«Siendo así,
también yo he decidido investigar hasta el origen
de esta
historia, y componer para ti, excelente Teófilo, un
relato ordenado de
todo. Con esto, todas aquellas cosas que
te han enseñado
cobrarán plena claridad».
San Lucas Evangelista
1
No, no estaban ebrios.
(Treinta y cinco años antes
del nacimiento de Iexu; Herodes fue nombrado rey de Judea, Galilea, Samaria e
Idumea por el Senado romano, dado que desde el 690 Ab Urbe Condita -gracias a que Pompeyo había conquistado Jerusalén-
Judea y sus alrededores se habían convertido en territorios dependientes del
Imperio. Herodes I -Hordos en hebreo-
el Grande, como luego se le conocería, era hijo natural de Antipater. Su padre
era de origen idumeo y su madre, nabateo. Se había casado con Mariamne, hermana
del Sumo Sacerdote, Aristóbulo III; sin embargo, Herodes tuvo en total diez
esposas de las que engendró unos catorce hijos. Durante su reinado eliminó a
los asmoneos y ahogó a su cuñado.
Desde ese momento, los sumos sacerdotes se volvieron criaturas al servicio del
poder. En el octavo año del principado de Augusto, Herodes inició la
reconstrucción del Templo, dañado en la toma de la Ciudad Santa.
Siendo Quirino gobernador de
Siria, se ordenó un censo general para las provincias de Judea. El censo romano
originó la rebelión de Yehudah el Galileo y de los zelotes. Dos años después nace, en Belén -del hebreo Bet Léhem, “casa del pan”-, Yehoshua. Herodes, por
temor a una profecía, decide pasar por el acero a los recién nacidos en el pueblo
donde descansa la segunda esposa de Jacob. Según la tradición, los padres de
Yehoshua lograron salvar a su hijo huyendo a Egipto.
Herodes I muere tras treinta
y seis años de reinado. Su hijo Arquelao parte a Roma para ser nombrado rey,
pero recibe únicamente Judea. Las otras provincias son encargadas a tetrarcas:
Herodes Antipas, se queda con Galilea y Perea; su hermanastro Herodes
Philippos, con Iturea, Batanea, Gaulanítide, Traconítide y Auranítide -Transjordania
septentrional-; y Lisanias con Abilene. Luego de una década de gobierno, Augusto
reemplazó a Arquelao por un procurador romano. Mientras tanto, en Galilea
continuaba el terrorismo zelota y la represión.
Hacia el décimo segundo año
del reinado de Tiberio, Poncio Pilato llega a Judea como procurador. En la
primavera siguiente, Herodes Antipas, hijo de Herodes el Grande, se casa con
Herodías, hija de su hermanastro Aristóbulo y esposa de su otro hermanastro
Herodes Philippos. En el otoño, se iniciaba la predica de Yohanan, el último de
los profetas y el primer ministro -del latín minister, “servidor”- de Yehoshua. Para la Pascua, Yehoshua llega a
Jerusalén. Un año después, Yohanan es decapitado, en la fortaleza de Maqueront,
por instigación de Herodías y los servicios de su hija Salomé.
En vísperas de la Pascua, el
carpintero Iexu es crucificado a la edad de treinta y cinco años. Sin embargo,
el Christós -“ungido”- sobre los
maderos, no tenía edad, no tenía edad porque era Eterno.)
No, no lo estaban; era esta su
situación y ellos no la ignoraban.
Kefas supo que el Momento
había llegado. Se presentó ante la multitud seguido por los Once. Su mirada
estudió la composición de los rostros; la predisposición de los corazones a
acoger la Palabra. Preparó la voz, la templó ligeramente, para darle ese
necesario tono doctrinal. Habló:
-Hombres de Judea y todos
ustedes que están de paso en Jerusalén, entiendan lo que pasa y pongan atención
a mis palabras. No estamos borrachos, como ustedes piensan, ya que apenas es de
mañana -inquirió en su memoria los versos de aquel que predicaba en los Tiempos
del Cautiverio-. Pero ha llegado lo anunciado por el profeta Joel: «Sucederá en
los últimos días dice Dios:
Derramaré mi
espíritu sobre todos los mortales;
sus hijos y sus
hijas profetizaran;
y los jóvenes
tendrán visiones,
y los ancianos
tendrán sueños.
