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viernes, 21 de diciembre de 2012

Apostolado






«Siendo así, también yo he decidido investigar hasta el origen
de esta historia, y componer para ti, excelente Teófilo, un
relato ordenado de todo. Con esto, todas aquellas cosas que
te han enseñado cobrarán plena claridad».

San Lucas Evangelista


1

No, no estaban ebrios.
(Treinta y cinco años antes del nacimiento de Iexu; Herodes fue nombrado rey de Judea, Galilea, Samaria e Idumea por el Senado romano, dado que desde el 690 Ab Urbe Condita -gracias a que Pompeyo había conquistado Jerusalén- Judea y sus alrededores se habían convertido en territorios dependientes del Imperio. Herodes I -Hordos en hebreo- el Grande, como luego se le conocería, era hijo natural de Antipater. Su padre era de origen idumeo y su madre, nabateo. Se había casado con Mariamne, hermana del Sumo Sacerdote, Aristóbulo III; sin embargo, Herodes tuvo en total diez esposas de las que engendró unos catorce hijos. Durante su reinado eliminó a los asmoneos y ahogó a su cuñado. Desde ese momento, los sumos sacerdotes se volvieron criaturas al servicio del poder. En el octavo año del principado de Augusto, Herodes inició la reconstrucción del Templo, dañado en la toma de la Ciudad Santa.
Siendo Quirino gobernador de Siria, se ordenó un censo general para las provincias de Judea. El censo romano originó la rebelión de Yehudah el Galileo y de los zelotes. Dos años después nace, en Belén -del hebreo Bet Léhem, “casa del pan”-, Yehoshua. Herodes, por temor a una profecía, decide pasar por el acero a los recién nacidos en el pueblo donde descansa la segunda esposa de Jacob. Según la tradición, los padres de Yehoshua lograron salvar a su hijo huyendo a Egipto.
Herodes I muere tras treinta y seis años de reinado. Su hijo Arquelao parte a Roma para ser nombrado rey, pero recibe únicamente Judea. Las otras provincias son encargadas a tetrarcas: Herodes Antipas, se queda con Galilea y Perea; su hermanastro Herodes Philippos, con Iturea, Batanea, Gaulanítide, Traconítide y Auranítide -Transjordania septentrional-; y Lisanias con Abilene. Luego de una década de gobierno, Augusto reemplazó a Arquelao por un procurador romano. Mientras tanto, en Galilea continuaba el terrorismo zelota y la represión.
Hacia el décimo segundo año del reinado de Tiberio, Poncio Pilato llega a Judea como procurador. En la primavera siguiente, Herodes Antipas, hijo de Herodes el Grande, se casa con Herodías, hija de su hermanastro Aristóbulo y esposa de su otro hermanastro Herodes Philippos. En el otoño, se iniciaba la predica de Yohanan, el último de los profetas y el primer ministro -del latín minister, “servidor”- de Yehoshua. Para la Pascua, Yehoshua llega a Jerusalén. Un año después, Yohanan es decapitado, en la fortaleza de Maqueront, por instigación de Herodías y los servicios de su hija Salomé.
En vísperas de la Pascua, el carpintero Iexu es crucificado a la edad de treinta y cinco años. Sin embargo, el Christós -“ungido”- sobre los maderos, no tenía edad, no tenía edad porque era Eterno.)
No, no lo estaban; era esta su situación y ellos no la ignoraban.
Kefas supo que el Momento había llegado. Se presentó ante la multitud seguido por los Once. Su mirada estudió la composición de los rostros; la predisposición de los corazones a acoger la Palabra. Preparó la voz, la templó ligeramente, para darle ese necesario tono doctrinal. Habló:
-Hombres de Judea y todos ustedes que están de paso en Jerusalén, entiendan lo que pasa y pongan atención a mis palabras. No estamos borrachos, como ustedes piensan, ya que apenas es de mañana -inquirió en su memoria los versos de aquel que predicaba en los Tiempos del Cautiverio-. Pero ha llegado lo anunciado por el profeta Joel: «Sucederá en los últimos días dice Dios:

Derramaré mi espíritu sobre todos los mortales;
sus hijos y sus hijas profetizaran;
y los jóvenes tendrán visiones,
y los ancianos tendrán sueños.
En esos días yo derramare mi Espíritu
sobre mis siervos y siervas
y profetizaran.

