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lunes, 27 de abril de 2015

La pornografía como posibilidad esencial del cine: Nymphomaniac (vol. I)

 

Una cuestión subsidiaria consiste en preguntarse
si la pornográfica, el X, puede transformase en un
género. Convengamos en denominar 'género' a lo
que ha dado emprendimientos artísticos. Si no,
hablaremos de especialidad. ¿La pornografía es
necesariamente una especialidad, y no un género?
Y entonces, ¿por qué? Es una pregunta muy interesante
en lo que concierne a la esencia misma del cine
confrontado con la visibilidad íntegra de lo sexual.
 
Alain Badiou

Le debo a la casualidad la aparición de cada una de las siguientes palabras.

Las casualidades, como sabemos, gobiernan nuestras vidas; pero nosotros convertimos una serie de hechos sucesivos en una cadena engarzada de causas y efectos que le otorgan aquel sentido, que tanto anhelamos, para ellas. Sin embargo, dicho constructo es más fruto de nuestra imaginación y no puede ser comprobado empíricamente. Entonces, si siempre operamos de esta manera, por qué emergen, notoriamente, algunos eventos que denominamos, sin reparar demasiado en ello, como azarosos. Badiou (n. 1937), a quien ya he comentado antes, esclarece esto apelando a una explicación sencilla: el azar es fruto del encuentro de dos series causales independientes. Pero la definición esconde algo más que una gran capacidad para las formulaciones efectivas. Dicha formulación oculta una verdad.

Para comprobarlo debo mostrar un ejemplo: la existencia de este escueto artículo. Pretendo aplicar algunas ideas de Badiou sobre el cine a una película en particular. Dicho de esta forma, la magia pierde su encanto. Pero no deja de evidenciar un encuentro, un cruce de caminos inaudito e impensable para mí hasta hace un par de días. Las aparentes series causales que se han cerrado el paso son dos: mi interés por la relación entre la filosofía y el teatro, y cierta nostalgia del pasado debida al estreno de una cinta incompleta. Con respecto a la primera, es fácil suponer que todo lo que no sea la crítica baladí de las revistas y los blogs, tan de moda últimamente, llama mi atención. Creo que nadie quiere leer libros, por eso se escriben cosas que no abandonan el comentario descriptivo y el sentido común. Yo rondo las bibliotecas buscando ese pedazo de tierra, limitado y apacible, casi fantástico, que es un libro de reflexión teórica. Por el lado de la nostalgia, el cine es siempre eso. Pienso en mi formación como espectador con alegría y tristeza. Así, cuando encontré Imágenes y palabras. Escritos sobre cine y teatro (2005) de Alain Badiou, supe que debía leerlo y que algo emergería de todo ello.

Como es de suponer, el libro reúne una serie de artículos sobre esos dos emprendimientos artísticos del hombre. Pero, para que puedan ser catalogados de dicha manera, deben estar vinculado con el develamiento de una Verdad. Para Badiou, el cine es “el pasaje de visitación de la Idea”, a través del cual uno vislumbra apenas su fantasma. El teatro, en cambio, es el “espacio de encuentro con la Idea”, el país de la infancia de la humanidad. A partir de aquí me centraré en ese pasaje, no en el espacio.

Badiou define al cine, operación sustractiva por antonomasia, con un triple y falso movimiento. En primer lugar, se trata de un apócrifo movimiento global. El montaje pone en conexión espacios disímiles, más que tiempos sucesivos. No hay desplazamiento, solo corte y sugestión. En segundo lugar, el cine -“la menos mimética de las artes”- comprende un falso movimiento local. El encuadre deja de lado el exterior de la escena, la cual queda supeditada a la fuerza de la imaginación y del pensamiento. El espectador completa el cuadro y desborda los márgenes estrechos de la imagen. Por último, el cine es un nulo movimiento impuro, pues las artes están cerradas, y el cine pretende unificarlas, pasar de una a otra, recorrerlas por completo, objetivarlas -como la novela hace con los demás géneros literarios, según Bajtín- como cita. Sin embargo, su empresa apenas desborda las fronteras.

El filósofo de origen marroquí se pregunta de cuántas formas se puede hablar de un filme. A la primera forma la llama juicio indistinto, el cual es motivado por la inercia de la conversación y que se circunscribe al gusto personal. Un segundo nivel en la aproximación a una película lo constituye el juicio diacrítico. Este es un comentario estilístico, es decir, identifica una serie de valores técnicos gobernados por una consciencia autorial, lo que salva del olvido el nombre de los directores (como el juicio indistinto lo hace con el de los actores); pero no atrapa el centro de la experiencia cinematográfica. Finalmente, Badiou señala una tercera forma de hablar de un filme: el juicio axiomático. “Hablar de un filme es siempre hablar de una reminiscencia […] Sobre este punto trata todo filme verdadero -idea por idea-, sobre los vínculos entre lo impuro, el movimiento y el reposo, el olvido y la reminiscencia. No tanto sobre lo que sabemos sino sobre lo que podemos saber. Hablar de un filme es hablar menos de los recursos del pensamiento que de sus posibles, una vez que sus recursos, a la manera de las otras artes, están asegurados. Indicar lo que podría haber allí además de lo que hay”. Mi aproximación pretender ser de este tipo.