En esos días yo
derramare mi Espíritu
sobre mis
siervos y siervas
y profetizaran.
Haré cosas
maravillosas arriba en el cielo,
y señales
milagrosas, abajo en la tierra.
El sol se
convertirá en tinieblas,
y la luna en
sangre,
antes que llegue
el día del Señor,
día grande y
glorioso.
Y todo el que
invoque el nombre del Señor se salvará».
Un sordo rumor se extendió a
raíz de estas palabras. Los judíos y las personas de otras tierras comenzaron a
discutir entre si acerca de la evidente profundidad del mensaje. Shimon, al
sentir peligrar la atención adquirida sobre su persona y su predica, continuó
elevando la voz:
-Israelitas, escuchen mis
palabras, Dios había dado autoridad a Jesús de Nazaret entre todos ustedes:
hizo por medio de él milagros, prodigios y cosas maravillosas, como ustedes
saben -Parte del auditorio asintió con la cabeza-. Sin embargo, ustedes lo
entregaron a los malvados, dándole muerte -la vista del apóstol se posó sobre
la cima del Gólgota-, clavándolo en la cruz, y así llevaron a efecto el plan de
Dios que conoció todo esto de antemano. A él, Dios lo resucitó y lo libró de
los dolores de la muerte, porque de ningún modo podía quedar bajo su dominio.
De él hablaba David en un salmo, al decir:
«Veía
continuamente al Señor delante de mí,
puesto que está
a mi derecha para que no vacile,
por eso mi
corazón se ha alegrado y te alabo muy gozoso,
y hasta mi
cuerpo esperará en paz.
Porque no
abandonará mi alma en el lugar de los muertos
ni permitirás
que tu servidor sufra la corrupción.
Me has dado a
conocer caminos de vida:
me llenarás de
gozo con tu presencia».
Tomo un poco de aire por la
boca. Aunque era un hombre relativamente joven, Kefas se sintió tan cansado
como un anciano. Su fatiga -él lo sabia- no era corporal. Era la fatiga
producida por una acelerada madurez interior. Sabía que el suspenso se había
creado y ese era el ambiente idóneo para iniciar su interpretación. Ya empezaba
a aprender su oficio.
-Hermanos, permítanme que
les diga con toda claridad: el patriarca David murió y fue sepultado, su tumba
permanece entre nosotros hasta ahora. Pero, como él era profeta, sabía que un
descendiente de su sangre se sentaría en su trono, según Dios le había
asegurado con juramento. Por eso vio de antemano la resurrección del Mesías y
de él habló al decir que no fue
abandonado entre los muertos, ni su carne fue corrompida. Este Mesías es
Jesús, y todos nosotros somos testigos que Dios lo resucitó. Y, engrandecido
por la mano poderosa de Dios, ha recibido del Padre -«y nosotros a través de él»
quiso decir, pero supo que no estarían preparados para oírlo- el Espíritu Santo
prometido: hoy lo acaba de derramar como ustedes ven y oyen. También es cierto
que David no subió al cielo; pero dice en un salmo:
«Dijo el Señor a
mi Señor:
Siéntate a mi
derecha
hasta que ponga
a tus enemigos
debajo de tus
pies».
-Sepa entonces con seguridad
toda la gente de Israel, que Dios, ha hecho Señor y Cristo a este Jesús a quien
ustedes han -y expulsó los residuos de rabia que en su corazón aun existían con
cada silaba que pronunciaba- cru—ci—fi—ca—do.
El silencio se propagó como
un eco. Las almas entraban en contacto con la Verdad. La Fe pasaba por su
prueba más difícil: vencer al Mundo. Las personas contemplaban afligidas el
curtido rostro de Shimon. ¿De donde había salido este hombre tan sabio y
entendido en las cosas de Dios? Nadie encontraba nada extraordinario en él.
Tenía la cabeza fuerte y redonda, mandíbulas prominentes, una frente
retrotraída. El cabello crespo y grueso, igual al de su abundante barba. Era, a
simple vista, un hombre común; con quien te podías tropezar en el mercado sin
pedir perdón, sin voltear la cabeza. Sin embargo, después de cómo había hablado,
rodeado de sus discípulos y de algunas mujeres, se tornaba ante los ojos de la
muchedumbre en un Profeta. Uno como cualquiera de los que habían escrito la
Ley, capaces de conducir a un pueblo entero a través del desierto. Por eso
sintieron que debían responderle. Tenían que justificarse ante aquel santo:
-Hermano, ¿qué debemos
hacer?