Haré cosas maravillosas arriba en el cielo,
y señales milagrosas, abajo en la tierra.
El sol se convertirá en tinieblas,
y la luna en sangre,
antes que llegue el día del Señor,
día grande y glorioso.
Y todo el que invoque el nombre del Señor se salvará».

Un sordo rumor se extendió a raíz de estas palabras. Los judíos y las personas de otras tierras comenzaron a discutir entre si acerca de la evidente profundidad del mensaje. Shimon, al sentir peligrar la atención adquirida sobre su persona y su predica, continuó elevando la voz:
-Israelitas, escuchen mis palabras, Dios había dado autoridad a Jesús de Nazaret entre todos ustedes: hizo por medio de él milagros, prodigios y cosas maravillosas, como ustedes saben -Parte del auditorio asintió con la cabeza-. Sin embargo, ustedes lo entregaron a los malvados, dándole muerte -la vista del apóstol se posó sobre la cima del Gólgota-, clavándolo en la cruz, y así llevaron a efecto el plan de Dios que conoció todo esto de antemano. A él, Dios lo resucitó y lo libró de los dolores de la muerte, porque de ningún modo podía quedar bajo su dominio. De él hablaba David en un salmo, al decir:

«Veía continuamente al Señor delante de mí,
puesto que está a mi derecha para que no vacile,
por eso mi corazón se ha alegrado y te alabo muy gozoso,
y hasta mi cuerpo esperará en paz.

Porque no abandonará mi alma en el lugar de los muertos
ni permitirás que tu servidor sufra la corrupción.
Me has dado a conocer caminos de vida:
me llenarás de gozo con tu presencia».

Tomo un poco de aire por la boca. Aunque era un hombre relativamente joven, Kefas se sintió tan cansado como un anciano. Su fatiga -él lo sabia- no era corporal. Era la fatiga producida por una acelerada madurez interior. Sabía que el suspenso se había creado y ese era el ambiente idóneo para iniciar su interpretación. Ya empezaba a aprender su oficio.
-Hermanos, permítanme que les diga con toda claridad: el patriarca David murió y fue sepultado, su tumba permanece entre nosotros hasta ahora. Pero, como él era profeta, sabía que un descendiente de su sangre se sentaría en su trono, según Dios le había asegurado con juramento. Por eso vio de antemano la resurrección del Mesías y de él habló al decir que no fue abandonado entre los muertos, ni su carne fue corrompida. Este Mesías es Jesús, y todos nosotros somos testigos que Dios lo resucitó. Y, engrandecido por la mano poderosa de Dios, ha recibido del Padre -«y nosotros a través de él» quiso decir, pero supo que no estarían preparados para oírlo- el Espíritu Santo prometido: hoy lo acaba de derramar como ustedes ven y oyen. También es cierto que David no subió al cielo; pero dice en un salmo:

«Dijo el Señor a mi Señor:
Siéntate a mi derecha
hasta que ponga a tus enemigos
debajo de tus pies».

