[Parte de "Remedo", un cuento largo que espero terminar en las vacaciones bimestrales].
I
No C., no seré yo quién
te compré –ni a ti ni a S.- esa casita de El Olivar que tantas veces me
dijiste que te gustaba sin aclarar el porqué. Jamás ganaré ningún Nobel y tú
nunca serás Alejandra. En cambio, yo seguiré siendo como el Martín del que te
apiadaste entusiasmada al comenzar aquel libro: un ser desahuciado en una banca
de Belgrano, a la espera de algo.
Pero ese algo no eres tú que me miras como conjurando un futuro propicio para
nuestra aventura mientras cruzamos Santa Cruz hacia el reino de tus anhelos ambiguamente
expuestos o velados a mi simple razón. Ese algo es otra cosa, tan ignota y tan pueril
como la sombra que ilumina nuestros continuos desplazamientos.
El problema con la
manifestación de mis deseos –que he notado presientes sin creerlo- es que estos
últimos se encuentran atrofiados y, por lo tanto, no se muestran bajo las
mismas condiciones ambientales que en el resto de los de mi especie. Así,
siguiendo la torpeza de un personaje inventado, apelas al lado oculto de las
cosas (los desastres naturales, la vida íntima de los otros, la histeria
femenina) con la intención de reducirme a la sensibilidad somática como una nueva
Casandra de psique atormentada e insaciable apetito. Y te inspiras, al igual
que cada una de las que te antecedieron en el triste oficio de la misantropía,
en el también triste modelo de la repetición. Pero olvidas, mi querida C.,
que yo no soy M. y esto no es una
novela.
II
No puedo precisar cuando fue –si
antes o después del asesinato de su padre en EE.UU.- que S. me dijo –y que
la matarías si alguna vez llegabas a
saber que yo estaba enterado- que estuviste a punto de casarte. Seguramente fue
en alguno de esos inocentes paseos que hacíamos en compañía de nuestras otras amistades comunes por Barranco. Aunque
no resulta lógico que tú estuvieras cerca durante una revelación de esa
envergadura. S. no se hubiera atrevido. Y yo no hubiera podido reprimir el
impulso de bromear al respecto. Quizá, en esa única ocasión, no hubieras pasado
por alto mi acostumbrado cinismo y, a partir de ello, hubiese sido imposible el
seguirnos viendo. Pero nada de eso pasó. Yo continué guardando la confesión que
portaba tu secreto. Así, como un feto que trae recuerdos trágicos.
A veces pienso constantemente
en los motivos de tu silencio. Luego me digo a mí mismo: «¿Por qué tiene que
callar por un motivo? No somos todos tan frágiles como para huir del ruido, del
rumor ajeno, de las comentarios hirientes de los demás». Y compruebo que estoy
más cerca de la verdad por ese camino. O, al menos, de su paulatino
develamiento. Y cada vez que te acompaño a comprar un vestido a alguna de esas
tiendas con puertas automáticas y dos piezas por talla, rezo porque no sea
blanco y no pueda contener la risa que desde hace un par de años me embarga, la
risa cruel que debe ser –si es que existe- la causa de tu anticipada reserva,
de tus pesadillas nocturnas, de tu entumecimiento.
III
Es curioso, sabes, que no
pueda precisar con exactitud su nombre. Pero se que está por allí y que no
puedes librarte de sus excursiones repentinas por los senderos de tu memoria.
Como en aquel cuento de la pareja de hermanos que son expulsados de su casa por
una fuerza oscura y omnipotente; así yo me siento, en los momentos de mayor
melancolía y patetismo (al salir el sol, al caer la tarde, al final de la
noche), como un pusilánime y torpe pecador encontrado en plena fornicación por la
deidad que reclama el espacio sagrado que he mancillado pensado que era mío,
mío por esa injustificada seguridad que nos dan la costumbre y las horas de
sueño.