Pero, ¿qué filme?

La última película del danés Lars von Trier (n. 1956) cierra su Trilogía de la Depresión. Está incluye los títulos Anticristo (2009), Melancolía (2011) y Ninfomaníaca (2013). En las tres ha participado su nuevo fetiche actoral, la francesa Charlotte Gainsbourg (n. 1971), quien obtuvo el Premio a la mejor actriz en el Festival Cannes por la primera del ciclo; así como lo hizo Kirsten Dust por la segunda. Mi comentario se centrará en la tercera película de la trilogía, específicamente, en la primera parte de Ninfomaníaca, única que ha sido estrenada en nuestro medio, dada la extensión del filme.

Lo primero que llama la atención de esta película es su desmesura. La versión completa dura más de cuatro horas. Von Trier construye un filme episódico que podría extenderse hasta el infinito, como una novela griega, de no ser por el estrecho marco al que está circunscrita: una conversación. A lo largo de ella, se hace un recuento de las peripecias de la protagonista, Joe, una mujer que descubre desde muy joven su sexualidad y se somete a su imperio. En la primera parte se suceden 5 episodios (“El pescador completo”, “Jerome”, “La señora H”, “Delirio” y “La pequeña escuela del órgano”) y en la segunda -que todavía no he visto- 3 más (“La iglesia occidental y oriental/El pato mudo”, “El espejo” y “La pistola”).

El movimiento de la película es tres veces falso. Aunque su tema parece ser la biografía sexual de la protagonista, en realidad, nos enfrentamos al discurso de una convaleciente postrada en una cama que recuerda, como Proust, un tiempo tortuoso que ha quedado atrás. Por eso, el tema verdadero es la confesión cristiana. En ese sentido, es una obra sacramental. Seligman, el hombre mayor (interpretado por un eficiente Stellan Skarsgård) cuyo pasado queda oculto como el cuadro escondido tras un mueble de su estrecho departamento, encuentra a Joe desmayada en medio de un callejón, una tarde de lluvia, para mostrarle que “pecar” no es tan grave como ella piensa. Las gotas que escurre por las paredes de ladrillo, el plano en el que la cámara parece hundirse en un foso negro, las canaletas por las que corre el agua, todo contribuye a inventar, desde el inicio, esa falsa sensación de movimiento global que no existe. El montaje es perfecto. Las comparaciones verbales de Seligman son acompañadas por imágenes y sonidos que nos hacen saltar de un pensamiento a otro; de una plano, el biográfico de Joe, a otro, el filosófico (ética), técnico (pesca) o artístico (música clásica) con el que el confesor disminuye la violencia de la experiencia, la coloca en perspectiva, la torna natural en el concierto de las fuerzas que mueven al mundo. Porque, para Seligman, no hay nada más trivial que la sexualidad.

Las imágenes también crean una impureza, la de la conjunción de las artes. Tal vez sea la secuencia de “La pequeña escuela del órgano” la que mejor ejemplifique esto. En ella, la joven Joe (la bella Stacy Martin) tiene una relación paralela con tres amantes, la que es puesta en escena bajo la estructura musical del contrapunto de Bach: un bajo continuo, una línea melódica, y una línea de armonías y disonancias. La pantalla se divide en tres (como lo hiciera Abel Gance en su también monumental Napoleón) y se apela a la repetición y la simultaneidad. Se trata del punto más alto de la película después de la secuencia paródica sobre la histeria femenina en la que se luce Uma Thurman (“La señora H”) o el melodrama poco logrado de la muerte del padre (“Delirio”).

