El Trípode de Helena es un blog personal. En la parte superior de la columna izquierda, verán mi retrato y debajo una breve biodata. A continuación, están organizadas las entradas según los temas recurrentes y según la fecha en la que fueron publicadas. Si a alguno de ustedes le intriga el título del blog, de click aquí. Si están interesados en descubrir más acerca de la imagén del encabezado, entren aquí.

viernes, 4 de octubre de 2013

Géneros literarios

Alfan alfiles a adherirse…

La conocí en un congreso de literatura que organizaba la Católica el año pasado.

Recuerdo que me había encontrado con mi viejo amigo, Juji, a quien no veía desde las reuniones en la casa de Diego. (Era la época en la que jugábamos Risk mientras cantábamos canciones de Drexler). Compartíamos una mesa en la tarde del último día del Coloquio. Nuestras ponencias giraban en torno a la poesía de Vallejo. Ambos éramos demasiado pretenciosos y eso era algo que nos quedaba bien. Marco, el verdadero nombre de Juji, estaba presentando el avance de su tesis, algo relacionado con el ultraísmo en el autor de Los heraldos negros. Yo ya había escuchado esa idea antes en el artículo de un crítico italiano. Pero me gustó oír repetir a Juji esos argumentos con la misma fragilidad en la voz con la que se declaraba derrotado en una partida. El efecto que me producía era similar: la pena.

Yo hablaba sobre la rítmica en Trilce.

Comencé diciendo algo así como que «para destruir algo tienes que conocerlo bien» y saqué a colación la tesina que escribió Vallejo para obtener su título de bachiller en Trujillo. Algo sobre el romanticismo en la poesía castellana. O española, da igual. Por ser el invitado sanmarquino, al menos eso quise creer, fui colocado al centro. A mis costados estaban los dueños de casa y, como los tipos esos del Calvario, cada uno me había robado algo: Juji, el tiempo; Alejandra, la concentración.

Cuando acabé de leer, ella me felicitó.

Esa misma noche la busqué en el Facebook y le envié una solicitud. Tenía el apellido de un dramaturgo barroco que había escrito una pieza que sabía de memoria. (Desde tercero de secundaria). Estaba enganchado. Un par de días después aceptó mi invitación de amistad y durante los siguientes tres meses hablamos esporádicamente de literatura colonial. A ella le encantaban los sermones de Juan Espinosa Medrano.

Llegaron las fiestas de fin de año, Ale se fue de vacaciones a Tacna y yo me quedé colgado porque la chica con la que salía me abandonó a las pocas semanas, a mediados de enero. Inestable, me fui de viaje un par de veces y volví a masturbarme. Cerca de Semana Santa, tropecé con alguien a quien no veía desde el colegio. (La chica que había hecho de Rosaura, claro). Pensé que sería un “amor de verano”; sin embargo, cedí y estaba en medio de un nuevo melodrama. Y así llegó abril.

Abril siempre ha sido mi mes favorito del año.

Una noche me enteré de que estaba en Lima y la invité a tomar un “par de chelas” a Miraflores. Ella aceptó. Me dio su número y quedamos en ir a Berlín un viernes. Nos encontramos en el MacDonalds del óvalo. Hacía calor. Era más alta y más delgada que yo. Y tenía una sonrisa peculiar. Caminamos. Me gustaba como flotaba su camisa de jean a cada paso que daba a mi lado. Cruzamos imprudentemente una pista. Llegamos a un bar y pedimos un piqueo y varias Pilsen.

Ale jugaba con las etiquetas mientras declaraba que odiaba a la gente. Le respondí que no era necesario que habláramos, que podíamos hacer gestos. «Ten cuidado, no suelo ser muy expresiva», respondió. Y puso la misma expresión pueril que Topollillo.

Tres horas después íbamos rumbo a su departamento.

Al bajar de la couster, me di cuenta de que había caminado cientos de veces por ahí. Ale entró primero al edificio, saludó al portero y me hizo pasar rápidamente. En el ascensor me contó que su hermano, el dueño del depa, se había ido fuera del país. No entendí si temporal o definitivamente. Tampoco insistí en el asunto. Sus padres seguían en el sur. Entramos por la cocina y nos sentamos alrededor de una mesa circular. Se parecía mucho a la cocina de mi abuela. Me inspiraba ese mismo aire de recato y crueldad. Ale sacó una botella de un vidrio bastante grueso que contenía una sustancia espesa y carmesí.

Era un Fernet.

Nunca en mi vida había probado ese trago. La boca se me llenó de saliva y los ojos, estoy seguro, debieron haberme chispeado groseramente. La anfitriona se percató en el acto y me sirvió de ese licor en una copita cuya confección se tornó para mí superior a las elaboradas con el cristal de Bohemia. Repetí varias veces hasta que mis codos se deslizaron libremente por la superficie blanca y circular. Uno de ellos se desbarrancó y me caí del banco de madera. Ale me llevo a la sala. Decidí respirar algo de aire. En el balcón, mirando desde el sexto piso el tráfico de la avenida Arequipa, perdí el conocimiento.

De las siguientes horas solo me quedan impresiones vagas.

Mis piernas columpiándose temerariamente en el vacío.

Un cuello blanco y una mano conteniendo mis muslos.

Los gritos del portero.

Las luces de algún vehículo del serenazgo de San Isidro.

El cruce del Sanjón con la Bajada de Playas en Barranco.

Un amanecer.

El parque.

Mi cama.

Cuando desperté me di cuenta que estaba completo. Había perdido mi tarjeta y la resina derecha de mis anteojos tenía un par de rasguños. Era lo de menos. Sabía que eran las consecuencias naturales de haber sido, por una noche, un completo imbécil.

La mala noticia: me dolía un poco la cabeza y la rodilla izquierda. La buena: el perfume de Ale estaba impregnado en mi ropa.

Durante los siguientes días traté de llamarla. Nunca me contestó. Le escribí unos cuantos inbox. Los leía pero no decía nada. Hasta que una semana después de ocurridos estos acontecimientos, escribió en su muro:
Las mujeres feas necesitan del alcohol para tirarse a alguien.

Estuve a punto de hacer un pequeño escándalo por internet. Me controlé y lo dejé pasar. Le escribí un mensaje a mi flaca y tuvimos sexo en la madrugada. Cada vez que yo frotaba su clítoris recordaba lo que más me había jodido de todo lo anterior: no era el hecho de que me hubiese acusado de aprovecharme de ella; sino el de que no se había dado cuenta de quién era yo. (Quien era en verdad). Su error no era ético sino cognitivo.


Y Dios sabe que yo puedo perdonar a las mojigatas, pero a las estúpidas no.

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