No todos los amores efímeros son de mentira.
Hay
amores fugaces que son de verdad.
Mariana de Althaus
Se suponía que tenía que
acostarse temprano. Pero no podía decirle que no. Dejó su maletín encima del
escritorio, se desabotonó la camisa con calma y pensó en por qué seguía con
todo eso.
Después de tomar una ducha, se
acercó al espejo empañado y dibujó con el dedo una sonrisa sobre el reflejo de
su rostro. Decidió afeitarse la barba. Sin ella se vería menos desanimado, se
dijo. Un par de ladridos del otro lado de la puerta lo hicieron volver del
adormecimiento en el que había caído. Sangraba de la mejilla derecha. Es mejor
dejarlo para después. Limpió la herida con algo de agua y buscó una aspirina en
el botiquín. Salió del baño y recibió la mirada compasiva de su perro. Se
vistió con lo primero que encontró en el cajón de la cómoda.
No tenía que impresionar a
nadie.
Cogió la billetera y salió de
su habitación. Antes de dejar a Freak encerrado, miró el mapa que estaba
colgado de la pared del fondo. Roma decimonónica. ¿Cuánta gente se había
aburrido antes que él? “El mal de siglo”, el hastío. Bajó las gradas
sin darse cuenta y abrió el portón de la sala con un gesto ambiguo, entre
temeroso y cansado. El sueño no quería abandonarlo. Tampoco las náuseas. Creyó
que se desmayaría en medio de la cochera. Fue un milagro que cruzara el umbral
de su casa. El aire caliente de inicios de verano no hizo más que desanimarlo.
Afuera era de noche. Tomó un
taxi y miró por la ventana durante todo el recorrido. La Vía Expresa le parecía
inusualmente larga, con sus paredes altas y sus puentes feos. Se dio cuenta de
que no había cargado efectivo, así que le pidió al chofer que parara en un
grifo del Centro. El tipo lanzó una interjección y subió el volumen de la
radio. Sonaba música cristiana. El alma busca a Dios como la amada al amado.
Diez veces. Cuando sacó el dinero del cajero le pagó al taxista por la
ventanilla y no volvió a subir al carro. Estaba a unas cuantas cuadras. Era
mejor apurar el paso.
Mierda, caca de perro. Se
sintió redundante. Arrastró la pierna izquierda para quitarse esa goma fétida
del zapato. En la esquina de Paseo Colón con Wilson, un sujeto sospechoso se le
aproximó. Quería ofrecerle su ayuda. No, gracias. Por un instante, tuvo ganas
de tirarle un puñetazo. No era un pobre lisiado. Su cuerpo había despertado. Demasiado.
Una punzada en el pecho le recordó su taquicardia. Los ojos se le humedecieron
y su saliva se tornó espesa. Escupió. Estaba a la altura del taxista. Para
completar el ritual de su transformación no hacía falta más que se bajara el
cierre del pantalón y orinara de espaldas al tráfico de Lima. Lamentablemente,
no podía pisar más hondo. Nunca había aprendido a levantar una puta.
(Tal vez había sentido todo lo
que tenía que sentir. Tal vez estaba agotado. Literalmente. Y el único
sentimiento del que custodiaba una celosa reserva era la vergüenza. ¿Cuál es la
diferencia entre la vergüenza y el pudor? Tenía la intuición de que se es
pudoroso mientras no se ha cometido ningún acto considerado reprobable en los
demás. La vergüenza, en cambio, es hija de la repetición, de la rutina, y
termina por domesticarnos. Debido a esto es posible que, un día cualquiera, uno
se descubra diciendo: Vivo avergonzado).
Cuando llegó a la Feria se
percató de que estaba sudando. Limpió las resinas empañadas de sus lentes con
el borde del polo. Tomó aire pero el ruido de adentro no lo dejó
tranquilizarse. Miró su muñeca. Era sospechosamente temprano. Algo andaba mal.
Buscó el stand donde estaría esperándolo Cata. No tardó en encontrarlo. Hola,
Cata, dijo sin sacar las manos de los bolsillos. Hey, hola… Uy, límpiate
rápido, estás sangrando.
Fue corriendo a buscar los
servicios que estaban del otro lado del museo. Felizmente, no había nadie. Se
observó desde el espejo. El corte era sutil pero profundo. Por eso no había
cerrado. Quitó la costra de sangre seca que parecía una lágrima y frotó
despacio su mejilla. Le gustó. Después de hacerlo durante unos cinco minutos,
estaba calmado. Se dirigió otra vez hacia el stand. En el trayecto compró
algunos libros y un disco que unos amigos del trabajo le habían recomendado.
También se topó con tres o cuatro conocidos de la universidad, los saludó, le
preguntaron cosas intrascendentes y se despidieron al notar su falta de interés
en mantener el contacto. Cuando volvió a mirar su reloj, notó que había pasado
bastante tiempo. Miró el celular y tenía varias llamadas perdidas. En paz,
decidió que no le hablaría hasta estar sentado.
Y pasó. La vio al lado de
Cata, sobre el blanco sucio de una tela, ocupando su lugar.
Cata discutía con alguien
sobre la decadencia moral del Perú. Suerte con eso, quiso decirle pero la
garganta se le hizo un nudo. La chica del fondo hojeaba una revista con
evidente apatía. Fue simultáneo. Que ella levantara la cara y él soltara la
bolsa con lo que había comprado. Fue simultáneo. La punzada le colocó una mueca
de dolor que no pudo disimular. Ella le respondió con la primera de muchas
sonrisas macabras. Había estado a punto de partirle el corazón.
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