nos interceptó; habían sido puestos en la pista por el propio Hidagoro. Al parecer en todo el sur de Xigia era buscado y mi cabeza tenía un precio.
Peleamos contra ellos, pero yo aún estaba muy débil y no tenía mi sólida armadura. Al final uno de ellos lanzó una especie de conjuro que me inmovilizó. Y ante mis propios ojos torturaron a mi aprendiz.
Ella, agonizado, sacó una bomba que tenía escondida y viéndose tan cerca de todos sus verdugos, la hizo estallar. Lo último que dijo fue: Llévate mi arma, sensei y corre…
Es por eso que cargo con una wakizashi que no es mía.
Con una katana que conversa con mis antepasados.
Un collar que me protege del enemigo.
La amistad, el respeto y el amor. Esas son mis armas.
Y un alma que no es más la de un samurai, sino la de un ronin[20].
Yo tenía un nombre, es cierto; pero eso… eso es lo de menos.
[1] Criminal que pertenece a una organización delictiva. Es un profesional del golpe a traición, la extorsión y los negocios turbios.
[2] Granjero entrenado en el manejo de armas, de preferencia la yari (lanza). Usaban una armadura ligera y sabían algunas tácticas militares.
[3] Campesino, siervo.
[4] Cada una de las deidades que bajaron a la tierra expulsadas por su padre Yakomo (Sol). Eran siete.
[5] Combatiente profesional, nacido para ello. Posee un sistema de lealtad y honor que ha influenciado en su vida.
[6] Desenvainado veloz.
[7] Senda ética y moral. Reconoce las Siete Virtudes: Gi, honestidad y justicia; Yu, coraje heroico; Jin, compasión; Rei, educada cortesía; Meyo, honor; Makoto, sinceridad total y Chugo, deber y lealtad.
[8] Señores feudales. Existían varios y gobernaban las provincias, tenían gran independencia y a veces se sublevaban.
[9] “Señor del Cielo”, era el Emperador.
[10] El Sol y la luna, respectivamente.
[11] Especie de amazonas con poderes vinculados a los fuerzas de la naturaleza.
[12] Primer hijo varón.
[13] Ceremonia de iniciación entre los samuráis.
[14] Espada larga y delgada y ligeramente curva con un único filo.
[15] Maestro Daidoji Akado.
[16] Escuela de entrenamiento.
[17] Espía sigiloso y especializado en una gran cantidad de armas. Es un camaleón por excelencia.
[18] Espada parecida a la katana, más corta.
[19] Mercenario, guerrero a sueldo que trabaja para uno de los clanes.
[20] Ex samurai que ha desobedecido alguno de los preceptos del bushido y no tiene ni honor ni fama.
Y sin embargo, yo nunca fui un heimin[3].
(Ahora contemplo los cerezos y me complace el color de sus hojas, me hacen recordar las sonrosadas mejillas de mi mujer. Y sus suaves movimientos -al caer sobre mi rostro- sus tiernas caricias).
La historia de un hombre solo no es importante. La historia de un pueblo lo es más. Mi historia no ha de tener nada de singular, mi historia no ha de ser más que mía y de mis hijos, así como yo guardo la historia de mi padre, de mi abuelo, de todos mis antepasados, de mi pueblo. El corazón de una verdadera nación palpita en el pecho de cada ciudadano verdadero. De cada miembro del Imperio.
Así, había una vez un pueblo, que atravesando las heladas Montañas Azules se aventuró más allá de la extensa llanura que hoy es dominada por el Reino de Tenkar. En el cuerpo cargaba un largo cansancio y en el cielo, sobre sus apesadumbradas frentes, una estrella alumbraba sus mañanas. Esa Estrella siempre la recordará mi gente. Aún la recuerda porque aún la ve, aún la guía en sus peores momentos.
Eran salvajes, cazadores y pescadores que apenas hablaban y que luchaban entre sí por cualquier cosa. En su camino llegaron a las tierras inhóspitas donde habitaban criaturas monstruosas como ciempiés gigantes, animales antropomorfos y espíritus fantasmas. Aprendieron a organizarse para eliminar a algunos, civilizar a otros y respetar a los más poderosos.
