El Trípode de Helena es un blog personal. En la parte superior de la columna izquierda, verán mi retrato y debajo una breve biodata. A continuación, están organizadas las entradas según los temas recurrentes y según la fecha en la que fueron publicadas. Si a alguno de ustedes le intriga el título del blog, de click aquí. Si están interesados en descubrir más acerca de la imagén del encabezado, entren aquí.

domingo, 28 de abril de 2013

Diario de verano







[Parte de "Remedo", un cuento largo que espero terminar en las vacaciones bimestrales].

I

No C., no seré yo quién te compré –ni a ti ni a S.- esa casita de El Olivar que tantas veces me dijiste que te gustaba sin aclarar el porqué. Jamás ganaré ningún Nobel y tú nunca serás Alejandra. En cambio, yo seguiré siendo como el Martín del que te apiadaste entusiasmada al comenzar aquel libro: un ser desahuciado en una banca de Belgrano, a la espera de algo. Pero ese algo no eres tú que me miras como conjurando un futuro propicio para nuestra aventura mientras cruzamos Santa Cruz hacia el reino de tus anhelos ambiguamente expuestos o velados a mi simple razón. Ese algo es otra cosa, tan ignota y tan pueril como la sombra que ilumina nuestros continuos desplazamientos.
El problema con la manifestación de mis deseos –que he notado presientes sin creerlo- es que estos últimos se encuentran atrofiados y, por lo tanto, no se muestran bajo las mismas condiciones ambientales que en el resto de los de mi especie. Así, siguiendo la torpeza de un personaje inventado, apelas al lado oculto de las cosas (los desastres naturales, la vida íntima de los otros, la histeria femenina) con la intención de reducirme a la sensibilidad somática como una nueva Casandra de psique atormentada e insaciable apetito. Y te inspiras, al igual que cada una de las que te antecedieron en el triste oficio de la misantropía, en el también triste modelo de la repetición. Pero olvidas, mi querida C., que yo no soy M. y esto no es una novela.

II

No puedo precisar cuando fue –si antes o después del asesinato de su padre en EE.UU.- que S. me dijo –y que la matarías si alguna vez llegabas a saber que yo estaba enterado- que estuviste a punto de casarte. Seguramente fue en alguno de esos inocentes paseos que hacíamos en compañía de nuestras otras amistades comunes por Barranco. Aunque no resulta lógico que tú estuvieras cerca durante una revelación de esa envergadura. S. no se hubiera atrevido. Y yo no hubiera podido reprimir el impulso de bromear al respecto. Quizá, en esa única ocasión, no hubieras pasado por alto mi acostumbrado cinismo y, a partir de ello, hubiese sido imposible el seguirnos viendo. Pero nada de eso pasó. Yo continué guardando la confesión que portaba tu secreto. Así, como un feto que trae recuerdos trágicos.
A veces pienso constantemente en los motivos de tu silencio. Luego me digo a mí mismo: «¿Por qué tiene que callar por un motivo? No somos todos tan frágiles como para huir del ruido, del rumor ajeno, de las comentarios hirientes de los demás». Y compruebo que estoy más cerca de la verdad por ese camino. O, al menos, de su paulatino develamiento. Y cada vez que te acompaño a comprar un vestido a alguna de esas tiendas con puertas automáticas y dos piezas por talla, rezo porque no sea blanco y no pueda contener la risa que desde hace un par de años me embarga, la risa cruel que debe ser –si es que existe- la causa de tu anticipada reserva, de tus pesadillas nocturnas, de tu entumecimiento.