-Sepa entonces con seguridad toda la gente de Israel, que Dios, ha hecho Señor y Cristo a este Jesús a quien ustedes han -y expulsó los residuos de rabia que en su corazón aun existían con cada silaba que pronunciaba- cru—ci—fi—ca—do.
El silencio se propagó como un eco. Las almas entraban en contacto con la Verdad. La Fe pasaba por su prueba más difícil: vencer al Mundo. Las personas contemplaban afligidas el curtido rostro de Shimon. ¿De donde había salido este hombre tan sabio y entendido en las cosas de Dios? Nadie encontraba nada extraordinario en él. Tenía la cabeza fuerte y redonda, mandíbulas prominentes, una frente retrotraída. El cabello crespo y grueso, igual al de su abundante barba. Era, a simple vista, un hombre común; con quien te podías tropezar en el mercado sin pedir perdón, sin voltear la cabeza. Sin embargo, después de cómo había hablado, rodeado de sus discípulos y de algunas mujeres, se tornaba ante los ojos de la muchedumbre en un Profeta. Uno como cualquiera de los que habían escrito la Ley, capaces de conducir a un pueblo entero a través del desierto. Por eso sintieron que debían responderle. Tenían que justificarse ante aquel santo:
-Hermano, ¿qué debemos hacer?
El pescador de Cafarnaúm les contestó:
-Conviértanse y háganse bautizar cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo, para que sus pecados sean perdonados.
Estaba hecho. La Primera Piedra había congregado a los fieles. Les había transmitido la Palabra. Su testimonio bastó para animar a cientos de los reunidos frente a la casa de los apóstoles.
-Sálvense de esta generación descarriada.
Eso había agregado. Sabía que toda generación lo era. Pero, sabía a su vez que la Iglesia sería imperecedera. Una comunidad dispuesta a recibir a las ovejas perdidas de la tierra. Yohanan, como los otros apóstoles, escuchó el contundente discurso de su condiscípulo. Y se conmovió hasta las lágrimas cuando recordó una parábola de Yehoshua: «Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas. El asalariado, o cualquier otro que el pastor, huye ante el lobo. No son suyas las ovejas y él las abandona. Y el lobo las agarra y las dispersa, porque no es más que un asalariado y no le importan las ovejas». Shimon, de igual manera, camino sobre una frase de Cristo: «Apacienta mis ovejas». Kefas quería responderle en voz alta: «Ya lo estoy haciendo, Señor».
Los Doce -el traidor había sido reemplazado por Mattathias- comprendieron, con la llegada del Espíritu, que ese sería el modelo de su Iglesia. Una oportunidad: ellos tocando las puertas de la humanidad y la humanidad tocando la única Puerta de Dios que es Cristo. Ese mismo día, alrededor de tres mil personas fueron bautizadas.
Sí, parecía que se habían escuchado los golpes en la madera.


2

«Tan solo somos de ayer y ya llenamos el Mundo».

Tertuliano

(La Iglesia -del griego κκλησία, “asamblea”- fundada por Cristo es el conjunto de los creyentes llamados a construir el Reino de Dios. Los que han recibido el bautismo se sienten unidos por la fe y buscan la vida en asociación.
Las comunidades primitivas fueron grupos, no demasiado grandes, en los que era posible el conocimiento mutuo de unos y otros -prostitutas o publicanos, judíos o gentiles, impedidos o sanos-, cuyos miembros debían compartir todos sus bienes como hermanos. Así nació la iglesia de Jerusalén, modelo de las que, en menos de un cuarto de siglo y debido a la labor epistolar de Pablo de Tarso, se multiplicaron siguiendo su ejemplo: Cesarea de Samaria, Antioquia, Éfeso, Filipos, Atenas, Corinto, Alejandría y Roma).
Shimon y los Once se organizaron para dirigir y adoctrinar a los recién bautizados. Decidieron principiar enseñándoles la palabra de Dios. Les mostraron en todo momento el sólido cariño que los unía a Cristo, con quien ellos habían tenido la dicha de convivir y aprender. De esa base doctrinal, basada en la experiencia directa, germinó la mística propia de la nueva Fe: bondadosa…
«-Ustedes saben que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. En cambio yo les digo: No resistan a los malvados. Preséntale la mejilla izquierda al que te abofetea la derecha… Ustedes saben que se dijo: Ama a tu prójimo y guarda rencor a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores. Así serán hijos de su Padre, que esta en los cielos».
…y orientada hacia una indulgencia sin reparos de los agravios del prójimo.
«-Por eso les digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le quedan perdonados, por el mucho amor que demostró. Pero a quien se le perdona poco, demuestra poco amor».
Una vez enterados de la Verdad, los iniciaron en la “fracción del pan”. Los apóstoles llamaron de este modo a la Eucaristía -εχαριστία o “acción de gracias”-, aquel signo de la gracia sobrenatural que santifica a quien lo recibe. Rito cardinal y cordial de la naciente Iglesia, instituido por el mismo Yehoshua en su postrera cena pascual. Únicamente, alguno de los Doce podía consagrar el pan y el vino que se convertían sustancialmente en el Cuerpo y Sangre de Cristo.
«… tomó el pan  y, dando gracias, lo partió y se lo dio, diciendo:
-Esto es mi cuerpo, el que es entregado por ustedes. Hagan esto en memoria mía».
 «Después, tomando una copa de vino y dando gracias, se la dio diciendo:
-Beban todos porque esta es mi sangre, la sangre de una Alianza, que es derramada por una muchedumbre, para el perdón de sus pecados. Y les digo que no volveré a beber de este producto de la uva hasta el día que beba con ustedes vino nuevo en el Reino de mi Padre».
Sobre el final, los Salmos y las composiciones de los antiguos profetas prolongaban la celebración al ser recitados por los feligreses con gratitud y fervor al Padre por haberlos liberado del pecado de Adán a través de su Hijo.
Con el tiempo, la comunidad original creció. Más y más personas se hacían participes de la esperanza y de la dicha. Cada uno de ellos vendía sus bienes o propiedades y repartía el dinero de acuerdo a las necesidades de sus hermanos.
«-No temas, pequeño rebaño, porque al Padre de ustedes le agrado darles el Reino. Vendan lo que tienen y repártanlo en limosnas. Háganse bolsas que no se gasten, y junten riquezas celestiales que no se acaban, donde el ladrón no puede llegar y la polilla destruir. Porque, donde esta su tesoro, ahí también estará su corazón».
Acudían muy entusiastas diariamente al Templo, a pesar de las muecas procaces de los saduceos y de los fariseos. Alababan siempre a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo.
Y el Señor hacia que los salvados cada día se integraran en mayor número.


