Uno de los representantes menos
conocidos -al menos para mí- del Sturm
und Drang (digamos que su desarrollo comprende de 1767 a 1785) es Jakob Michael Reinhold Lenz (1751-1792), el
“poeta fracasado”, cuarto hijo de un pastor de Livonia, lector apasionado de
Shakespeare en inglés, eterna sombra de Goethe y sepultado por la nieve en una
sórdida calle de Moscú, borracho y loco.
En 1776, F. Klinger había dado su
nombre al movimiento con una obra de teatro. La juventud alemana, así, iniciaba
una revolución cultural que se anticipaba a la revolución social y política de Francia. En ese clima intelectual, Lenz publica, dos años antes, una pequeña
pieza teatral que criticaba el sistema educativo de las clases privilegiadas y,
especialmente, la hipocresía sexual de la época: El preceptor (1774), la cual luego sería adaptada por Bertolt
Brecht. En ella, un joven preceptor llamado Läuffer -Lenz también había sido
preceptor de la familia Hofmeister en Estrasburgo- se enamora de su pupila
Augustica, pero cuando se entera de su embarazo, huye a casa de un maestro
rural, no sin antes castrarse. Augustica da a luz al niño y, luego de una serie
de eventos infortunados, es perdonada por su padre y se reconcilia con su
prometido Fritz, quien acepta al hijo de Läuffer, no sin antes decir: “Este
niño es ahora también mío; una triste prenda de la debilidades de tu sexo y de
las locuras del nuestro, pero, sobre todo, de la ventajosa educación de
muchachas jóvenes por preceptores”. Una frase que agria el final feliz de cualquier
comedia.
Sin embargo, en esta ocasión, mi
interés no es centrarme en la obra literaria de Lenz, aunque el párrafo
anterior puede darnos un perfil bastante claro de su carácter; sino en el
proceso de enajenación mental que sufrió durante los últimos quince años de su
vida.
Después de ser expulsado de la
compañía de Charlotte Von Stein por el duque de Weimar, debido a los celos de
Goethe -una historia muy deliciosa sobre eso que Choderlos de Laclos llamaba las
“amistades peligrosas”-, lo que implicaba la ruina económica y social del
dramaturgo, Lenz empezó a sufrir de alucinaciones y raptos de violencia que lo
llevarían, finalmente, a la locura y la idiocia. La traición de aquel al que
consideraba su “hermano” y la muerte, durante el parto, de uno de sus amores
platónicos, Cornelia Schlosser, hermana -esta sí real- de Goethe, hicieron que
tuviera su primer rapto de esquizofrenia en la casa de uno de sus amigos, C.
Kauffmann, y, a inicios de 1778, fuera enviado por él a Waldersbach, en
Alsacia, para ser tratado por el pastor J. F. Oberlin.
En 1835, un escritor de veintidós
años, antiguo correligionario desencantado de la Joven Alemania, se ocupó de
los diarios de Oberlin y escribió una novela corta que tituló Lenz. El nombre de este autor fue Georg
Büchner (1813-1837) y completaría, antes de morir súbitamente de tifoidea dos
años después de este librito, esa otra obra hermosa y terrible sobre un pobre
soldado -que Herzog llevó tan bien al cine-: Woyzeck.
Büchner decidió centrarse en la
estancia de Lenz con Oberlin y transcribió, en su nouvelle, muchos de los diálogos anotados por el pastor como el
siguiente:
- ¿Su nombre, por favor?
- Lenz.
- ¡Ah, ah, ah! ¿No es usted escritor? ¿No he
leído algunos dramas que se atribuyen a un señor de este nombre?
- Sí, pero tenga a bien no
juzgarme por ellos.
Pues bien, esta entrada tenía
como justificación el transcribir uno de esos sentidos pasajes, en los que se
describe de forma bastante clara, la derrota de Lenz ante una fuerza que no
puede contener, pero de la que es consciente en todo momento, hasta el final:
Entretanto su
estado se había puesto cada vez más desolado, había desaparecido todo lo que
obtuvo de la cercanía de Oberlin y de la paz del valle; el mundo que había
querido aprovechar tenía una grieta monstruosa, no sentía odio ni amor ni
esperanza, un vacío tremendo y sin embargo un torturante desasosiego por
llenarlo. No tenía nada. Lo que hacía, lo hacía con conciencia y sin embargo lo
obligaba un instinto interior. Cuando estaba solo se sentía tan horrorosamente
solitario que hablaba constantemente en voz alta consigo mismo, llamaba y luego
volvía a aterrarse y le parecía como si una voz extraña hubiera hablado con él.
En la conversación vacilaba frecuentemente, lo sobrecogía un miedo
indescriptible, había perdido el final de una frase; entonces creía que debía
retener y decir siempre la última palabra hablada, solo con gran esfuerzo reprimía
esos caprichos. […] A veces sentía un impulso irresistible de hacer las cosas
que tenía en mientes en el momento y entonces hacía muecas terribles.
No hay nada de poético en este
estado y Büchner, al describir al “poeta fracasado”, lo sabe. Tal vez, porque
sus proyectos políticos para Alemania también habían fracasado. Él, como Lenz,
había transado, no con la locura, pero sí con una vida más respetable, menos
revolucionaria. Por eso, creo que podía suscribir para sí mismo, las últimas
palabras que le dedica al hijo de un pastor de Livonia: «Parecía muy lúcido,
hablaba con la gente, pero había en él un vacío atroz, ya no sentía angustia ni
anhelo; su existencia le era una carga necesaria. Así siguió viviendo».
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