Así nació mi país, por la fuerza, en el corazón de éste continente. Y se le puso un nombre como a todo recién nacido, se le llamó Xigia.
Y Xigia debía ser eterna como los Kami[4] que nos impulsaron a salir de las tierras del Oeste.
Porque fueron los siete Kami, que adoptando la forma de criaturas sagradas, crearon los Clanes, nos dieron nuestro sublime idioma y nos adoctrinaron en el arte de la guerra y de la sobrevivencia. Cada clan se especializó en algo: los del Cangrejo eran fieros guerreros aunque algo groseros; los del Dragón eran eruditos y maestros en el combate cuerpo a cuerpo y sin armas; los del Escorpión eran nuestros espías, capaces de torturar al enemigo sin mostrar compasión bajo sus frías mascaras; los del Fénix eran especialistas en las ciencias ocultas y misteriosas de la magia y la astrología, por eso fueron conocidos como sabios; los del León, los más nobles e insignes de nuestro guerreros, eran los samurais[5] más aptos; los del Unicornio, semisalvajes pero bondadosos, eran nuestros mejores jinetes; y los de la Grulla -mi clan por adopción- eran educados y refinados, distinguidos cortesanos que habían perfeccionado el arte del iaijustsu[6], propicio para los duelos de honor.
Y la sociedad también cambio, aprendimos a hacerla firme y duradera, para que Xigia jamás muriera. De los clanes salieron los samurais y los shugenjas, es decir, los místicos conectados con los espíritus de los antepasados y los Cinco Elementos, que lanzaban poderoso sortilegios sobre nuestros enemigos y que también seguían el bushido[7]. Y con ellos los cortesanos del palacio imperial y los Daimyos[8]. Y en la cúspide el Tenno[9], hijo de Yakomo y de Hitomi[10]; y por lo tanto, dios sobre la tierra. Bajo ellos, los artesanos, comerciantes y campesinos. Todos pagaban impuestos al Emperador y a los daimyos locales. Y al final, los henin o parias: criminales, actores, geishas, jugadores y demás gente sin honor y sin beneficio.
Había también muchos monasterios en donde se rezaba a los Dioses Estelares, los Antepasados y las Fortunas Mayores y Menores. En ellos habitaban los monjes combatientes o shohei.
Fuera de las ciudades, las criaturas desconocidas y los hombres bestia, además de las letales wu jen[11].
Ese fue mi hogar hasta que apareció el primero de los Shogunes.
Y Xigia se sumió en la más cruenta de las guerras, una guerra fraticida, entre hermanos de sangre que regaban con ella los surcos y que cosechó millares de cadáveres erguidos por picas alrededor de los espeluznantes senderos.
Lo que vale contar de mí historia comienza en este punto.
O quizás unos cuantos años antes…
Yo nací en una pequeña villa cerca de un río en perpetua calma que me enseñó desde pequeño a serenar mis pensamientos y dejarlos fluir en sus cristalinas aguas. Cuando tenía apenas cinco años, mi padre, que era un campesino pobre y bueno, como lo son la mayoría de las personas que viven rodeados por la naturaleza y en contacto con los sencillos elementos, me llevó a la casa del daimyo que era dueño de las tierras que cultivaba mi familia. La hermana del señor Daidoji Daigoro era estéril y quería tener un hijo, y él deseaba ayudarla de alguna manera. Por eso, le consultó a mi padre si yo podía quedarme en la casa del Señor y vivir como hijo adoptivo de la familia.
Aquel hombre, viejo y encorvado, había sufrido la perdida de dos hijas por el hambre y la enfermedad, y no soportaba la idea de perder a su tercer hijo también. Humilde, se prosternó ante Daigoro y le pidió que le diera un día para decidirse. El daimyo, gobernante educado y respetuoso, no era un déspota cruel, por lo que le concedió ese plazo.
Ya en casa, mi padre buscó a mi madre en el campo y le habló de lo ocurrido. Una vez juntos los tres, ellos me miraron y noté en sus ojos un distanciamiento.
Esa fue mi primera perdida. Tal vez, la más trágica porque no me di cuenta de ella.
Estaba decidido, era lo mejor. Adios, Tsujio[12] de nuestro corazón.
A partir de ese día, era un Daidoji por adopción.
Mi destino empezaba a cambiar.