3

La tarde se hacía pesada después de la digestión. Aunque el almuerzo había sido frugal, Kefas y Yohanan sentían un ligero bochorno. Su andar común era lento. Se dirigían al Templo, recorriendo las estrechas calles de Jerusalén. (El Segundo Templo -el Primero había sido destruido en el siglo IV a.C. por Nabucodonosor II-, edificio exquisito, estaba protegido en tres de sus lados por una hondonada profunda; sin embargo, por el cuarto, en el ángulo noreste, los romanos habían construido una fortaleza -llamada Antonia- donde, tras la reducción de Judea a provincia del Imperio, se custodiaban las vestiduras rituales del Sumo Sacerdote. Para los judíos nacionalistas -los zelotes- esta presencia militar era un permanente insulto a Dios). Atravesaron la imponente primera muralla y, elevada sobre la meseta del monte Moria, la segunda muralla, la del Templo propiamente dicho, les descubrió su helénica arquitectura. Tenía bellas estatuas griegas y adornos enchapados en fino oro que relucían por los ambarinos rayos del sol poniente. Una vez dentro, solo había judíos porque la segunda muralla no podía ser franqueada por paganos o extranjeros, so pena de muerte si osaban hacerlo. Los apóstoles subieron por las escalinatas del costado este, para entrar al recinto sagrado por la Puerta Hermosa. Allí encontraron a un pobre hombre tullido. Aquel miserable había nacido así y se sentaba todos los días, bajo la sombra del pórtico, a pedir limosna. Los Dos lo contemplaron con ternura. Kefas le ordenó:
-Míranos.
El tullido los observó desilusionado. Sabía que no conseguiría dinero de aquellas dos personas; vestían con telas demasiado raídas y burdas. Kefas descifró los pensamientos del infeliz:
-No tengo oro ni plata, pero lo que tengo, te lo doy: ¡Por el Nombre de Jesucristo de Nazaret, camina!
Lo tomó de la mano derecha y lo alzó. Entonces, el nombre de Yehoshua, por el poder que le diera su Padre al resucitar, logró endurecer los tobillos, afirmar las piernas y enderezar la espalda del lisiado. El nuevo hombre, rejuvenecido, dio un brinco de alegría. Luego, aferró con cada una de sus manos a un apóstol y entró con los Dos al Templo. Mientras caminaba, recitaba salmos y alabanzas desterradas, por el desuso, de su memoria. La Puerta Hermosa daba paso a un gran patio en el que las mujeres se tenían que quedar. Cuando ellas lo vieron entrar, lo reconocieron inmediatamente y permanecieron atónitas de asombro. El limosnero no se apartaba de los Dos y los siguió hasta el Pórtico de Salomón. El príncipe de los apóstoles, al ver que otra oportunidad le sonreía, se liberó del agradecido abrazo del tullido, y habló ante los maravillados:
-Israelitas, ¿por qué nos miran así? ¿Creen ustedes que le hicimos andar por nuestro propio poder o nuestra santidad? Sepan que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, a quien ustedes entregaron y a quien negaron ante Pilato cuando este quería ponerlo en libertad… Pero Dios lo resucitó de entre los muertos… y por la fe en el Nombre de Jesús, este nombre ha sanado al tullido que ustedes ven y conocen. Arrepiéntanse entonces y conviértanse para que, todos sus pecados sean borrados.