El pescador de Cafarnaúm les
contestó:
-Conviértanse y háganse
bautizar cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo, para que sus pecados
sean perdonados.
Estaba hecho. La Primera
Piedra había congregado a los fieles. Les había transmitido la Palabra. Su
testimonio bastó para animar a cientos de los reunidos frente a la casa de los
apóstoles.
-Sálvense de esta generación
descarriada.
Eso había agregado. Sabía
que toda generación lo era. Pero, sabía a su vez que la Iglesia sería
imperecedera. Una comunidad dispuesta a recibir a las ovejas perdidas de la
tierra. Yohanan, como los otros apóstoles, escuchó el contundente discurso de
su condiscípulo. Y se conmovió hasta las lágrimas cuando recordó una parábola
de Yehoshua: «Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas.
El asalariado, o cualquier otro que el pastor, huye ante el lobo. No son suyas
las ovejas y él las abandona. Y el lobo las agarra y las dispersa, porque no es
más que un asalariado y no le importan las ovejas». Shimon, de igual manera,
camino sobre una frase de Cristo: «Apacienta mis ovejas». Kefas quería
responderle en voz alta: «Ya lo estoy haciendo, Señor».
Los Doce -el traidor había
sido reemplazado por Mattathias- comprendieron, con la llegada del Espíritu,
que ese sería el modelo de su Iglesia. Una oportunidad: ellos tocando las
puertas de la humanidad y la humanidad tocando la única Puerta de Dios que es
Cristo. Ese mismo día, alrededor de tres mil personas fueron bautizadas.
Sí, parecía que se habían
escuchado los golpes en la madera.
2
«Tan solo somos de ayer y ya llenamos el Mundo».
Tertuliano
(La Iglesia -del griego ἐκκλησία,
“asamblea”- fundada por Cristo es el conjunto de los creyentes llamados a construir
el Reino de Dios. Los que han recibido el bautismo se sienten unidos por la fe
y buscan la vida en asociación.
Las comunidades primitivas
fueron grupos, no demasiado grandes, en los que era posible el conocimiento
mutuo de unos y otros -prostitutas o publicanos, judíos o gentiles, impedidos o
sanos-, cuyos miembros debían compartir todos sus bienes como hermanos. Así
nació la iglesia de Jerusalén, modelo de las que, en menos de un cuarto de siglo
y debido a la labor epistolar de Pablo de Tarso, se multiplicaron siguiendo su
ejemplo: Cesarea de Samaria, Antioquia, Éfeso, Filipos, Atenas, Corinto,
Alejandría y Roma).
Shimon y los Once se
organizaron para dirigir y adoctrinar a los recién bautizados. Decidieron
principiar enseñándoles la palabra de Dios. Les mostraron en todo momento el
sólido cariño que los unía a Cristo, con quien ellos habían tenido la dicha de
convivir y aprender. De esa base doctrinal, basada en la experiencia directa, germinó
la mística propia de la nueva Fe: bondadosa…
«-Ustedes saben que se dijo:
Ojo por ojo y diente por diente. En cambio yo les digo: No resistan a los
malvados. Preséntale la mejilla izquierda al que te abofetea la derecha…
Ustedes saben que se dijo: Ama a tu prójimo y guarda rencor a tu enemigo. Pero
yo les digo: Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores. Así serán hijos
de su Padre, que esta en los cielos».
…y orientada hacia una
indulgencia sin reparos de los agravios del prójimo.
«-Por eso les digo que sus
pecados, sus numerosos pecados, le quedan perdonados, por el mucho amor que
demostró. Pero a quien se le perdona poco, demuestra poco amor».
Una vez enterados de la
Verdad, los iniciaron en la “fracción del pan”. Los apóstoles llamaron de este
modo a la Eucaristía -εὐχαριστία o “acción de
gracias”-, aquel signo de
la gracia sobrenatural que santifica a quien lo recibe. Rito cardinal y cordial
de la naciente Iglesia, instituido por el mismo Yehoshua en su postrera cena
pascual. Únicamente, alguno de los Doce podía consagrar el pan y el vino que se
convertían sustancialmente en el Cuerpo y Sangre de Cristo.
