El Trípode de Helena es un blog personal. En la parte superior de la columna izquierda, verán mi retrato y debajo una breve biodata. A continuación, están organizadas las entradas según los temas recurrentes y según la fecha en la que fueron publicadas. Si a alguno de ustedes le intriga el título del blog, de click aquí. Si están interesados en descubrir más acerca de la imagén del encabezado, entren aquí.

miércoles, 26 de junio de 2013

Sin ensalada


Caminito que el tiempo ha borrado
que juntos un día nos viste pasar
he venido por última vez
he venido a contarte mi mal.

A mi madre nunca le gusto el tango. Recuerdo que a mí tampoco me gustaba. Alegre pereza la del corazón. Recordar cosas que ya no importan. Debo haber leído eso en algún libro. Hace tanto que no leo. Me fatiga. Y me hace pensar en tonterías. El corazón y sus sentimientos. La Nausée y L’Étranger. Libros, los libros. Una tapia que nos encierra en los sanatorios. Por eso la gente lee cuando está enferma. No me sorprende. ¿Por qué canto mi retorno por un camino si viajo sobre los rieles de un tren? Todo aquí es tan negro y amarillo. Este país no cambia con el siglo. Sufre de un anacronismo crónico. Sufre y eso es más que suficiente. Un camino de travesaños bicolores. Siento como si avanzara sobre el lomo de una descomunal abeja. De pequeña, junto al huerto de guisantes, se asomó una vez. Debajo de mi oreja izquierda, clavó su purulento aguijón y se deshizo al instante en mi palma. Abuela me dijo, después, que perdida su escalofriante arma, mueren. Maldita su naturaleza suicida. Un acto vano y un oído sordo. Estaba cantado sola. Sola en un vagón que viaja hacia el mediodía. Del aeropuerto al pueblo, dos horas, en taxi. En tren, una. Detesto las paradas. Y el servicio de las azafatas que lucen groseras minifaldas. No dejan nada para la imaginación del atendido. Excitadas con cínica despreocupación. Mujeres jóvenes de cuerpos jóvenes. Carne lozana, piel tersa. Desde sus rincones, hilan telarañas. Pletóricas en todos los sentidos. Envidia. No pueden escucharla. Una mujer de treinta años, levemente recostada en la resina enmohecida de la ventana. Elegancia. Una mezcla artificial para reemplazar al vidrio, al cristal, a mí. Algún familiar cercano. Más transparente y con pésimo olor. Yo sí puedo escucharlas. Mi dedo sin alianza. Una solterona tonta y ojerosa. Una mujerzuela. O, lo que les repulsaría aun más, una artista. Lástima que no nacieran antes. Por lo menos serían hippies. Tísica o sidosa. Porque si es poeta o bailarina ha de ser homosexual. Solo aprendieron algo. La isla de Lesbos y punto. Triste conciencia del mundo que chorreas tus simiente en cuerpos tan voluptuosos. Dime, oh, gran conglomerado de mentiras, ¿es que a Dios lo gobierna su fálico miembro? Dime o he de renegar de ti. Por supuesto, el silencio es sinónimo de asentimiento. Como no pueden negarlo, los ángeles callan y no me responden. Respóndanle a una mujer que susurra contra el plástico de un compartimento caldeado. Y vacío. Háblenle a esta solitaria viajera que retorna. No me perviertan con su indiferencia. Díganme, ¿por qué estoy volviendo? ¿Por qué esas estúpidas agazapadas en los pasillos hacen escarnio de mi patética condición?  Rameras de oropel. Todas y cada una de ellas. ¿Para qué sondear en esas nimiedades del pasado? Está lloviendo. Extraño. Vamos, cálmate. Respira despacio y saca un pañuelo. Limpia esos húmedos ojos. Los cementerios son lugares deprimentes. No aumentes su condición con tus lágrimas. Parece responderme el cielo y he aquí lo que dice: «mis gotas son saladas». El cielo de esta ciudad es gris. Pero las nubes tomaban esa tonalidad ambarina al final de la tarde en el estío. Y en primavera, aunque no fuera tan luminosa. El cascarón de proa que se perfila entre ellas. La canción de una pequeña que, a determinada hora del día, adquiere en los ojos aquella coloración violeta. Una novela alemana. Una balada argentina. No, no era una balada; era una marcha. Por eso me asustaba tanto esa tonada. Era un réquiem. ¡Qué oportuno! Una misa para los muertos. Para los que voy persiguiendo. Abuela, la madre de mi madre. La madre de una ausente. La ausencia de una madre. «Los que se fueron», otra canción. Y ahora se me ocurre cantar otro tango. Tango 4, un disco.


Pero el viajero que huye
tarde o temprano detiene su andar
y aunque el olvido que todo destruye
haya matado mi vieja ilusión
guardo escondida una esperanza humilde
que es toda la fortuna de mi corazón.