***

Shimon Kefas continuaba dirigiéndose a la multitud reunida cuando, de repente, los sacerdotes del Templo notaron el tumulto que se había formando y se aproximaron a él. Al oírlo blasfemar de semejante manera, llamaron al jefe de la guardia y a los jerarcas del partido conservador de los saduceos (Representantes de la aristocracia sacerdotal, económicamente acomodada. Políticamente, se habían vendido a los romanos; en cuanto a la religión, se atenían a la interpretación literal de la Ley y repudiaban cualquier evolución en el pensamiento teológico como la creencia en los Ángeles o en la Resurrección). Estos montaron en cólera al escuchar que los apóstoles predicaban que la Resurrección de la Carne se había verificado en el cuerpo de Iexu. Sin mayor dilación, hicieron una seña a los guardias para que los apresaran y los encerraran en un calabozo hasta la mañana siguiente dado que estaba comenzando a oscurecer.
Aunque aquella penosa noche, Kefas y Yohanan no lo supieron, la exhortación Shimon había surtido efecto y dos mil nuevos creyentes se encaminaron hacia la casa de los apóstoles para ser bautizados. Los Diez se enteraron de la situación de los capturados gracias a los recién llegados. Manejaron la posibilidad de salir a buscarlos y, si era necesario, ser encarcelados para hacerles compañía. Mariam logro hacerlos desistir de sus absurdos planes y los convidó a que rezaron por sus amigos. Así, sus oraciones y sus espíritus los acompañarían toda la noche.
Al despuntar el alba, se reunieron los Jefes de los sacerdotes, los Ancianos (La segunda secta, extremista, la de los esenios. Vivian en regímenes comunitarios, reunían las ganancias de su trabajo, se servían de objetos fabricados con sus manos; comían mesuradamente y llegaban por lo general a más de cien años. Incluso, no defecaban el sábado porque lo consideraban contrario a la Ley) y los Maestros (En el extremo opuesto a los saduceos, los fariseos, herederos de los hasidim o “piadosos” que protagonizaron la insurrección de los Macabeos -hacia el 167 a.C.- contra el seléucida Antíoco IV Epífanes. Ellos eran los doctores de la Ley; rabinos que conocían muy bien las Escrituras y estaban habituados a leerlas e interpretarlas. Su enseñanza oral de la Torá -del hebreo Toráh, “dar en el blanco”- en las sinagogas, les había conferido una importante influencia sobre el pueblo judío. A pesar de que sus ancestros habían luchado con valor, muy pronto los intereses de su clan se tornaron materiales, hasta convertirse en un partido sin fe ni moral) que había en Jerusalén. El Sumo Sacerdote, Cayafás, apareció con su suegro Anás, Jonatán, Alexandrós y los demás miembros de la familia pontificia. Después de murmurar entre sí, y planear como culparían a los apóstoles, los mandaron traer ante el tribunal. Con una mirada de inocultable desprecio, Anás les preguntó al tenerlos en su presencia:
-¿Con que derecho hicieron esto? ¿Quién se los ha autorizado?
Fue en Kefas, el de voluntad pétrea, en quien el Espíritu confió para vencer a los funcionarios:
-Jefes del pueblo y Ancianos de Israel, hoy debemos responder por la curación de un enfermo. ¿Por quién ha sido sanado? Sépanlo todos ustedes y que lo sepa todo el pueblo de Israel: Jesús es la piedra que ustedes los constructores despreciaron y que se convirtió en piedra fundamental,… no hay otro Nombre por el que podamos ser salvados.
Los miembros del Sanedrín se quedaron sorprendidos ante la desenvoltura de aquel pobre pescador. Hicieron salir a los apóstoles de la sala del tribunal y discutieron un largo rato entre ellos.
-Lo mejor seria amenazarlos, para que no hable más a nadie de ese a quién invocan.
Pasados varios minutos, los volvieron a llamar. Les ordenaron que de ningún modo predicaran en nombre de Iexu. Pero Kefas y Yohanan les replicaron con justificada insolencia:
-Vean ustedes mismos si esta bien delante de Dios que les obedezcamos antes que a él.
Con impotencia, los dejaron en libertad porque no habían cometido crimen alguno. Escoltados por los guardias fueron expulsados del Templo. Una vez libres, se encaminaron a la casa donde vivían en comunidad con los otros apóstoles y los bautizados, y les contaron todo lo acontecido. Informados de los detalles, los hermanos elevaron una plegaria al Altísimo:

