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miércoles, 17 de noviembre de 2010

Moral musical

Hace casi dos semanas tuve un fin bastante movido. Pero mi vida en el trabajo y en la universidad no importan tanto como para hacer un post de eso. Lo que me mueve a escribir es la música. En ambos tonos escuché mucho de ella. Y reflexionando ayer mientras hacía el viaje interprovincial entre los dos polos de mi vida actual, caí en la cuenta de algo. O al menos creo que caí. Me refiero a la relación que existe entre mi personalidad y la música. Y creo que es muy parecida a la que hay entre el mismo ente y la literatura, el cine, la televisión, los videojuegos, el alcohol, etc.
Cuando tenía doce años terminé la primaria. Era el 2000. Vaya promoción. Escuchaba a West Life, Robbie Williams y Linkin Park. Es decir, música de mierda.
Pero algo irrumpió de pronto. Una apertura: el piano. Quede prendado de los cantautores argentinos y de los virtuosos románticos. Así aparecieron Calamaro, Charly y Fito. Chopin, Listz y Mendelssohn (el músico más feliz del que tenga noticia).
Todo esto me llevó a un nuevo descubrimiento, en el Taller de Audición Musical del colegio del 2005, el de la melodía. Y mi encuentro con el máximo exponente del Clasicismo musical: Wolfgang Amadeus Mozart. Curiosamente de Beethoven no supe nada hasta finales de ese mismo año. Él me mostró lo que desde ese momento he calificado como la antítesis melódica: la armonía.
Aquí un resumen: el espíritu del dieciocho, el de la ilustración austriaca, el de la línea de notas es el de Mozart; el alma del diecinueve, el del romanticismo alemán, el de la superposición de varios temas es el de Beethoven. Esto lo dice un simple aficionado. El develamiento de la variación y la aparición del tema contrapuesto. El devenir y la idea. Dos formas de moral distinta.
Digo dos formas de moral porque eso me parecen representar: la moral deontológica (del deber ser), por lo tanto, superativa; y la moral teleológica (del fin del ser), en otras palabras, jerárquica. Pero ambas ascendentes debido a su modernidad, al Renacimiento, a los Bach, y a Descartes. Porque antes de eso está el ritmo. El modelo rítmico es el de las rondas de fines de la Edad Media, del cual derivará la forma sonata con Mozart y que serán culminadas en las sinfonías de Beethoven.
Curiosamente, el romanticismo propio y el tardío son más melódicos. Como la trova rosarina. Pero hay mucho de prerrenacimiento, de premoderno en la música actual. Algo de lo rítmico y de lo armónico en sus dos principales representantes: la cumbia y la salsa. Son ritmos, más que melodías, que se juntan en armonías para evitar la disonancia pura. Por eso, la palabra clave en ellas es orquestación. La orquesta (la banda) es una especie de tribu musical. Y los que la bailan lo hacen en grupos o por parejas como en el Medioevo, sobre un tablado de madera. He ahí porque la base melódica de este tipo de música es la voz. El verdadero orquestador de cada instrumento independiente. Somos bailarines teleológicos, jerárquicos, inmóviles. Nuestros cuerpos se mueven pero adentro no hay nada. Sin letra, esa música no suena, es ruido. Y cuando adolece de la voz se refugia en el ritmo, se va más atrás; o, en un atisbo de modernidad, adquiere un ligero temple melódico. Lo primero es usual en la salsa; lo segundo, en la cumbia.
Yo soy un melómano. Es decir, un degustador de melodías. Yo escucho la música, no la uso para bailar. Me incomoda lo acumulado, lo superpuesto, lo impuro. He ahí porque me basta un violín y un tema. Un piano y un intérprete. Una voz sola. Mi moral es deontológico, moderna, superativa.
Y vivo feliz, como Mendelssohn, sin saber que ser distinto (judío) se vería como un gesto de soberbia, y no una auténtica inclinación natural.

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