Alfan alfiles a
adherirse…
La
conocí en un congreso de literatura que organizaba la Católica el año pasado.
Recuerdo
que me había encontrado con mi viejo amigo, Juji, a quien no veía desde las
reuniones en la casa de Diego. (Era la época en la que jugábamos Risk mientras
cantábamos canciones de Drexler). Compartíamos una mesa en la tarde del último
día del Coloquio. Nuestras ponencias giraban en torno a la poesía de Vallejo.
Ambos éramos demasiado pretenciosos y eso era algo que nos quedaba bien. Marco,
el verdadero nombre de Juji, estaba presentando el avance de su tesis, algo
relacionado con el ultraísmo en el autor de Los
heraldos negros. Yo ya había escuchado esa idea antes en el artículo de un
crítico italiano. Pero me gustó oír repetir a Juji esos argumentos con la misma
fragilidad en la voz con la que se declaraba derrotado en una partida. El
efecto que me producía era similar: la pena.
Yo
hablaba sobre la rítmica en Trilce.
Comencé
diciendo algo así como que «para destruir algo tienes que conocerlo bien» y
saqué a colación la tesina que escribió Vallejo para obtener su título de
bachiller en Trujillo. Algo sobre el romanticismo en la poesía castellana. O
española, da igual. Por ser el invitado sanmarquino, al menos eso quise creer,
fui colocado al centro. A mis costados estaban los dueños de casa y, como los
tipos esos del Calvario, cada uno me había robado algo: Juji, el tiempo;
Alejandra, la concentración.
Cuando
acabé de leer, ella me felicitó.
Esa
misma noche la busqué en el Facebook y le envié una solicitud. Tenía el
apellido de un dramaturgo barroco que había escrito una pieza que sabía de
memoria. (Desde tercero de secundaria). Estaba enganchado. Un par de días
después aceptó mi invitación de amistad y durante los siguientes tres meses
hablamos esporádicamente de literatura colonial. A ella le encantaban los
sermones de Juan Espinosa Medrano.
Llegaron
las fiestas de fin de año, Ale se fue de vacaciones a Tacna y yo me quedé
colgado porque la chica con la que salía me abandonó a las pocas semanas, a
mediados de enero. Inestable, me fui de viaje un par de veces y volví a
masturbarme. Cerca de Semana Santa, tropecé con alguien a quien no veía desde
el colegio. (La chica que había hecho de Rosaura, claro). Pensé que sería un
“amor de verano”; sin embargo, cedí y estaba en medio de un nuevo melodrama. Y
así llegó abril.
Abril
siempre ha sido mi mes favorito del año.
Una
noche me enteré de que estaba en Lima y la invité a tomar un “par de chelas” a
Miraflores. Ella aceptó. Me dio su número y quedamos en ir a Berlín un viernes.
Nos encontramos en el MacDonalds del óvalo. Hacía calor. Era más alta y más
delgada que yo. Y tenía una sonrisa peculiar. Caminamos. Me gustaba como flotaba
su camisa de jean a cada paso que daba a mi lado. Cruzamos imprudentemente una
pista. Llegamos a un bar y pedimos un piqueo y varias Pilsen.
Ale
jugaba con las etiquetas mientras declaraba que odiaba a la gente. Le respondí
que no era necesario que habláramos, que podíamos hacer gestos. «Ten cuidado,
no suelo ser muy expresiva», respondió. Y puso la misma expresión pueril que
Topollillo.
Tres
horas después íbamos rumbo a su departamento.
Al
bajar de la couster, me di cuenta de
que había caminado cientos de veces por ahí. Ale entró primero al edificio,
saludó al portero y me hizo pasar rápidamente. En el ascensor me contó que su
hermano, el dueño del depa, se había ido fuera del país. No entendí si temporal
o definitivamente. Tampoco insistí en el asunto. Sus padres seguían en el sur. Entramos
por la cocina y nos sentamos alrededor de una mesa circular. Se parecía mucho a
la cocina de mi abuela. Me inspiraba ese mismo aire de recato y crueldad. Ale
sacó una botella de un vidrio bastante grueso que contenía una sustancia espesa
y carmesí.
Era un
Fernet.
Nunca
en mi vida había probado ese trago. La boca se me llenó de saliva y los ojos,
estoy seguro, debieron haberme chispeado groseramente. La anfitriona se percató
en el acto y me sirvió de ese licor en una copita cuya confección se tornó para
mí superior a las elaboradas con el cristal de Bohemia. Repetí varias veces
hasta que mis codos se deslizaron libremente por la superficie blanca y circular.
Uno de ellos se desbarrancó y me caí del banco de madera. Ale me llevo a la
sala. Decidí respirar algo de aire. En el balcón, mirando desde el sexto piso
el tráfico de la avenida Arequipa, perdí el conocimiento.
De las
siguientes horas solo me quedan impresiones vagas.
Mis
piernas columpiándose temerariamente en el vacío.
Un
cuello blanco y una mano conteniendo mis muslos.
Los
gritos del portero.
Las luces
de algún vehículo del serenazgo de San Isidro.
El
cruce del Sanjón con la Bajada de Playas en Barranco.
Un
amanecer.
El
parque.
Mi
cama.
Cuando
desperté me di cuenta que estaba completo. Había perdido mi tarjeta y la resina
derecha de mis anteojos tenía un par de rasguños. Era lo de menos. Sabía que
eran las consecuencias naturales de haber sido, por una noche, un completo
imbécil.
La
mala noticia: me dolía un poco la cabeza y la rodilla izquierda. La buena: el
perfume de Ale estaba impregnado en mi ropa.
Durante
los siguientes días traté de llamarla. Nunca me contestó. Le escribí unos
cuantos inbox. Los leía pero no decía
nada. Hasta que una semana después de ocurridos estos acontecimientos, escribió
en su muro:
Las mujeres feas necesitan del alcohol para tirarse a
alguien.
Estuve
a punto de hacer un pequeño escándalo por internet. Me controlé y lo dejé
pasar. Le escribí un mensaje a mi flaca y tuvimos sexo en la madrugada. Cada
vez que yo frotaba su clítoris recordaba lo que más me había jodido de todo lo
anterior: no era el hecho de que me hubiese acusado de aprovecharme de ella;
sino el de que no se había dado cuenta de quién era yo. (Quien era en verdad). Su
error no era ético sino cognitivo.
Y Dios
sabe que yo puedo perdonar a las mojigatas, pero a las estúpidas no.
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