A ti siempre te aburrieron las
etimologías y la exégesis bíblica, pero uno aprende a estimarlas conforme va
sufriendo el castigo de la compañía humana. Para nosotros –y nuestro caso- se
convierten en herramientas invaluables. Es más hermoso imaginármelo a él como
al primer obispo de Alejandría, discípulo fiel de Pedro y escritor ocasional de
la más antigua vita christi. Tú: ese
desierto con el que comienza su Evangelio. Él es el responsable de tu vastedad
estéril, y yo la voz del último profeta, que come lagartijas y se viste con la
piel de leones muertos, cazando de manera implacable a su presa huidiza, como
sacrificio ateniense para el monstruo que yace encerrado y herido en el
laberinto de tus entrañas. Y tras cada homicidio, en silencio, te repito –aún
sigo haciéndolo- un mantra destinado a reanimar los latidos de tu pecho: Quién dijo que todo está perdido, yo vengo a
ofrecer mi corazón.
Temo que, como Salomé, no me
hayas escuchado.
IV
Yo, en parte, también te
mentí. En eso nos parecemos. Ambos vivimos fingiendo. No se puede despejar el
pasado con un cambio de años.
Antes que tú estaba D., la
primera D. Acechadora fútil a quien le dedique ese «Yo no sé tratar a las mujeres
/ porque nunca se han comportado / las mujeres / como mujeres de verdad». Mi diosa
esteparia de la cacería. En perspectiva, terminamos siendo lo mismo. Me
refiero al recuerdo. Muchas veces me he topado –como bien sabes- con aquel
soporte físico, más interesante desde luego, pero también más deteriorado por
el tiempo. La impresión que he tenido después de aquellos encuentros ha sido la
misma: el desconcierto. Nos afecta tanto el percibir la precariedad de eso que
llamamos, por comodidad, nuestros apegos
que terminamos por claudicar ante la rutina y –vocablo infame- el tedio.
Entonces volteamos la cabeza y saludamos a los viejos amigos y amantes con la
misma calidez –ahora fingida- que hace cinco o diez años, imaginando que nunca
ha existido ese terrorífico vacio que cuerpos ignotos han colmado de formas que
nuestra imaginación apenas se atreve a esbozar.
Por eso quiero compartir
contigo una historia: Había, hace mucho tiempo, un hombre que al pie de los
acantilados de la costa bretona miraba hacia el mar lleno de nostalgia porque vigilaba
el retorno de su amada. Pero de tanto esperar se olvidó a cuál de las dos era a
quién había prometido entregarle su espada. Si a Isolda, la de la rubia
cabellera; o a Isolda, la de las blancas manos. Cansado de dormir sobre las
peñas, el pobre Tristán decidió desistir de la espera. Al cabo de infinitos
atardeceres, su mirada se había tornado ámbar. Sus ojos se habían dado cuenta
de que cualquier barco solo le traería el cadáver de una mujer fea; su corazón,
de que cualquier mujer fea a otra Isolda.
V
Por fuera pareces dura, lo sé.
Pero mi sabiduría no se detiene en las dimensiones exteriores de tu cuerpo.
Consoladora como las palabras que se dicen a un moribundo. Tienes algo podrido
detrás del ombligo. Y eso tritura como un puré tus vísceras, haciéndote blanda,
muy blanda en el centro. Aunque no he logrado arrancar el velo que cubre tu
espalda y que parece tener la propiedad de invisivilizar el dolor de tus
nervios, ese dolor subterráneo que se confunde con tu aliento, he persistido –con
intención buena y, por eso, inoculada de sadismo- en el error de imaginarme una
especie de médico. Mi tratamiento consistió en periódicas purgas, lavativas
lascivas y hemorragias de carnicero. Lo siento. Lo hice para cerciorarme de que
tu exposición fuese grosera y eterna, de que no cicatrizaran tus heridas.
Es probable que lo intuyeras
desde un inicio y que por eso no consintieras jamás en reunirte con el estrecho
círculo de mis conocidos. Te aterraba
la imagen de tu humillación reflejada en la pupila de un igual-mío, porque las
afinidades son electivas y se basan en la concordancia de modales y ocios. Y mi
recreo favorito eran las autopsias públicas. Con lo que hacías lo correcto al
suponer a que juego buscaba someterte, con qué afilados cuchillos desmembraría
tu cuerpo y qué palabras hirientes emplearía para comentar su condición de
carne: el lenguaje aséptico de una partida de violadores que, ya lejos del
escenario de su brutal crimen, discrepan sobre el color de los fluidos y la
viscosidad de los innumerables gusanillos que germinaron del sexo de la
quinceañera muerta a la mitad del páramo yermo.
