El
ensayo de Ángel Rama[1]
pretende organizar de manera diacrónica el desarrollo de ese «parto de la
inteligencia» (p. 1) que ha sido la urbe latinoamericana. Para ello, establece
una secuencia sucesiva de conceptos-metáfora, especie de cronotopos[2] culturales
construidos sobre la ciudad real pero
distintos de ella, a través de los cuales rastrear la persistencia o renovación
de sus elementos constituyentes, en medio de una tensión que tiene como polos
opuesto dos pares de categorías: civilización/barbarie y
tradición/modernidad.
En el primer capítulo, «La ciudad ordenada», distingue
entre la ciudad orgánica medieval y
la ciudad barroca, cúspide de la
monarquía absoluta española, en la cual la forma de la ciudad es homóloga al
orden social de carácter piramidal que la sustentaba. El proyecto racionalista
que se encuentra detrás de su constitución en el Nuevo Mundo pudo ser llevado a
cabo debido a la concentración del poder en tres instituciones: la Iglesia, el Ejército y la Administración.
El diseño urbanístico del damero
no era más que una transposición del modelo
circular renacentista de corte neoplatónico, sustentado a su vez en la
preeminencia de la escritura sobre la oralidad, labor a la que se entregaron
con dedicación un nutrido contingente de escribanos.
La perennidad del signo le otorgó una primacía a la vida simbólica y no física
de las incipientes ciudades coloniales, instaurando el «sueño de un orden» con la
frenética carrera urbanística de los conquistadores españoles en América. La
ciudad era el medio más eficaz de control y centro articulador del proceso de
evangelización, lo que posibilitó la reducción del continente recién
descubierto a la condición subordinada de todo territorio periférico.
En el segundo capítulo, «La ciudad letrada», Rama
plantea la equivalencia entre la clase sacerdotal y la clase letrada, las
cuales fueron de hecho la misma (cabe destacar el papel de los jesuitas en ese
sentido) hasta el s. XVIII cuando se inició el proceso de laicización de la
segunda. La ciudad letrada era el
núcleo duro de la ciudad barroca, «el anillo protector del poder y ejecutor de
sus órdenes» (p. 25), un circuito cerrado de «ocio remunerado» gracias al
trabajo de indios y esclavos. Las tareas del letrado eran básicamente cuatro:
la supervisión de la administración colonial, la evangelización
(transculturación) de la población indígena, la ideologización de la
muchedumbre a través de la «fiesta barroca», y la formación de la élite
dirigente al servicio del proyecto imperial. Esto permitió su autonomía dentro
de las instituciones a las que pertenecía, otorgándole un poder vinculado a la
creación de modelos culturales. Si la ciudad real estaba conformada por un
laberinto de calles en donde primaba el carácter sensible de los significantes,
la ciudad letrada era un laberinto de signos en el cual las significaciones
eran abstractas e intercambiables.
En el tercer capítulo, «La ciudad escrituraria», se
destaca «la distancia entre la letra rígida y la fluida palabra hablada» (p.
41) que caracterizó a la ciudad letrada al sacralizar la escritura y prohibir
la lectura personal sin censura, lo que la convirtió en una verdadera ciudad escrituraria gobernada por una
minoría. Esto motivó la diglosia de la sociedad latinoamerica: por un lado, una
lengua cortesana y pública; y por el otro, una lengua privada y de la plebe.
Asimismo, la ciudad escrituraria estaba rodeada por dos anillos enemigos: la
urbe popular donde se formó el español americano; y el espacio rural indígena o
negro. La actitud defensiva de la ciudad escrituraria se concretó en un apego a
la norma peninsular; haciendo de la
clase letrada, en sus interminables intercambios epistolares con la Metrópoli, traductores
de los códigos lexicales de las colonias. Estos mismos letrados serían los
encargados, en el periodo pos-revolucionario, de mantener el orden al ponerse
al servicio de los caudillos militares y elaborar los textos constitucionales
de las nacientes repúblicas; demanda que significó su propia ampliación
estamentaria, al continuar la función doctrinal que habían desempañado durante la Colonia bajo otro nombre:
la función educativa.