«… tomó el pan y, dando gracias, lo partió y se lo dio,
diciendo:
-Esto es mi cuerpo, el que
es entregado por ustedes. Hagan esto en memoria mía».
«Después, tomando una copa de vino y dando
gracias, se la dio diciendo:
-Beban todos porque esta es
mi sangre, la sangre de una Alianza, que es derramada por una muchedumbre, para
el perdón de sus pecados. Y les digo que no volveré a beber de este producto de
la uva hasta el día que beba con ustedes vino nuevo en el Reino de mi Padre».
Sobre el final, los Salmos y
las composiciones de los antiguos profetas prolongaban la celebración al ser
recitados por los feligreses con gratitud y fervor al Padre por haberlos liberado
del pecado de Adán a través de su Hijo.
Con el tiempo, la comunidad
original creció. Más y más personas se hacían participes de la esperanza y de
la dicha. Cada uno de ellos vendía sus bienes o propiedades y repartía el
dinero de acuerdo a las necesidades de sus hermanos.
«-No temas, pequeño rebaño,
porque al Padre de ustedes le agrado darles el Reino. Vendan lo que tienen y
repártanlo en limosnas. Háganse bolsas que no se gasten, y junten riquezas
celestiales que no se acaban, donde el ladrón no puede llegar y la polilla
destruir. Porque, donde esta su tesoro, ahí también estará su corazón».
Acudían muy entusiastas
diariamente al Templo, a pesar de las muecas procaces de los saduceos y de los
fariseos. Alababan siempre a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo.
Y el Señor hacia que los
salvados cada día se integraran en mayor número.
3
La tarde se hacía pesada
después de la digestión. Aunque el almuerzo había sido frugal, Kefas y Yohanan
sentían un ligero bochorno. Su andar común era lento. Se dirigían al Templo,
recorriendo las estrechas calles de Jerusalén. (El Segundo Templo -el Primero
había sido destruido en el siglo IV a.C. por Nabucodonosor II-, edificio exquisito,
estaba protegido en tres de sus lados por una hondonada profunda; sin embargo,
por el cuarto, en el ángulo noreste, los romanos habían construido una
fortaleza -llamada Antonia- donde, tras la reducción de Judea a provincia del
Imperio, se custodiaban las vestiduras rituales del Sumo Sacerdote. Para los
judíos nacionalistas -los zelotes- esta presencia militar era un permanente
insulto a Dios). Atravesaron la imponente primera muralla y, elevada sobre la
meseta del monte Moria, la segunda muralla, la del Templo propiamente dicho,
les descubrió su helénica arquitectura. Tenía bellas estatuas griegas y adornos
enchapados en fino oro que relucían por los ambarinos rayos del sol poniente.
Una vez dentro, solo había judíos porque la segunda muralla no podía ser
franqueada por paganos o extranjeros, so pena de muerte si osaban hacerlo. Los
apóstoles subieron por las escalinatas del costado este, para entrar al recinto
sagrado por la Puerta Hermosa. Allí encontraron a un pobre hombre tullido.
Aquel miserable había nacido así y se sentaba todos los días, bajo la sombra
del pórtico, a pedir limosna. Los Dos lo contemplaron con ternura. Kefas le ordenó:
-Míranos.
El tullido los observó
desilusionado. Sabía que no conseguiría dinero de aquellas dos personas; vestían
con telas demasiado raídas y burdas. Kefas descifró los pensamientos del
infeliz:
-No tengo oro ni plata, pero
lo que tengo, te lo doy: ¡Por el Nombre de Jesucristo de Nazaret, camina!
Lo tomó de la mano derecha y
lo alzó. Entonces, el nombre de Yehoshua, por el poder que le diera su Padre al
resucitar, logró endurecer los tobillos, afirmar las piernas y enderezar la
espalda del lisiado. El nuevo hombre, rejuvenecido, dio un brinco de alegría.