«¿Por qué se agitan las naciones
y los pueblos traman planes vanos?
Los reyes de la tierra se reúnen
y los jefes pactan una alianza
contra el Señor y contra el Mesías».

Al terminar de orar, el suelo vibró por unos segundos. Supieron que era una señal inequívoca del Espíritu de la Verdad. Con más seguridad que nunca, los Doce salieron a predicar a cada vivienda, calle y plaza de Jerusalén.
Mientras tanto, apoyado en una columna del Patio de los Sacerdotes, con la vista fija en el Altar de los Sacrificios, el astuto discípulo del célebre Gamaliel -más tarde nombrado Paulus, “pequeño” en latín- rumiaba su odio.


4

Los más de cinco mil fieles convertidos por los apóstoles, guiaban su conducta, siguiendo los lineamientos que Dios le entregara a Moisés en el Sinaí. Natanael, el hijo de Tolmay, conocedor de la Ley los adoctrinaba siempre: «Entonces Dios dijo todas estas palabras:
-Yo soy Yavé tu Dios el que te saco de Egipto, país de esclavitud.
No tengas otros dioses fuera de mí.
No hagas estatua ni imagen alguna de lo que hay en el cielo, en la tierra y en las aguas debajo de la tierra. No te postres ante esos dioses, ni les des culto, porque Yo, Yavé, tu Dios, soy un Dios celoso. Yo castigo a hijos, nietos y biznietos por la maldad de los padres cuando se rebelan contra mí. Pero me muestro favorable hasta mil generaciones con aquellos que me aman y observan mis mandamientos.
No tomes en vano el nombre de Yavé, tu Dios, porque Yavé no dejara sin castigo a aquel que tome su nombre en vano.
Acuérdate del día Sábado, para santificarlo. Trabaja seis días, y en ellos haz todas tus faenas. Pero el día séptimo es día de descanso, consagrado a Yavé, tu Dios. Que nadie trabaje. Ni tú, ni tus hijos, ni tus siervos, ni tus siervas, ni tus animales, ni los forasteros que viven en tu país. Pues en seis días Yavé hizo el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto hay en ellos, pero el séptimo día Yavé descanso, y por eso bendijo el Sábado y lo hizo sagrado.
Respeta a tu padre y a tu madre para que se prolongue tu vida sobre la tierra que Yavé, tu Dios, te da.
No mates.
No andes con la mujer de tu prójimo.
No robes.
No des falso testimonio contra tu prójimo.
No codicies la casa de tu prójimo. No codicies su mujer, ni sus servidores, ni su buey o su burro. No codicies nada de lo que le pertenece».
Natanael también los encaminaba con las palabras de su querido Maestro:
-El primer mandamiento es: Escucha, Israel:
«El Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Al Señor tu Dios amaras con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu inteligencia y con todas tus fuerzas».
Y después viene este:
«Amaras a tu prójimo como a ti mismo».
Atendiendo a estos preceptos, los nuevos creyentes abandonaban las frívolas comodidades de la vida mundana. Vendían todo lo que tenían y ponían el dinero a disposición de los Doce, quienes lo repartían entre los más necesitados de la ciudad. Así lo hizo Yosev, rebautizado Bernabé. El “hombre del consuelo” era un levita (descendiente de la familia de Leví, cuyos miembros ejercían funciones secundarias en las ceremonias judías) nacido en Chipre. Tras vender su exigua finca, apareció un buen día en la puerta de los apóstoles con una bolsa de monedas en la mano, la ropa que traía encima y la fe incendiando a su encarnado corazón.
Yosev tenía un primo en Jerusalén, su nombre era Yohanan. Usualmente lo llamaban Markos.