De mi pobre cœur. No se acongoje. Relájese. Salga de esa melancolía. Qué título aquel. Melancolía y nostalgia. El viejo que se apoyaba contra la puerta abierta de una fonda. Quién creería que tenía el alma de un adolescente. No me creo eso de que la historia es real. El nombre de un arcángel. Mierda, de nuevo estoy llorando. Lo hago sin sentirlo. Sin darme cuenta, por lo menos. Eso quiere decir que no sufro. Inercia. Estar apenada porque se va a un entierro. Mi congoja debe parecer auténtica. Sin verlos doce años. Terminé el pregrado y me largué. Ni siquiera vine cuando el veterano se enfermó. Nunca me llevé bien con la madrastra. En el fondo, su cariño no ocultaba el deseo de haber tenido un varón. Una vida difícil. Los viajes, los contratos. Ir y venir. Ser una sombra. Los reclamos de mi madre. Celos. Como me irritaban sus peleas. Ni gritos ni lamentos ni súplicas. Asépticos. Eran enfrentamientos fríos, sin violencia. Sin amor. Pero el aire de la casa, las habitaciones, el jardín, la cochera y la terraza, se cargaban de una especie de electricidad estática. Como si la mínima chispa pudiera generar una explosión. Tenía miedo de los objetos que mi madre tocaba. Pensaba en ellos como en bombas de tiempo. Dispuestos a estallar al más ligero roce. Esos días adelgazaba. Y si ella tocaba mi cama al tenderla, yo dormía en el suelo. Y si cogía mi ropa, no la usaba; y si los cubiertos, no comía; y si el retrete, me aguantaba. Sudaba por la presión de los intestinos, de la vejiga; gemía, como hace un rato, en silencio. Mis sollozos no rompía la calma de la casa. Así, los signos de hostilidad eran las muecas. Mi madre tenía el alma de un mimo. Su rostro podía doler más que una bofetada. Y su cuerpo. Su cuerpo entero era una lanza. Vivía como una herida abierta en la familia. Sus habilidades de malabarista. Recuerdo esas épocas de guerra. Ella se despertaba tarde, cuando mi padre ya se había ido, y permanecía unos minutos con los ojos en blanco, recostada. Luego hacía todo. Me cambiaba, me peinaba, alistaba mi refrigerio, preparaba el desayuno y se arreglaba para llevarme a la escuela, sin pronunciar palabra. Yo creía que tenía poderes mágicos, poderes de hechicera. Que había encantado a mi padre para alejarlo de mí. Al regresar de las clases, por lo general sin compañía, la encontraba picando la ensalada. Partía los tomates, las cebollas, las betarragas, las lechugas, los huevos cocidos, el pepino y otros ingredientes con singular maestría. Pero en esos días, ella no solo preparaba la ensalada. Entre cada verdura, legumbre o fruta, hacía una pausa. Ponía la mano derecha sobre la tabla de madera y cogía el cuchillo con la otra. Era zurda. E iniciaba su intimidante acción. Abiertos sus dedos al máximo, contenida la respiración, secas las palmas y los labios. Hacía saltar la afilada hoja por entre los canales pálidos y largos de sus dedos. Y sabía que yo la estaba viendo. Era tan blanca. Mi padre me decía que eso era lo que la había atraído desde el principio. Una bailarina esbelta y alta. Con modales delicados y piel de porcelana. Él era un hombre grueso y acanelado, bruñido por las inclemencias del temple de su infancia, allá en las montañas. La hacienda. Lo imagino mirando desde su cuarto austero hacia el ocaso sin saber que hacia allá estaba la capital. El progreso y la existencia cómoda, sin apuros, con televisión y radio en cada casa. Con carros y mujeres blancas, blancas como la escasa leche de las vacas anémicas. Como los copos de algodón del campo. Puros como las nubes que ocultan las puertas del Paraíso. Empezaba lento, tentando a su certera puntería y envidiable pulso. No vacilaba. Al entrar en confianza, aumentaba paulatinamente la velocidad del ataque. Yo me escondía detrás de la refrigeradora. Asomaba mi asustada cabeza. Jamás fallaba, aunque parecía intentarlo. Entonces corría, corría a mi habitación y me encerraba hasta cuando ella me llamara a almorzar. Lávate las manos y baja rápido. Con qué naturalidad. Negando toda significación al pequeño tormento. Como si recién hubiera llegado y encontrado la comida preparada por otra persona. Alguien ajeno a nosotros pero que no podía hacernos daño. Alguien como ella. De noche, no sabía qué le hacía a mi padre. Cómo se vengaba de él. Lo supe cuando se fue. Él me lo contó por teléfono antes de perder el habla. Los días en que algo la incomodaba se dormía de cabeza, sin almohada. Apoyaba un pie en el respaldar de caoba de la cama matrimonial y el otro, el izquierdo, lo cruzaba perpendicularmente con el que estaba extendido, formando una cruz con sus piernas y un triángulo con sus muslos. El ángulo más agudo era el de su pubis; el recto, el de la intersección de la cruz. Mucho tiempo después, muerto ya mi padre y yo en el extranjero, tuve que descubrir su significado. Una de las cartas del tarot, un arcano mayor del juego. La figura era antigua: un hombre colgado de un tobillo que con la pierna libre forma una cruz. El sujeto, de cabeza, tenía dibujada una sonrisa. Una sonrisa como la de mi madre, que no mostraba los dientes. Burlesca. Como si la que tuviese problemas no fuera ella, sino yo. Seguramente, cubierta por la sábana, con la respiración entrecortada y los ojos de sibila, sonreía de la misma manera que la carta, a los pies de su victima que protegidos con las medias se extendían a su lado. Porque mi padre jamás dormía sin ellas.


Tú, mi ilusión eres tú
una estrella que alumbra el corazón.
Vi la magia en tus ojos y
es caricia en mi piel
es locura el deseo
en tu boca de miel.


Ya está. Ayer mientras venía tuve un sueño. Soñé que, en el féretro, ella tendría esa misma sonrisa. Esa mueca espantosa con la que nos maldijo a todos. Y que si era así, yo debía detenerla. Por eso vuelvo. Por eso no traigo más equipaje que mi bolso y en él, una sola cosa. La soga. Voy a izarla del primer árbol que encuentre cerca. De cabeza, como El Colgado. Y antes de volver al aeropuerto, entraré a un restaurante, me acercaré al mozo sin aguardar a que me atienda y le pediré el mejor plato del chef. El mejor plato, claro, sin ensalada.

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