En el cuarto capítulo, «La ciudad modernizada», se
aborda el quiebre que representó el proceso de modernización de las ciudades
latinoamericanas desde 1870, en el cual «un sector recientemente incorporado a
la letra desafiaba el poder» (p. 71). Después de medio siglo de alternancia
entre liberales y conservadores, ambos pertenecientes al circuito letrado, se
produjo una transformación de la Universidad con la creación de escuelas
técnicas, debido al influjo del positivismo, para satisfacer la demanda causada
por el aumento demográfico, de las exportaciones y del impulso urbanizador. La
actividad de los intelectuales quedó confinada a tres ámbitos: la educación, la
diplomacia y el periodismo. Esta última, aunque ajena a la esfera del poder,
terminó ejerciéndose de manera mercenaria. Los mitos urbanos que se
constituyeron ante un panorama de imposible enfrenamiento al poder fueron
colectivos (a diferencia de los EE.UU.), encarnados en las figuras del rebelde
y el santo, a través del bandolerismo y el mesianismo. Por otro lado, la
creación de las Academias de la
Lengua compensó la subversión lingüística operada por la
democratización, la inmigración, la influencia francesa y la fragmentación de
las nacionalidades. La ciudad letrada de la modernización realizó dos
operaciones: la extinción de la naturaleza y lo rural al estudiar la tradición
oral de ambos espacios como objetos en vías de extinción de carácter literario
pero no cognitivo lo que permitió la justificación de los proyectos nacionalistas;
y la homogenización de la heterogeneidad urbana debido a la inmigración
extranjera y a la estratificación social. La disolución de la ciudad física por
la modernización generó una experiencia cotidiana de extrañamiento en sus habitantes que buscó reparar la escritura por
dos caminos: la invención futurista y la invención pasatista. Los únicos que oscilaron entre la ciudad real y los márgenes de la ciudad letrada fueron los poetas, des-ubicados del poder.
En el quinto capítulo, «La polis se politiza», Rama divide
la historia del s. XX en tres periodos: el nacionalista
(1911-1930), el populista
(1930-1972), y el catastrófico/dictatorial
(1973 en adelante). Desde la
Revolución mexicana se suceden una serie de movimientos
similares en las décadas siguientes a la par que América Latina se incorpora a
la economía-mundo y se torna más patente su dependencia de ese sistema. Sin
embargo, la especialización artística que proponía al letrado dicho mercado no
lo alejó de su activa participación en la política. La generación de poetas y
ensayistas modernistas y de escritores naturalistas desempeñó una función ideologizante, de tendencia
juvenilista y redentora (espiritualista y antimodernizadora), que fue
enjuiciada negativamente por la generación nacionalista siguiente aunque los
respetaran desde el punto de vista artístico. La prensa fue el soporte de los
discursos del 900 a
través de dos géneros: el propagandístico
y el filosófico-político. La
expansión de los sectores comerciantes e industriales no frenó el autoritarismo
del sistema político lo que generó la aparición del cesarismo democrático, es decir, «la directa conducción militar,
enguantada con formas civilistas» (p. 132), a la que se plegaron varios
intelectuales de la época.
En el último capítulo, «La ciudad revolucionada», se
analiza la conversión del intelectual en correligionario
a partir de la creación de los nuevos partidos definidos por tres elementos:
radicalidad ideológica (exclusivismo/personalismo), organización democrática y
solidaridad nacional (misticismo partidario). Además, la emergencia del sector
editorial facilitó un circuito autónomo y ajeno al poder en el que el
intelectual establecía un contacto directo con el público, lo que motivó su trasformación
en tres aspectos: incorporación de doctrinas sociales (anarquistas y comunistas),
autodidactismo (frente a la Universidad) y profesionalismo (sin mecenazgo). Ambos
factores propiciarían un renovado pensamiento
crítico que no estaría exento de una percepción dilemática del intelectual
por parte del poder hasta nuestros días: la admiración indiscutible por su capacidad para manejar el instrumento linguístico (y técnológico, actualmente); y la desconfianza respecto a su solidaridad y persistencia.
[1] Rama, Ángel. La ciudad letrada. Hanover, Ediciones
del Norte, 1984.
[2] Categoría propuesta por el teórico literario Mijail
Bajtin que designa «la unión de los elementos espaciales y temporales en un
todo inteligible y concreto. El tiempo se condensa aquí, se comprime, se
convierte en visible desde el punto de vista artístico; y el espacio, a su vez,
se intensifica, penetra en el movimiento del tiempo, del argumento, de la
historia. Los elementos del tiempo se revelan en el espacio, y el espacio es
entendido y medido a través del tiempo». En: «Las formas del tiempo y del
cronotopo en la novela (Ensayos de poética histórica)». Teoría y estética de la novela. Madrid, Taurus, 1991, pp. 237-8.
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