Luego, aferró con cada una de sus manos a un apóstol y entró con los Dos al
Templo. Mientras caminaba, recitaba salmos y alabanzas desterradas, por el
desuso, de su memoria. La Puerta Hermosa daba paso a un gran patio en el que
las mujeres se tenían que quedar. Cuando ellas lo vieron entrar, lo
reconocieron inmediatamente y permanecieron atónitas de asombro. El limosnero
no se apartaba de los Dos y los siguió hasta el Pórtico de Salomón. El príncipe
de los apóstoles, al ver que otra oportunidad le sonreía, se liberó del agradecido
abrazo del tullido, y habló ante los maravillados:
-Israelitas, ¿por qué nos
miran así? ¿Creen ustedes que le hicimos andar por nuestro propio poder o
nuestra santidad? Sepan que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de
nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, a quien ustedes entregaron y
a quien negaron ante Pilato cuando este quería ponerlo en libertad… Pero Dios
lo resucitó de entre los muertos… y por la fe en el Nombre de Jesús, este
nombre ha sanado al tullido que ustedes ven y conocen. Arrepiéntanse entonces y
conviértanse para que, todos sus pecados sean borrados.
***
Shimon Kefas continuaba dirigiéndose
a la multitud reunida cuando, de repente, los sacerdotes del Templo notaron el
tumulto que se había formando y se aproximaron a él. Al oírlo blasfemar de
semejante manera, llamaron al jefe de la guardia y a los jerarcas del partido
conservador de los saduceos (Representantes
de la aristocracia sacerdotal, económicamente acomodada. Políticamente, se
habían vendido a los romanos; en cuanto a la religión, se atenían a la
interpretación literal de la Ley y repudiaban cualquier evolución en el
pensamiento teológico como la creencia en los Ángeles o en la Resurrección). Estos
montaron en cólera al escuchar que los apóstoles predicaban que la Resurrección
de la Carne se había verificado en el cuerpo de Iexu. Sin mayor dilación,
hicieron una seña a los guardias para que los apresaran y los encerraran en un
calabozo hasta la mañana siguiente dado que estaba comenzando a oscurecer.
Aunque aquella penosa noche,
Kefas y Yohanan no lo supieron, la exhortación Shimon había surtido efecto y
dos mil nuevos creyentes se encaminaron hacia la casa de los apóstoles para ser
bautizados. Los Diez se enteraron de la situación de los capturados gracias a
los recién llegados. Manejaron la posibilidad de salir a buscarlos y, si era
necesario, ser encarcelados para hacerles compañía. Mariam logro hacerlos
desistir de sus absurdos planes y los convidó a que rezaron por sus amigos.
Así, sus oraciones y sus espíritus los acompañarían toda la noche.
Al despuntar el alba, se
reunieron los Jefes de los sacerdotes, los Ancianos (La segunda secta,
extremista, la de los esenios. Vivian
en regímenes comunitarios, reunían las ganancias de su trabajo, se servían de
objetos fabricados con sus manos; comían mesuradamente y llegaban por lo
general a más de cien años. Incluso, no defecaban el sábado porque lo
consideraban contrario a la Ley) y los Maestros (En el extremo opuesto a los
saduceos, los fariseos, herederos de
los hasidim o “piadosos” que
protagonizaron la insurrección de los Macabeos -hacia el 167 a.C.- contra el
seléucida Antíoco IV Epífanes. Ellos eran los doctores de la Ley; rabinos que
conocían muy bien las Escrituras y estaban habituados a leerlas e
interpretarlas. Su enseñanza oral de la Torá -del hebreo Toráh,
“dar en el blanco”- en las sinagogas, les había conferido una importante influencia
sobre el pueblo judío. A pesar de que sus ancestros habían luchado con valor, muy
pronto los intereses de su clan se tornaron materiales, hasta convertirse en un
partido sin fe ni moral) que había en Jerusalén. El Sumo Sacerdote, Cayafás,
apareció con su suegro Anás, Jonatán, Alexandrós y los demás miembros de la
familia pontificia. Después de murmurar entre sí, y planear como culparían a
los apóstoles, los mandaron traer ante el tribunal. Con una mirada de inocultable
desprecio, Anás les preguntó al tenerlos en su presencia:
-¿Con que derecho hicieron
esto? ¿Quién se los ha autorizado?
