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jueves, 9 de febrero de 2017

"La La Land": una película nostálgica posmoderna


I

Una de mis películas favoritas es Whiplash (2014), el enfrentamiento entre un joven bateristas y su instructor sádico. Cuando la vi en el cine, la película me pareció perfecta y quería que se llevará el Oscar, en lugar de la grandilocuente Birdman (2014). La razón era sencilla: me complacía intelectualmente. No había ningún elemento dejado al azar y su rigurosidad matemática era notoria en el guión, el montaje, la edición de sonido, la banda sonora y las actuaciones, especialmente, la J. K. Simmons. Luego me enteré de que el director, Damien Chazelle, había hecho otra película antes: Guy and Madelaine on a Park Bench (2009). Por lo que he leído -todavía no la he visto-, se trata de un musical que gira en torno a uno de los temas claves de Chazelle: el jazz. 

El año pasado, Chazelle estrenó su tercer largometraje, La La Land (2016) y, aunque es una de las favoritas para ganar el Oscar (ha roto un récord en los Golden Globes), esta vez, no quiero que se lleve el premio. Este “retorno” de Chazelle al musical está filmado con la misma meticulosidad que su anterior trabajo, es conmovedora y atractiva visualmente, pero cuando salí de la sala, me dejó una sensación incómoda; cuya existencia, incluso, no había podido determinar hasta que vi el siguiente honest movie poster:

 



Por eso, me he sentado a escribir esto, para explicar(me) esa insatisfacción, ese resto como dicen los psicoanalistas que creen en Lacan. Para no quedarme en la simple descripción de mi malestar

II

Para Fredric Jameson, como viejo marxista, los fenómenos culturales guardan una estrecha relación con la lógica del capitalismo. Así, el crítico literario distingue tres fases distintas en el arte de los últimos 150 años: el realismo, el modernismo y el posmodernismo. La primera corresponde a la formación de los mercados nacionales durante la segunda mitad del siglo XIX. La segunda, a la expansión imperialista del capitalismo estadounidense durante los dos primeros tercios del siglo XX. Finalmente, la tercera fase representa la eclosión del capitalismo multinacional y es la que estamos viviendo. 

Si quisiéramos agregar un poco de sutileza conceptual a esta versión tripartita amparada en la dialéctica marxista, podríamos señalar que los tres elementos de la semiótica de Charles S. Pierce, el objeto, el representamen y el interpretante, han obtenido su primacía en cada una de las etapas antes reseñadas. El realismo suponía la transparencia del signo y se amparaba en ella para construir un arte mimético cuya aspiración era acceder al objeto. El modernismo, en cambio, proponía la opacidad del mismo y abogaba por su autorreferencialidad. Por último, el posmodernismo se centra en la recepción -el interpretante- y la importancia del contexto para modificar las relaciones de significado entre objetos y representámenes. 

Esta breve introducción nos permite ubicar con mayor exactitud la aparición de los dos medios de expresión artística que tuvieron mayor relevancia durante el siglo pasado: la fotografía y el cine (y su hija putativa: la televisión, aunque esta última solo desplegó todo su poder durante la “espectacular” fase posmodernista). Ambos complementaron y, luego, destronaron al canal de comunicación decimonónico por antonomasia: la prensa. Sin embargo, nacieron en épocas distintas. La fotografía se consolidó durante el auge del realismo y, no en vano, le ha sido difícil escapar de cierto peso referencial. Por otro lado, el cine es un producto de la era modernista y, ya desde sus inicios con los hermanos Lumière se puede hablar de dos vertientes: la documental y la ficcional. 

Clement Greenberg, en su caracterización del arte moderno, señalaba que el logro más importante de este periodo era la búsqueda emprendida por cada especialidad artística de su propio lenguaje. (Por ejemplo, en el caso de la pintura, su especificidad consistía en la “planitud” y, por ende, en la abstracción no ilusionista que abandona la perspectiva y la figuración). De seguir sus mismos parámetros, habría que preguntarnos si el cine ha encontrado su propio lenguaje. Creo que la respuesta es afirmativa y se encuentra en dos elementos: un lugar y un mecanismo. 