Y cambió.
Me crié junto al hijo del daimyo, Daidoji Hida, un chico bastante inquieto y que a menudo causaba disgustos a su padre, pero que en el fondo era generoso y obediente. A pesar de que no le guardo ningún rencor a mi madrasta, porque siempre me trató bien y yo correspondí a su afecto tanto como pude, disgustábame el hecho de que no me permitiera visitar a mis padres en el campo. Ella decía que mi futuro sería esplendido y que debía esforzarme para alcanzarlo porque sólo así podría ayudarlos algún día.
Cuando cumplí 20 años, fue mi gempukku[13]. A largo una década y media me había entrenado en el antiguo arte del combate con katana[14] y había decidido por elección propia seguir la senda del bushido.
No sería un cortesano, sino un guerrero.
Y moriría bajo la bandera de mi señor o la del Emperador.
Moriría para siempre con el último rayo del sol.
Ese día sufrí mi segunda perdida. Me bautizaron con un nuevo nombre, uno propio de mi nuevo clan y linaje: Daidoji Tenkatzu. Desde ese día era ya un hombre libre. Podría visitar a mis padres en la aldea y nadar en el río cristalino de mi niñez. Hida, que también se graduaba del entrenamiento, quería acompañarme. Así que a pesar de las recriminaciones de nuestro sensei, el viejo Aki[15], nos fuimos apenas concluida la ceremonia.
Ese día fue el más feliz de mi vida, después del día en que nació mi pequeña Nara.
La felicidad es la cosa más efímera de todas las humanas.
Dos años más tarde. Una primavera. Mi mundo entró en guerra.
Y yo me día cuenta demasiado tarde.
Yendo a visitar a mis padres, una mañana, después de haber cumplido con mis obligaciones en la casa Daidoji, vi una gran humareda que salía de la aldea. El infierno había prendido en medio de las casas y los esqueletos carbonizados humeaban todavía. Corrí en dirección a mi antiguo hogar y los vi entre las llamas, gritaban sus fantasmas a mi alrededor implorantes, intenté lanzarme para salvarlos o morir con ellos, pero Hida, que me había seguido porque se había enterado de lo ocurrido, me detuvo agarrándome por la espalda.
La guerra ya no fue una cuestión de honor, fue personal para mí.
Esa noche practiqué con mi katana hasta el amanecer.
Y puedo jurar que desde aquel día un resplandor hermoso habitó en ella.
Será por eso que siento que les hablo de alguna manera cuando la tengo entre mis manos.
Y el Shogun creo un reino dentro de un imperio, y el imperio empezó a desmembrarse. El que iba a durar hasta la Eternidad. La familia Daidoji era una de las pocas familias pertenecientes al Gran clan de la Grulla, y por ello seguidora acérrima del Emperador. Yo luché por mi honor y por mi familia, la viva y la del más allá. Pero, aunque no pudimos derrotar a los miembros de los otros clanes, los del Cangrejo, Escorpión, Unicornio; nos aliamos con el resto (Dragón, Fénix y León) y formamos sólidos lazos. Conocí muchos lugares y como mi madrastra me dijera, anduve por maravillosos caminos, inimaginables para un campesino.
Asimismo, vi la miseria humana y tuve miedo, de verdad.
Luego de cinco primaveras y otoños, la guerra terminó oficialmente. No hubo ganador. Aunque siguió siendo un solo imperio, Xigia estaba dividida. El norte era controlado por las huestes del Emperador, el sur, por el Shogun y su propia corte. Y los clanes se dividieron, todas las clases y grupos también.
En el último combate, frente al último enemigo, con su último respiro, mi sensei, el célebre Daidoji Akado murió con la enorme bestia de la guerra. Yo le sujeté la mano y le mostré mi admiración, por última vez.
Durante la guerra, me casé con una shugenja de otro clan, llamada Akane. Con ella, al finalizar las hostilidades tuvimos a Nara, y su padrino fue mi compañero de batalla y entrañable amigo, Hida.
Al comenzar cada ciclo la luna, los cuatro visitábamos la tumba de mis padres junto al río y la tumba del maestro junto a la casa de los Daidoji.
Fue un año completo en la Tierra. Un periodo de dicha infinita.