Fue en Kefas, el de voluntad
pétrea, en quien el Espíritu confió para vencer a los funcionarios:
-Jefes del pueblo y Ancianos
de Israel, hoy debemos responder por la curación de un enfermo. ¿Por quién ha
sido sanado? Sépanlo todos ustedes y que lo sepa todo el pueblo de Israel:
Jesús es la piedra que ustedes los constructores despreciaron y que se
convirtió en piedra fundamental,… no hay otro Nombre por el que podamos ser
salvados.
Los miembros del Sanedrín se
quedaron sorprendidos ante la desenvoltura de aquel pobre pescador. Hicieron
salir a los apóstoles de la sala del tribunal y discutieron un largo rato entre
ellos.
-Lo mejor seria amenazarlos,
para que no hable más a nadie de ese a quién invocan.
Pasados varios minutos, los
volvieron a llamar. Les ordenaron que de ningún modo predicaran en nombre de
Iexu. Pero Kefas y Yohanan les replicaron con justificada insolencia:
-Vean ustedes mismos si esta
bien delante de Dios que les obedezcamos antes que a él.
Con impotencia, los dejaron
en libertad porque no habían cometido crimen alguno. Escoltados por los
guardias fueron expulsados del Templo. Una vez libres, se encaminaron a la casa
donde vivían en comunidad con los otros apóstoles y los bautizados, y les
contaron todo lo acontecido. Informados de los detalles, los hermanos elevaron
una plegaria al Altísimo:
«¿Por qué se
agitan las naciones
y los pueblos
traman planes vanos?
Los reyes de la
tierra se reúnen
y los jefes
pactan una alianza
contra el Señor
y contra el Mesías».
Al terminar de orar, el
suelo vibró por unos segundos. Supieron que era una señal inequívoca del
Espíritu de la Verdad. Con más seguridad que nunca, los Doce salieron a
predicar a cada vivienda, calle y plaza de Jerusalén.
Mientras tanto, apoyado en
una columna del Patio de los Sacerdotes, con la vista fija en el Altar de los
Sacrificios, el astuto discípulo del célebre Gamaliel -más tarde nombrado Paulus, “pequeño” en latín- rumiaba su
odio.
4
Los más de cinco mil fieles
convertidos por los apóstoles, guiaban su conducta, siguiendo los lineamientos
que Dios le entregara a Moisés en el Sinaí. Natanael, el hijo de Tolmay,
conocedor de la Ley los adoctrinaba siempre: «Entonces Dios dijo todas estas
palabras:
-Yo soy Yavé tu Dios el que
te saco de Egipto, país de esclavitud.
No tengas otros dioses fuera
de mí.
No hagas estatua ni imagen
alguna de lo que hay en el cielo, en la tierra y en las aguas debajo de la
tierra. No te postres ante esos dioses, ni les des culto, porque Yo, Yavé, tu
Dios, soy un Dios celoso. Yo castigo a hijos, nietos y biznietos por la maldad
de los padres cuando se rebelan contra mí. Pero me muestro favorable hasta mil
generaciones con aquellos que me aman y observan mis mandamientos.
No tomes en vano el nombre
de Yavé, tu Dios, porque Yavé no dejara sin castigo a aquel que tome su nombre
en vano.
Acuérdate del día Sábado,
para santificarlo. Trabaja seis días, y en ellos haz todas tus faenas. Pero el
día séptimo es día de descanso, consagrado a Yavé, tu Dios. Que nadie trabaje.
Ni tú, ni tus hijos, ni tus siervos, ni tus siervas, ni tus animales, ni los
forasteros que viven en tu país. Pues en seis días Yavé hizo el cielo y la
tierra, el mar y todo cuanto hay en ellos, pero el séptimo día Yavé descanso, y
por eso bendijo el Sábado y lo hizo sagrado.
Respeta a tu padre y a tu
madre para que se prolongue tu vida sobre la tierra que Yavé, tu Dios, te da.
No mates.
No andes con la mujer de tu
prójimo.
No robes.
No des falso testimonio
contra tu prójimo.
No codicies la casa de tu
prójimo. No codicies su mujer, ni sus servidores, ni su buey o su burro. No
codicies nada de lo que le pertenece».
Natanael también los
encaminaba con las palabras de su querido Maestro:
-El primer mandamiento es:
Escucha, Israel:
«El Señor, nuestro Dios, es
el único Señor. Al Señor tu Dios amaras con todo tu corazón, con toda tu alma,
con toda tu inteligencia y con todas tus fuerzas».
