Una vocación es eufórica porque
nace de la identificación de uno consigo mismo. La otra, en cambio, es
disfórica porque para realizarla plenamente es necesario identificarse con un
ser ajeno. La primera es natural, es placentera y se funda en la capacidad
creadora de los seres humanos. La segunda es adquirida, causa cierto
desasosiego y requiere de una actitud de servicio y entrega hacia los demás y
hacia Dios.
La vocación recibe otras denominaciones
como “llamado” o “deseo de Dios”. En realidad, la vocación no es más que el
nombre secular del Espíritu. La vocación perfecta puede ser esbozada como
aquella relación que desde la
Eternidad de los Tiempos une al Padre con el Hijo. Es el
Conocimiento que Dios tiene de sí mismo a través del ejercicio continuo de la Creación. Por eso, su símbolo
primordial es el Árbol del Saber, el cual era irrigado y germinaba en el
Paraíso Terrenal. Esta vocación es connatural al hombre porque este fue creado a
“imagen y semejanza” de Dios. Dada su condición de creatura, el hombre ha sido
siempre libre de ejercer dicho llamado, con la condición irrestricta de que no
olvide el lugar que ocupa en la relación que establece con su creador.
El otro Espíritu corresponde a
aquel que envió el Padre a los primeros convocados en la Fe. Este llamado reclama
de cada creatura la aceptación de su Ser, de su condición de “sierva”. Es la Gracia la que permite que
dicha aceptación sea más sencilla, aunque no es suficiente, pues el asumir la
“vocación de servicio” solo se da una vez es interiorizada la Voluntad que ha concebido
a los seres humanos. Esta vocación imperfecta al incluir como instrumento
necesario la libre elección del hombre puede -y de hecho lo hace- incurrir en el
error. Gracias a la imperfección humana, él participa de la voluntad divina
mediante su propia voluntad.
Adán y Eva, siendo libres de
pecado, decidieron desconocer la voluntad de la Creación y asumieron su
propia naturaleza partiendo de la apropiación del Espíritu del Conocimiento. La
vocación perfecta los hizo padres del género humano, pero los desterró de la Gracias plena de la que
gozaban en el Paraíso. Como compensación del Saber que adquirieron, limitado
debido a su propia imperfección, perdieron la Vida eterna.
María, como Madre de Dios, a través
de Jesús, y Cristo, Hijo del Padre, Dios en sí mismo, repararon el Pecado del
Hombre. El Dios encarnado aceptó la vocación imperfecta como una forma de
conciliar al Creador y a la
Creatura , cuya falta era, precisamente, producto de una
operación inversa.
Y todo esto debe ser recordado perpetuamente
porque lo hizo el Dios que amaba infinitamente al Hombre y que condenándolo, lo
salvó.
Amén.
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