Lo que no sabía era que la traición se gestaba entre tanta alegría.
A la muerte del sensei, hubo un torneo para elegir a su sucesor como maestro principal del dojo [16]de la familia dado que el no había dejado a uno. Participamos todos, incluso yo que no llevaba la sangre Daidoji; y tras luchar en el último combate contra mi hermano adoptivo, gané demostrando que había perfeccionado el arte de la katana en el estilo de la Escuela de la Grulla.
El iaijutsu definitivo, al que llamé, la Danza de las Cerezos.
Un corte rápido y delicado que no le causa dolor al enemigo pero que puede ser tan profundo como para hacerle perder bastante sangre en poco tiempo.
La muerte dulce de un enemigo ilustre.
Hida nunca me perdonaría eso.
A pesar de que no era un combate a muerte y no quise realizar ninguna acción peligrosa, ambos salimos muy lesionados del enfrentamiento. Luego, ya restablecidos, continuamos con nuestra amistad. Pero algo había cambiado. No éramos esos pequeños que practicaban con espadas de bambú sin hacerse daño. Poco a poco dejamos de vernos tanto.
Igual le presté poca importancia y tomé bajo mi cuidado a una joven aprendiz que quería ser ninja[17], aunque yo no lo era igual le enseñé el manejo apropiado de la katana arte en el que los samurai somos los más capacitados. Luego, viajó a la capital para continuar con su entrenamiento.
Y así paso otro año.
Hasta que un criado fue a mi casa a decirme que el gran Daidoji Daigoro, duodécimo daimyo de la región Noreste, y samurai de la escolta personal del Emperador, había muerto.
Ahí comenzó mi desgracia.
Los funerales del gran señor fueron solemnes y silenciosos.
Nadie derramó una lágrima en la casa Daidoji.
En los pueblos y aldeas cercanas, en cambio, las mujeres no paraban de gemir.
Su sucesor fue su único hijo Daidoji Hidagoro (desde ese momento).
Mi madrastra empezó a sufrir de malos sueños.
Yo creí que era una desgracia como todas, pasajera.
De noche, unas semanas después apareció mi antigua discípula frente a mi puerta. Al parecer había progresado mucho. Estaba vestida de negro y me pidió que guardara silencio. Yo la invité a pasar.
Me contó que había recibido informes en la capital de que el nuevo daimyo de la región Noreste, Hidagoro, planeaba traicionar al Emperador y aliarse al bando del Shogunato. Además tenía intenciones de convencer a su clan para hacer lo mismo. Con ello se rompería el equilibrio de fuerzas que le daba cierta ventaja al Imperio. Como si fuera poco, mi vida corría peligro.
Hidagoro, mi otrora compañero de armas, tenía en mente asesinarme y colocar a otra persona como maestro del dojo familiar, bajo la acusación de traición y asesinato, diciendo que yo había matado su padre y que quería obtener el control de la provincia.
Debía empacar e ir a la capital cuanto antes.
Yo no le creía, y le pedí que se quedará a dormir en mi casa. A la mañana siguiente, fui a la residencia del daimyo. Los guardias me recibieron sin ningún inconveniente. Una vez dentro, las puertas se cerraron detrás de mí. Se me desarmó para ver a Hidagoro como medida de seguridad, yo acepté quitarme la armadura con la marca de la Grulla y la wakizashi[18] pero me quedé con mi katana. Los guardias, para no enojarme, me dejaron avanzar así.
Y lo vi.
No era el mismo.
La luz del día no iluminaba su rostro. Había algo siniestro en él.
Sentado frente a mí, arrodillado frente a él, presentí lo que iba a ocurrir.
Entonces levante la cabeza y lo miré con suma tristeza.
Y me paré para salir corriendo en el mismo momento que su boca soltaba una carcajada histérica. De todos lados salieron guardias y más guardias. Y la sangre chispeó como si hubiese llovido del techo de madera. En el papel de las puertas, se leían los caracteres de la muerte. Mi espada los trazaba por doquier. Y mi cuerpo sufría los cortes del viento, el viento de esas aspas, que cruzaban el aire. Inconsciente, recordé el río cristalino y me hundí de lleno en él.