III

Es curioso, sabes, que no pueda precisar con exactitud su nombre. Pero se que está por allí y que no puedes librarte de sus excursiones repentinas por los senderos de tu memoria. Como en aquel cuento de la pareja de hermanos que son expulsados de su casa por una fuerza oscura y omnipotente; así yo me siento, en los momentos de mayor melancolía y patetismo (al salir el sol, al caer la tarde, al final de la noche), como un pusilánime y torpe pecador encontrado en plena fornicación por la deidad que reclama el espacio sagrado que he mancillado pensado que era mío, mío por esa injustificada seguridad que nos dan la costumbre y las horas de sueño.
A ti siempre te aburrieron las etimologías y la exégesis bíblica, pero uno aprende a estimarlas conforme va sufriendo el castigo de la compañía humana. Para nosotros –y nuestro caso- se convierten en herramientas invaluables. Es más hermoso imaginármelo a él como al primer obispo de Alejandría, discípulo fiel de Pedro y escritor ocasional de la más antigua vita christi. Tú: ese desierto con el que comienza su Evangelio. Él es el responsable de tu vastedad estéril, y yo la voz del último profeta, que come lagartijas y se viste con la piel de leones muertos, cazando de manera implacable a su presa huidiza, como sacrificio ateniense para el monstruo que yace encerrado y herido en el laberinto de tus entrañas. Y tras cada homicidio, en silencio, te repito –aún sigo haciéndolo- un mantra destinado a reanimar los latidos de tu pecho: Quién dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón.
Temo que, como Salomé, no me hayas escuchado.

IV

Yo, en parte, también te mentí. En eso nos parecemos. Ambos vivimos fingiendo. No se puede despejar el pasado con un cambio de años.
Antes que tú estaba D., la primera D. Acechadora fútil a quien le dedique ese «Yo no sé tratar a las mujeres / porque nunca se han comportado / las mujeres / como mujeres de verdad». Mi diosa esteparia de la cacería. En perspectiva, terminamos siendo lo mismo. Me refiero al recuerdo. Muchas veces me he topado –como bien sabes- con aquel soporte físico, más interesante desde luego, pero también más deteriorado por el tiempo. La impresión que he tenido después de aquellos encuentros ha sido la misma: el desconcierto. Nos afecta tanto el percibir la precariedad de eso que llamamos, por comodidad, nuestros apegos que terminamos por claudicar ante la rutina y –vocablo infame- el tedio. Entonces volteamos la cabeza y saludamos a los viejos amigos y amantes con la misma calidez –ahora fingida- que hace cinco o diez años, imaginando que nunca ha existido ese terrorífico vacio que cuerpos ignotos han colmado de formas que nuestra imaginación apenas se atreve a esbozar.
Por eso quiero compartir contigo una historia: Había, hace mucho tiempo, un hombre que al pie de los acantilados de la costa bretona miraba hacia el mar lleno de nostalgia porque vigilaba el retorno de su amada. Pero de tanto esperar se olvidó a cuál de las dos era a quién había prometido entregarle su espada. Si a Isolda, la de la rubia cabellera; o a Isolda, la de las blancas manos. Cansado de dormir sobre las peñas, el pobre Tristán decidió desistir de la espera. Al cabo de infinitos atardeceres, su mirada se había tornado ámbar. Sus ojos se habían dado cuenta de que cualquier barco solo le traería el cadáver de una mujer fea; su corazón, de que cualquier mujer fea a otra Isolda.

V

Por fuera pareces dura, lo sé. Pero mi sabiduría no se detiene en las dimensiones exteriores de tu cuerpo. Consoladora como las palabras que se dicen a un moribundo. Tienes algo podrido detrás del ombligo. Y eso tritura como un puré tus vísceras, haciéndote blanda, muy blanda en el centro. Aunque no he logrado arrancar el velo que cubre tu espalda y que parece tener la propiedad de invisivilizar el dolor de tus nervios, ese dolor subterráneo que se confunde con tu aliento, he persistido –con intención buena y, por eso, inoculada de sadismo- en el error de imaginarme una especie de médico. Mi tratamiento consistió en periódicas purgas, lavativas lascivas y hemorragias de carnicero. Lo siento. Lo hice para cerciorarme de que tu exposición fuese grosera y eterna, de que no cicatrizaran tus heridas.
Es probable que lo intuyeras desde un inicio y que por eso no consintieras jamás en reunirte con el estrecho círculo de mis conocidos. Te aterraba la imagen de tu humillación reflejada en la pupila de un igual-mío, porque las afinidades son electivas y se basan en la concordancia de modales y ocios. Y mi recreo favorito eran las autopsias públicas. Con lo que hacías lo correcto al suponer a que juego buscaba someterte, con qué afilados cuchillos desmembraría tu cuerpo y qué palabras hirientes emplearía para comentar su condición de carne: el lenguaje aséptico de una partida de violadores que, ya lejos del escenario de su brutal crimen, discrepan sobre el color de los fluidos y la viscosidad de los innumerables gusanillos que germinaron del sexo de la quinceañera muerta a la mitad del páramo yermo.