VI
Sé que tienes más de treinta
años y que también estudiaste en San Marcos. Sé que tu madre –o tu padre- está
algo enferma y que la visitas los domingos. Sé que te gusta caminar hacia tu
casa cuando sales temprano del trabajo. Sé que enloqueces sosegadamente con la
trova y que no tienes hermanos. Sé que, en cambio, tienes un problema –nada
serio- en la columna y que, por justificar tu aversión a la tauromaquia, has incurrido
en el pecado de los vegetarianos. Sé que han pasado varios camioneros por tu
vida, incluyendo a M. Sé que amas a Sábato.
Intuyo que has dormido en
bancas de iglesia y que, en alguna de ellas, has recibido un abrazo lascivo.
Intuyo tu misoginia –tus días domingos aburrida en una habitación infantil de
Pueblo Libre-, tus raptos de cólera cuando no llegamos (R., S. o yo) a
una cita a tiempo. Intuyo que te cuesta hacer amigos. Intuyo tu tortuosa vocación
de servicio, tu tos nocturna y cavernosa, tu rostro contra el espejo al
examinar el nacimiento de un reciente y profundo trazo. Intuyo la soledad del
retiro al que te sometes en los días festivos. Intuyo tu comodidad con los
idiomas bárbaros (como el castellano) y tu fascinación latente por el
autoerotismo.
Gusto de que le hayas faltado
el respeto al celibato y, simultáneamente, gusto de tus accesos de escrúpulos (como
aquella noche en Conquistadores, cuando al cruzarnos con dos señoras me dijiste
con vergüenza mientras aferrabas mi brazo: «Debe parecer que estoy saliendo a
caminar con mi hijo»). Gusto de que seas, como los novicios jesuitas, el
eslabón postrero de la familia. Y, mudo,
absorto y de rodillas, solo a través del gusto, creo –¡Oh, C.!- en
cómo se incendia tu discurso –y me desarma- de
sonido y de furia.
VII
No C., no serás tú quien
reemplace –ni tú ni nadie- a aquella «espada en la palma de los normandos». De
ella escribí hace tiempo, cuando era mujer y volvía de su entierro: «Tenía miedo de los objetos que mi madre tocaba.
Pensaba en ellos como en bombas de tiempo. Dispuestos a estallar al más ligero
roce. Esos días adelgazaba. Y si ella tocaba mi cama al tenderla, yo dormía en
el suelo. Y si cogía mi ropa, no la usaba; y si los cubiertos, no comía; y si
el retrete, me aguantaba. Sudaba por la presión de los intestinos, de la
vejiga; gemía, como hace un rato, en silencio. Mis sollozos no rompía la calma
de la casa. Así, los signos de hostilidad eran las muecas. Mi madre tenía el
alma de un mimo. Su rostro podía doler más que una bofetada. Y su cuerpo. Su
cuerpo entero era una ensangrentada lanza». Tú eres la víctima de esa arma.
Si me buscas con calma, verás que todas mis claves se encuentran
en un par de títulos. Te doy una pista: investiga a Proust y a Renoir. Prefiero
alejar de ti las comparaciones fáciles porque estoy cansado de comparar.
Alejandra es una muchachita insulsa que habla de un pariente muerto mientras
hace el amor. Odette, en cambio, un amour
de Swann. ¿Comprendes la diferencia? Es una invención, una apuesta y un
error. Como ese castillo en el que conviven el decoro y la pasión. Nada es real
en ti. Y por eso, no te puedo dejar morir. Porque gracias a ti descubrí que no es
más alto ni más hermoso ni más noble «inventarle un satélite a la Luna, una
luna al satélite e imaginar que vivo allí, simplemente, en la nada». Porque
gracias a ti quiero «seguir soñando todos los días con la Tierra», aunque con
seguridad tu cuerpo descanse bajo ella, en alguna de las fosas que han
destapado ellos.
Pase lo que pase, prometo que
tendrás flores en tu cumpleaños.
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