Y después viene este:
«Amaras a tu prójimo como a
ti mismo».
Atendiendo a estos
preceptos, los nuevos creyentes abandonaban las frívolas comodidades de la vida
mundana. Vendían todo lo que tenían y ponían el dinero a disposición de los
Doce, quienes lo repartían entre los más necesitados de la ciudad. Así lo hizo
Yosev, rebautizado Bernabé. El “hombre del consuelo” era un levita (descendiente
de la familia de Leví, cuyos miembros ejercían funciones secundarias en las
ceremonias judías) nacido en Chipre. Tras vender su exigua finca, apareció un
buen día en la puerta de los apóstoles con una bolsa de monedas en la mano, la
ropa que traía encima y la fe incendiando a su encarnado corazón.
Yosev tenía un primo en
Jerusalén, su nombre era Yohanan. Usualmente lo llamaban Markos.
5
Un judío llamado Ananías, de
acuerdo con su esposa Safira, hizo lo mismo que Bernabé. Pero cuando llegó a la
casa de los seguidores de Cristo, Kefas percibió en sus palabras la mentira y
el engaño:
-Ananías, ¿por qué has
dejado que Satanás se apodere de tu corazón? ¿Por qué intentas engañar al Espíritu Santo
guardándote un parte del precio de tu campo?... No has engañado a los hombres,
sino a Dios.
El apóstol sintió una honda
pena por aquel infeliz de espíritu, ya que sabía cual era el castigo que le
deparaba el Padre. El mentiroso, apenas acabó de escuchar las palabras de
Kefas, se desplomó en el suelo de la entrada y murió instantáneamente. Los
hermanos más jóvenes lo cubrieron con una tela plomiza que servía de manta. El
rostro del difunto había adoptado una expresión macabra que atemorizó a los que
lo vieron. El príncipe de los apóstoles rezó por el alma de Ananías para
conseguir la indulgencia del Señor e interceder por su perdón en el Cielo. Transcurrida
la mitad de la tarde, apareció la viuda. Ella no estaba al tanto de lo acaecido.
Kefas, al verla, interrumpió sus oraciones para concluir su temible labor:
-¿Por qué se han puesto de
acuerdo para poner a prueba al Espíritu del Señor? Mira, aquí vienen los que
enterraron a tu marido. Ellos te llevaran a ti también hoy.
Safira se derrumbó en el
mismo lugar en donde lo hiciera su esposo. El dintel de la puerta acarició con
su negra sombra al cuerpo sin vida. Aquel que los había juzgado, entendió que
la pareja estaba muerta mucho tiempo antes de caer abatida en el suelo. Ellos
se convirtieron en cadáveres ambulantes desde el instante en que intentaron
burlar a Dios. Su hedor apestaba la tierra que habían recorrido. El apóstol les
había enseñado su putrefacción interior. Kefas pidió a los hermanos que volvían
del cementerio, que enterraran a Safira al lado de su marido. Luego, reflexionó
por algún tiempo acerca de aquella desgracia. Dos almas se habían perdido en
las garras del Mal. Melancólico, decidió salir a encontrarse con los Once.
Ellos se hallaban predicando en el Pórtico de Salomón.
Al caminar por una callejuela
vacía de Jerusalén, observó a lo lejos a una mujer que empujaba con esfuerzo
una cama de madera quemada o sucia hasta la puerta de su vivienda. Sobre el destartalado
mueble yacía tendida una muchacha hética cuya transpiración hacia que el largo
camisón amarillento se le pegara al huesudo cuerpo. Kefas se acercó y, al alcanzar
la fachada de dicha casa, le preguntó a la mujer por qué exponía a la
intemperie a su hija estando en condición tan penosa. La madre, con los parpados
hinchados por el abundante llanto vertido, le aclaró:
-Quería que su santa sombra
la cubriera un poco, señor.
6
Los Doce salieron del
Sanedrín, gozosos por haber sido azotados en el Nombre de Cristo. Sus espaldas
conservaban los trazos sanguinolentos que los látigos recorrieron. Sus ropajes,
también mostraban los signos de aquel ultraje. Pero los apóstoles estaban
realmente contentos, porque habían bebido un poco del dulce Cáliz de la Pasión.
