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miércoles, 16 de abril de 2014

La chica que vendía galletas (Parte I de III)


No todos los amores efímeros son de mentira.
Hay amores fugaces que son de verdad.
Mariana de Althaus

Se suponía que tenía que acostarse temprano. Pero no podía decirle que no. Dejó su maletín encima del escritorio, se desabotonó la camisa con calma y pensó en por qué seguía con todo eso.

Después de tomar una ducha, se acercó al espejo empañado y dibujó con el dedo una sonrisa sobre el reflejo de su rostro. Decidió afeitarse la barba. Sin ella se vería menos desanimado, se dijo. Un par de ladridos del otro lado de la puerta lo hicieron volver del adormecimiento en el que había caído. Sangraba de la mejilla derecha. Es mejor dejarlo para después. Limpió la herida con algo de agua y buscó una aspirina en el botiquín. Salió del baño y recibió la mirada compasiva de su perro. Se vistió con lo primero que encontró en el cajón de la cómoda.

No tenía que impresionar a nadie. 

Cogió la billetera y salió de su habitación. Antes de dejar a Freak encerrado, miró el mapa que estaba colgado de la pared del fondo. Roma decimonónica. ¿Cuánta gente se había aburrido antes que él? “El mal de siglo”, el hastío. Bajó las gradas sin darse cuenta y abrió el portón de la sala con un gesto ambiguo, entre temeroso y cansado. El sueño no quería abandonarlo. Tampoco las náuseas. Creyó que se desmayaría en medio de la cochera. Fue un milagro que cruzara el umbral de su casa. El aire caliente de inicios de verano no hizo más que desanimarlo.

Afuera era de noche. Tomó un taxi y miró por la ventana durante todo el recorrido. La Vía Expresa le parecía inusualmente larga, con sus paredes altas y sus puentes feos. Se dio cuenta de que no había cargado efectivo, así que le pidió al chofer que parara en un grifo del Centro. El tipo lanzó una interjección y subió el volumen de la radio. Sonaba música cristiana. El alma busca a Dios como la amada al amado. Diez veces. Cuando sacó el dinero del cajero le pagó al taxista por la ventanilla y no volvió a subir al carro. Estaba a unas cuantas cuadras. Era mejor apurar el paso.

Mierda, caca de perro. Se sintió redundante. Arrastró la pierna izquierda para quitarse esa goma fétida del zapato. En la esquina de Paseo Colón con Wilson, un sujeto sospechoso se le aproximó. Quería ofrecerle su ayuda. No, gracias. Por un instante, tuvo ganas de tirarle un puñetazo. No era un pobre lisiado. Su cuerpo había despertado. Demasiado. Una punzada en el pecho le recordó su taquicardia. Los ojos se le humedecieron y su saliva se tornó espesa. Escupió. Estaba a la altura del taxista. Para completar el ritual de su transformación no hacía falta más que se bajara el cierre del pantalón y orinara de espaldas al tráfico de Lima. Lamentablemente, no podía pisar más hondo. Nunca había aprendido a levantar una puta.

(Tal vez había sentido todo lo que tenía que sentir. Tal vez estaba agotado. Literalmente. Y el único sentimiento del que custodiaba una celosa reserva era la vergüenza. ¿Cuál es la diferencia entre la vergüenza y el pudor? Tenía la intuición de que se es pudoroso mientras no se ha cometido ningún acto considerado reprobable en los demás. La vergüenza, en cambio, es hija de la repetición, de la rutina, y termina por domesticarnos. Debido a esto es posible que, un día cualquiera, uno se descubra diciendo: Vivo avergonzado).

Cuando llegó a la Feria se percató de que estaba sudando. Limpió las resinas empañadas de sus lentes con el borde del polo. Tomó aire pero el ruido de adentro no lo dejó tranquilizarse. Miró su muñeca. Era sospechosamente temprano. Algo andaba mal. Buscó el stand donde estaría esperándolo Cata. No tardó en encontrarlo. Hola, Cata, dijo sin sacar las manos de los bolsillos. Hey, hola… Uy, límpiate rápido, estás sangrando.

Fue corriendo a buscar los servicios que estaban del otro lado del museo. Felizmente, no había nadie. Se observó desde el espejo. El corte era sutil pero profundo. Por eso no había cerrado. Quitó la costra de sangre seca que parecía una lágrima y frotó despacio su mejilla. Le gustó. Después de hacerlo durante unos cinco minutos, estaba calmado. Se dirigió otra vez hacia el stand. En el trayecto compró algunos libros y un disco que unos amigos del trabajo le habían recomendado. También se topó con tres o cuatro conocidos de la universidad, los saludó, le preguntaron cosas intrascendentes y se despidieron al notar su falta de interés en mantener el contacto. Cuando volvió a mirar su reloj, notó que había pasado bastante tiempo. Miró el celular y tenía varias llamadas perdidas. En paz, decidió que no le hablaría hasta estar sentado.

Y pasó. La vio al lado de Cata, sobre el blanco sucio de una tela, ocupando su lugar.

Cata discutía con alguien sobre la decadencia moral del Perú. Suerte con eso, quiso decirle pero la garganta se le hizo un nudo. La chica del fondo hojeaba una revista con evidente apatía. Fue simultáneo. Que ella levantara la cara y él soltara la bolsa con lo que había comprado. Fue simultáneo. La punzada le colocó una mueca de dolor que no pudo disimular. Ella le respondió con la primera de muchas sonrisas macabras. Había estado a punto de partirle el corazón.


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