Al mismo tiempo, la obra es una investigación de eso que Badiou llama “la captura cinematográfica de los sexos”. En uno de los artículos del libro al que he hecho referencia, Badiou comenta una película de Antonioni, Identificación de una mujer (1982), para lo que escribe: “desde hace mucho tiempo, bajo las más duras censuras, el cine hizo saber que podía capturar y trasmitir el acto sexual, que solo él podía hacerlo verdaderamente, y que le bastaba mostrar -lo que se llama mostrar- un tobillo, un escote, una media negra o un símbolo para que todos temblaran voluptuosamente frente a la idea de que todo es visible y de que no existe, para el cine, ninguna intimidad que no pueda forzarse y exponerse. Desde este punto de vista, como se ha destacado tantas veces, lo que es pornográfico es el cine en su esencia, o más bien en su posibilidad esencial”. Cuando leí esto comprendí porque no puede objetársele ninguna condena moral a la película de Von Trier. Su empresa ha consistido en revelar la naturaleza misma del formato. Ir al cine es como espiar por la cerradura de la puerta de un hotel. Es como estar agazapado en la oscuridad, mientras se observa a través de la ventana al desconocido que se desviste sin cerrar las cortinas. Por ello, tal vez lo único que distancie al cine de la pornografía sea que, como pasaje de una Idea, es una interrogante, no un comercio.

Badiou delimita un tipo de películas cuyo planteamiento puede ser denominado como clásico y que consisten en la identificación de una mujer. No obstante, indica una paradoja del cine contemporáneo que pretende desarrollar este eje narrativo: el acto sexual es el lugar de mayor opacidad para dicha identificación. El filósofo discierne tres tipos de captura usuales condenados al fracaso: i) el anudamiento ciego de los sujetos amorosos; ii) la sustitución del deseo por el goce a partir de la visibilización de un sujeto hedonista; y iii) la estetización explícita en la que el desnudo está al servicio de la imagen y el movimiento. Von Trier, al igual que Antonioni, recurre a estos tres tipos de captación en diversas secuencias de la película sin penetrar completamente en ese misterio que es Joe. “El desnudamiento de una mujer es ajeno a su identificación”, dice Badiou; porque “la sexualidad no disipa nunca el enigma de lo sexual”. La intimidad, la vida privada de Joe, que es mostrada “impúdicamente” ante nosotros, no hace más que entorpecer nuestro registro de ella, de lo que es, de la Idea que hay detrás. Para Badiou, “se cree que una mujer es un enigma mientras se cree que de lo que se trata es de conocerla. Pero en realidad se trata de decidirla”.  Así, la indecisión, la deriva infinita de Seligman que usa la experiencia de la ninfómana para sus continuas referencias intertextuales, origina la desaparición de la mujer. Como Antonioni, el estilo de Lars Von Trier también construye una narración ornamentada que busca ocultar esa desaparición.

Técnicamente, Von Trier utiliza tres agenciamientos. El primero es la visibilización del enigma mediante la mirada lejana, procedimiento en el que descuella Seligman quien relativiza constantemente las valoraciones de Joe sobre su propia vida. Al protagonista masculino, el enigma le conviene porque es un objeto del orden del conocimiento, mientras que de lo que se trata es de tomar una decisión. Si Seligman quisiera conocer realmente a Joe, no escucharía su confesión, la enjuiciaría; pero él, en el fondo, no quiere saber nada de ese acto real. El segundo recurso es la diseminación del proceso de identificación en un espacio nulo o vacío, reversible, en el que todo es equivalente y nada significa por sí mismo. Este mecanismo es empleado por el director, como ya lo vimos, en el montaje del filme. Un tercer tipo de procedimiento se encuentra en la disposición de un espacio cerrado y reducido para el momento del no-actuar. Toda la película tiene como marco este escenario. No en vano uno de los símbolos que aparece constantemente en los afiches publicitarios de la cinta son los paréntesis, el vacío ( ).

La esencia de la mujer, en esta fórmula canónica de hacer cine, parece ser la de huir. Huye para dejarle un espacio de decisión al hombre. Si ella se va, él tendrá que decidir si la busca o no. Con cada cuento moral, Joe se desvanece ante Seligman, y él no hace nada para evitarlo. Está cerrado en el puro no actuar. Pretende preservar el misterio porque complace a su intelecto. Desde el punto de vista de la polaridad masculina, identificar es conocer; desde el de la polaridad femenina, “toda la cuestión consiste en que el amor se decida explícitamente”. Sin embargo, con el acto se disiparía el encanto que produce la agitada historia de ese cuerpo sobre el espectador y, por lo tanto, el interés narrativo del filme.

Lars Von Trier es, desde esta perspectiva, un autor clásico. Su historia es una fábula sobre la identificación de la mujer, “en la medida en la que esa identificación, por ser imposible para un hombre, sigue siendo uno de esos escasos reales que, todavía hoy, se le proponen”. Su obra es más la historia de un ocultamiento y, por lo tanto, pornográficamente artística. No hay nada de inmoral en ella, pero sí de poco ético. Al menos, esa es la impresión que tengo después de haberme asomado, casualmente, a espiar.

P.D.: Me he enterado que estrenarán la segunda parte el 18 de mayo. Espero comprobar que tan equivocado me encontraba.