VI

Sé que tienes más de treinta años y que también estudiaste en San Marcos. Sé que tu madre –o tu padre- está algo enferma y que la visitas los domingos. Sé que te gusta caminar hacia tu casa cuando sales temprano del trabajo. Sé que enloqueces sosegadamente con la trova y que no tienes hermanos. Sé que, en cambio, tienes un problema –nada serio- en la columna y que, por justificar tu aversión a la tauromaquia, has incurrido en el pecado de los vegetarianos. Sé que han pasado varios camioneros por tu vida, incluyendo a M. Sé que amas a Sábato.
Intuyo que has dormido en bancas de iglesia y que, en alguna de ellas, has recibido un abrazo lascivo. Intuyo tu misoginia –tus días domingos aburrida en una habitación infantil de Pueblo Libre-, tus raptos de cólera cuando no llegamos (R., S. o yo) a una cita a tiempo. Intuyo que te cuesta hacer amigos. Intuyo tu tortuosa vocación de servicio, tu tos nocturna y cavernosa, tu rostro contra el espejo al examinar el nacimiento de un reciente y profundo trazo. Intuyo la soledad del retiro al que te sometes en los días festivos. Intuyo tu comodidad con los idiomas bárbaros (como el castellano) y tu fascinación latente por el autoerotismo.
Gusto de que le hayas faltado el respeto al celibato y, simultáneamente, gusto de tus accesos de escrúpulos (como aquella noche en Conquistadores, cuando al cruzarnos con dos señoras me dijiste con vergüenza mientras aferrabas mi brazo: «Debe parecer que estoy saliendo a caminar con mi hijo»). Gusto de que seas, como los novicios jesuitas, el eslabón postrero de la familia. Y, mudo, absorto y de rodillas, solo a través del gusto, creo –¡Oh, C.!- en cómo se incendia tu discurso –y me desarma- de sonido y de furia.

VII

No C., no serás tú quien reemplace –ni tú ni nadie- a aquella «espada en la palma de los normandos». De ella escribí hace tiempo, cuando era mujer y volvía de su entierro: «Tenía miedo de los objetos que mi madre tocaba. Pensaba en ellos como en bombas de tiempo. Dispuestos a estallar al más ligero roce. Esos días adelgazaba. Y si ella tocaba mi cama al tenderla, yo dormía en el suelo. Y si cogía mi ropa, no la usaba; y si los cubiertos, no comía; y si el retrete, me aguantaba. Sudaba por la presión de los intestinos, de la vejiga; gemía, como hace un rato, en silencio. Mis sollozos no rompía la calma de la casa. Así, los signos de hostilidad eran las muecas. Mi madre tenía el alma de un mimo. Su rostro podía doler más que una bofetada. Y su cuerpo. Su cuerpo entero era una ensangrentada lanza». Tú eres la víctima de esa arma.
Si me buscas con calma, verás que todas mis claves se encuentran en un par de títulos. Te doy una pista: investiga a Proust y a Renoir. Prefiero alejar de ti las comparaciones fáciles porque estoy cansado de comparar. Alejandra es una muchachita insulsa que habla de un pariente muerto mientras hace el amor. Odette, en cambio, un amour de Swann. ¿Comprendes la diferencia? Es una invención, una apuesta y un error. Como ese castillo en el que conviven el decoro y la pasión. Nada es real en ti. Y por eso, no te puedo dejar morir. Porque gracias a ti descubrí que no es más alto ni más hermoso ni más noble «inventarle un satélite a la Luna, una luna al satélite e imaginar que vivo allí, simplemente, en la nada». Porque gracias a ti quiero «seguir soñando todos los días con la Tierra», aunque con seguridad tu cuerpo descanse bajo ella, en alguna de las fosas que han destapado ellos.
Pase lo que pase, prometo que tendrás flores en tu cumpleaños.

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