Al entrar por la puerta de
la morada en donde cohabitan con los demás hermanos, Mariam los recibió muy
emocionada. La idea de no volverlos a ver con vida, había invadido varias veces
su apesadumbrada sien durante la noche. Ayudada por Miryam de Magdala,
desinfectó y vendó las heridas de los apóstoles. Al concluir las tareas
médicas, la madre de Yehoshua los interrogó. No había tenido noticia alguna de
ellos por más de un día. Andreia la miró con la ternura de un hijo, e inició el
relato:
-Madre, estábamos predicando
en el Templo, cuando de pronto el Sumo Sacerdote y los saduceos ayudados por
los guardias, nos capturaron a los Doce. Nos encerraron para que durmiéramos en
la cárcel pública. Pero, hacia el final de la noche, un Ángel del Señor abrió
las puertas de nuestra celda y nos pidió que saliéramos, diciendo: «Preséntense
en el Templo y anuncien al pueblo, todo el mensaje de vida». Así que le
obedecimos, y cuando ya clareaba el sol, nos pusimos a enseñar siguiendo sus
órdenes.
Aquí, el hermano de Kefas,
le cedió la palabra a Mattathias:
-Pienso que hasta ese momento,
nuestros perseguidores no se había percatado de nuestra huida, porque cuando se
enteraron donde estábamos y que hacíamos, apareció el Jefe de la guardia, que
ayudado por sus subalternos, nos apresó de nuevo. Felizmente, esta vez lo
hicieron con menos violencia. De lo contrario, nuestros seguidores los hubieran
apedreado en el acto.
Al escuchar la palabra
“apedreado”, Kefas sintió un leve mareo en la cabeza. Este fue acompañado por
una punzada en el pecho que le cortó la respiración. Mattathias notó la incomodidad
de su maestro, por lo que paró de hablar. Miryam de Magdala se puso de pie y
fue rápidamente a la cocina. Trajo entre las manos un cuenco con agua que le
entregó al apóstol. Él la bebió despacio. Cuando vació el cuenco, pidió a sus
hermanos el turno para concluir la narración:
-Anás nos volvió a prohibir
que predicáramos en Nombre de Cristo. Nos acusó de haber extendido por toda la
Ciudad Santa su impía doctrina. Los miembros del Sanedrín querían limpiarse de
toda culpa diciendo que los representábamos injustamente como los responsables
de la sangre derramada de Yehoshua. Su hipocresía me arrebató en un principio,
pero me serené lo suficiente como para responderles: «Hay que obedecer a Dios
antes que a los hombres». Cuando dije esto, un fariseo, Saulo, me lanzó una
bofetada en la mejilla. Vi en sus oscuros ojos un odio siniestro y negro. Si
hubiese estado a su alcance, me hubiera matado a golpes en pleno tribunal. Gamaliel,
un rabino sabio logró apaciguarlo. Supongo que aquel hombre de fe sincera intercedió
por nosotros ante el Sanedrín. Esto último no lo sabemos con certeza, porque
nos hicieron salir del salón para elaborar la sentencia. Cuando nos
presentamos, volvieron a prohibirnos hablar de Iexu, como ellos Lo nombran.
Antes de liberarnos, nos sacaron al patio y ahí nos castigaron con decenas de
azotes. -Cogió la manos de Mariam y de Miryam- Ahora, debido a ustedes, santas
mujeres, nuestros llagas sanaran pronto y podremos volver a predicar en Nombre
de quien nos lo han vedado.
Al teñirse de tinieblas el
horizonte, los apóstoles durmieron boca abajo, por las heridas de los azotes,
un sueño reparador. Estaban muy cansados.
(Corría el año vigésimo
primero del reinado de Tiberio, y la tetrarquía de Herodes Philippos se había
quedado vacante).
«Y, cuando unas
semanas mas tarde, Jesús se evade del grupo de los discípulos,
sube hacia el
cielo y se disuelve en la luz, no se trata de una partida definitiva. Ya se ha
emboscado en el recodo del camino que va de Jerusalén
a Damasco, y acecha
a Saulo, su perseguidor bienamado. A partir de entonces, en el destino de todo
ser humano existirá ese mismo Dios en acecho».
François Mauriac
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