Tiempo después me contó mi aprendiz lo sucedido. Ella me había salvado cuando estaba empapado en sangre a las puertas de la casa señorial. Había cruzado todos los patios y pasillos de milagro y aunque numerosos, había mellado las fuerzas de Hidagoro. Ella apareció en medio de los guardias que me rodeaban y lanzó una bomba de humo; al disiparse el gas habíamos huido los dos.
Me llevó a una casa cercana perdida en el bosque y curó mis heridas.
Tarde semanas en recobrar la conciencia.
Y un par de meses en recuperarme de mis lesiones.
Quise ver a mi familia. Ella movió la cabeza y miró con pena. Ahora vivían en casa del daimyo y mi esposa era su concubina. Al parecer haría que se divorcié de mí y luego se casaría con ella. Mi aprendiz había logrado verla antes de que fueran a mi casa, y Akane le había dado un collar para mí. Tenía el símbolo del clan del Fénix. Su padre era un hombre influyente en la corte del Emperador y vivía en la capital.
De mi madrastra, la única noticia era que estaba encerrada en la casa señorial y que Hidagoro decía que había perdido el juicio.
Una vez recuperado intente suicidarme cuatro veces.
Cada vez lo impedía mi salvadora.
Me dijo que tenía que ir a la capital y entrevistarme con mi suegro. Así podría conseguir ayuda. Convencido por sus palabras me colgué el collar y decidí realizar el viaje en compañía de la joven ninja.
Pero en el camino, un grupo de bushis[19] del clan del Escorpión nos interceptó; habían sido puestos en la pista por el propio Hidagoro. Al parecer en todo el sur de Xigia era buscado y mi cabeza tenía un precio.
Peleamos contra ellos, pero yo aún estaba muy débil y no tenía mi sólida armadura. Al final uno de ellos lanzó una especie de conjuro que me inmovilizó. Y ante mis propios ojos torturaron a mi aprendiz.
Ella, agonizado, sacó una bomba que tenía escondida y viéndose tan cerca de todos sus verdugos, la hizo estallar. Lo último que dijo fue: Llévate mi arma, sensei y corre…
Es por eso que cargo con una wakizashi que no es mía.
Con una katana que conversa con mis antepasados.
Un collar que me protege del enemigo.
La amistad, el respeto y el amor. Esas son mis armas.
Y un alma que no es más la de un samurai, sino la de un ronin[20].
Yo tenía un nombre, es cierto; pero eso… eso es lo de menos.
[1] Criminal que pertenece a una organización delictiva. Es un profesional del golpe a traición, la extorsión y los negocios turbios.
[2] Granjero entrenado en el manejo de armas, de preferencia la yari (lanza). Usaban una armadura ligera y sabían algunas tácticas militares.
[3] Campesino, siervo.
[4] Cada una de las deidades que bajaron a la tierra expulsadas por su padre Yakomo (Sol). Eran siete.
[5] Combatiente profesional, nacido para ello. Posee un sistema de lealtad y honor que ha influenciado en su vida.
[6] Desenvainado veloz.
[7] Senda ética y moral. Reconoce las Siete Virtudes: Gi, honestidad y justicia; Yu, coraje heroico; Jin, compasión; Rei, educada cortesía; Meyo, honor; Makoto, sinceridad total y Chugo, deber y lealtad.
[8] Señores feudales. Existían varios y gobernaban las provincias, tenían gran independencia y a veces se sublevaban.
[9] “Señor del Cielo”, era el Emperador.
[10] El Sol y la luna, respectivamente.
[11] Especie de amazonas con poderes vinculados a los fuerzas de la naturaleza.
[12] Primer hijo varón.
[13] Ceremonia de iniciación entre los samuráis.
[14] Espada larga y delgada y ligeramente curva con un único filo.
[15] Maestro Daidoji Akado.
[16] Escuela de entrenamiento.
[17] Espía sigiloso y especializado en una gran cantidad de armas. Es un camaleón por excelencia.
[18] Espada parecida a la katana, más corta.
[19] Mercenario, guerrero a sueldo que trabaja para uno de los clanes.
[20] Ex samurai que ha desobedecido alguno de los preceptos del bushido y no tiene ni honor ni fama.
1 comentario:
He llegado a este blog por casualidad. Excelente relato.
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