El primero corresponde a la fase anterior, la del realismo, y fue incorporado al cine gracias a un género creado por este mismo medio: el western. Se trata del Mundo. Mientras que los experimentos de Georges Meliès fueron todavía teatro filmado, las películas de vaqueros sacaron a la cámara del estudio y le mostraran cuál sería su campo de acción: el espacio infinito del horizonte recortado por el encuadre. El segundo elemento es el montaje, llevado a sus límites últimos por los artistas soviéticos antes del ascenso de Stalin. Creo que este montaje, que no es solo de imágenes, como se suele creer, sino también de sonidos, es lo que hace del cine un lenguaje específico. La potencia de este mecanismo es su capacidad para crear metáforas visuales y sonoras que disminuyen la necesidad de otros lenguajes, como el arquitectónico para la creación de espacios o el gestual-corporal para la transmisión de sentimientos. Es con este segundo elemento que aparece otro género específico del cine: el musical. 

El musical, a diferencia del western, desde un inicio fue autorreferencial. Mientras el western seguía amparado en la estética mimética del realismo decimonónico, el musical era a todas luces ficcional. Desde la primera toma, representa un mundo poco plausible (aunque posible, para usar las distinciones aristotélicas) en el que las personas cantan y bailan de vez en cuando. Este universo solo puede ser construido gracias al montaje. El hecho de que al ver una película de este tipo nos parezca que estamos ante una obra totalmente “escapista” se debe a que, como Greenberg defendía respecto a la abstracción estadounidense, este género encarna la total autonomía del cine y su formulación canónica corresponde a la etapa de la expansión del capitalismo imperialista, que construyó, en los años 30, 40 y 50 del siglo pasado, una visión arcádica de su american way of life

III

Aunque el posmodernismo artístico ha producido también su propio cine, también ha reciclado estos géneros modernistas. No obstante, por su naturaleza, le han ofrecido cada uno resistencias dispares. Por un lado, ante el western, el cine posmoderno no puede aplicar con satisfacción su tónica, esbozada por Jameson como “nostálgica”. Todo western parece un documento histórico y, por lo tanto, actual. Así, cuando ha sido asumido por directores como Quentin Tarantino (Django Unchained, 2012 y The Hateful Eight, 2015) se ha convertido en un potente catalizador de problemas del presente. En cambio, el musical suele ser, salvo honrosas excepciones (West Side Story, 1961, de Robert Wise), para usar un concepto de la arquitectura, más “historicista”. Así, para Jameson, la “película nostálgica” posmoderna es una no tan

[…] nueva e hipnótica moda estética [que] nace como síntoma sofisticado de la liquidación de la historicidad, la pérdida de nuestra posibilidad vital de experimentar la historia de un modo activo: no podemos decir que produzca esta extraña ocultación del presente debido a su propio poder formal, sino únicamente para demostrar, a través de sus contradicciones internas, la totalidad de la situación en la que somos cada vez menos capaces de modelar representaciones de nuestra propia experiencia presente.

Creo reconocer en esta explicación una causa parcial de mi malestar: esa apropiación posmoderna del pasado a través de la referencia, no ya a sí misma, al mundo formal de la ficción, sino a un cúmulo de películas previas de la era dorada del modernismo, como muchos no se han cansado de notar:

La La Land - Movie References from Sara Preciado on Vimeo.

Sin embargo, en sí misma, la intertextualidad no es mala y no hay obra que no sea el eco de otra en parte. El problema con La La Land es que la utiliza de tal manera que parece anular nuestra capacidad interpretativa, descontextualizar todos los fenómenos, lo que nos impide pensar en cuál es el objeto de esta cadena de significantes, de representaciones; cuál es su dirección, su sentido. Ya no se trata de un universo cerrado, autorreferencial; ni tampoco de uno directamente referencial, mimético; se trata de un espejismo, uno que nos priva de “nuestras propia experiencia presente” y nos duerme con un dulce sueño, en el que no existen ni Donald Trump ni Nigel Farage. 

Mientras tanto, el mundo gira hacia una forma peligrosa de tardomodernismo: populista, conservador y xenófobo.

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