5

Un judío llamado Ananías, de acuerdo con su esposa Safira, hizo lo mismo que Bernabé. Pero cuando llegó a la casa de los seguidores de Cristo, Kefas percibió en sus palabras la mentira y el engaño:
-Ananías, ¿por qué has dejado que Satanás se apodere de tu corazón? ¿Por qué  intentas engañar al Espíritu Santo guardándote un parte del precio de tu campo?... No has engañado a los hombres, sino a Dios.
El apóstol sintió una honda pena por aquel infeliz de espíritu, ya que sabía cual era el castigo que le deparaba el Padre. El mentiroso, apenas acabó de escuchar las palabras de Kefas, se desplomó en el suelo de la entrada y murió instantáneamente. Los hermanos más jóvenes lo cubrieron con una tela plomiza que servía de manta. El rostro del difunto había adoptado una expresión macabra que atemorizó a los que lo vieron. El príncipe de los apóstoles rezó por el alma de Ananías para conseguir la indulgencia del Señor e interceder por su perdón en el Cielo. Transcurrida la mitad de la tarde, apareció la viuda. Ella no estaba al tanto de lo acaecido. Kefas, al verla, interrumpió sus oraciones para concluir su temible labor:
-¿Por qué se han puesto de acuerdo para poner a prueba al Espíritu del Señor? Mira, aquí vienen los que enterraron a tu marido. Ellos te llevaran a ti también hoy.
Safira se derrumbó en el mismo lugar en donde lo hiciera su esposo. El dintel de la puerta acarició con su negra sombra al cuerpo sin vida. Aquel que los había juzgado, entendió que la pareja estaba muerta mucho tiempo antes de caer abatida en el suelo. Ellos se convirtieron en cadáveres ambulantes desde el instante en que intentaron burlar a Dios. Su hedor apestaba la tierra que habían recorrido. El apóstol les había enseñado su putrefacción interior. Kefas pidió a los hermanos que volvían del cementerio, que enterraran a Safira al lado de su marido. Luego, reflexionó por algún tiempo acerca de aquella desgracia. Dos almas se habían perdido en las garras del Mal. Melancólico, decidió salir a encontrarse con los Once. Ellos se hallaban predicando en el Pórtico de Salomón.
Al caminar por una callejuela vacía de Jerusalén, observó a lo lejos a una mujer que empujaba con esfuerzo una cama de madera quemada o sucia hasta la puerta de su vivienda. Sobre el destartalado mueble yacía tendida una muchacha hética cuya transpiración hacia que el largo camisón amarillento se le pegara al huesudo cuerpo. Kefas se acercó y, al alcanzar la fachada de dicha casa, le preguntó a la mujer por qué exponía a la intemperie a su hija estando en condición tan penosa. La madre, con los parpados hinchados por el abundante llanto vertido, le aclaró:
-Quería que su santa sombra la cubriera un poco, señor.


6

Los Doce salieron del Sanedrín, gozosos por haber sido azotados en el Nombre de Cristo. Sus espaldas conservaban los trazos sanguinolentos que los látigos recorrieron. Sus ropajes, también mostraban los signos de aquel ultraje. Pero los apóstoles estaban realmente contentos, porque habían bebido un poco del dulce Cáliz de la Pasión.
Al entrar por la puerta de la morada en donde cohabitan con los demás hermanos, Mariam los recibió muy emocionada. La idea de no volverlos a ver con vida, había invadido varias veces su apesadumbrada sien durante la noche. Ayudada por Miryam de Magdala, desinfectó y vendó las heridas de los apóstoles. Al concluir las tareas médicas, la madre de Yehoshua los interrogó. No había tenido noticia alguna de ellos por más de un día. Andreia la miró con la ternura de un hijo, e inició el relato:
-Madre, estábamos predicando en el Templo, cuando de pronto el Sumo Sacerdote y los saduceos ayudados por los guardias, nos capturaron a los Doce. Nos encerraron para que durmiéramos en la cárcel pública. Pero, hacia el final de la noche, un Ángel del Señor abrió las puertas de nuestra celda y nos pidió que saliéramos, diciendo: «Preséntense en el Templo y anuncien al pueblo, todo el mensaje de vida». Así que le obedecimos, y cuando ya clareaba el sol, nos pusimos a enseñar siguiendo sus órdenes.
Aquí, el hermano de Kefas, le cedió la palabra a Mattathias:
-Pienso que hasta ese momento, nuestros perseguidores no se había percatado de nuestra huida, porque cuando se enteraron donde estábamos y que hacíamos, apareció el Jefe de la guardia, que ayudado por sus subalternos, nos apresó de nuevo. Felizmente, esta vez lo hicieron con menos violencia. De lo contrario, nuestros seguidores los hubieran apedreado en el acto.
Al escuchar la palabra “apedreado”, Kefas sintió un leve mareo en la cabeza. Este fue acompañado por una punzada en el pecho que le cortó la respiración. Mattathias notó la incomodidad de su maestro, por lo que paró de hablar. Miryam de Magdala se puso de pie y fue rápidamente a la cocina. Trajo entre las manos un cuenco con agua que le entregó al apóstol. Él la bebió despacio. Cuando vació el cuenco, pidió a sus hermanos el turno para concluir la narración:
-Anás nos volvió a prohibir que predicáramos en Nombre de Cristo. Nos acusó de haber extendido por toda la Ciudad Santa su impía doctrina. Los miembros del Sanedrín querían limpiarse de toda culpa diciendo que los representábamos injustamente como los responsables de la sangre derramada de Yehoshua. Su hipocresía me arrebató en un principio, pero me serené lo suficiente como para responderles: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Cuando dije esto, un fariseo, Saulo, me lanzó una bofetada en la mejilla. Vi en sus oscuros ojos un odio siniestro y negro. Si hubiese estado a su alcance, me hubiera matado a golpes en pleno tribunal. Gamaliel, un rabino sabio logró apaciguarlo. Supongo que aquel hombre de fe sincera intercedió por nosotros ante el Sanedrín. Esto último no lo sabemos con certeza, porque nos hicieron salir del salón para elaborar la sentencia. Cuando nos presentamos, volvieron a prohibirnos hablar de Iexu, como ellos Lo nombran. Antes de liberarnos, nos sacaron al patio y ahí nos castigaron con decenas de azotes. -Cogió la manos de Mariam y de Miryam- Ahora, debido a ustedes, santas mujeres, nuestros llagas sanaran pronto y podremos volver a predicar en Nombre de quien nos lo han vedado.
Al teñirse de tinieblas el horizonte, los apóstoles durmieron boca abajo, por las heridas de los azotes, un sueño reparador. Estaban muy cansados.
(Corría el año vigésimo primero del reinado de Tiberio, y la tetrarquía de Herodes Philippos se había quedado vacante).

«Y, cuando unas semanas mas tarde, Jesús se evade del grupo de los discípulos,
sube hacia el cielo y se disuelve en la luz, no se trata de una partida definitiva. Ya se ha emboscado en el recodo del camino que va de Jerusalén
a Damasco, y acecha a Saulo, su perseguidor bienamado. A partir de entonces, en el destino de todo ser humano existirá ese mismo Dios en acecho».

François Mauriac
 


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