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viernes, 17 de enero de 2014

«Al escribir no solo relataba sino que descubría»: La propuesta sobre la alfabetización académica de Paula Carlino


Alfabetización académica y humanismo inclusivo
El texto escrito no sólo construye un puente telecomunicativo entre amigos consolidados que en el momento del envío viven espacialmente distantes uno del otro, sino que pone en marcha una operación en un terreno inescrutado, lanza una seducción a lo lejos, dicho en el lenguaje de la antigua magia europea: una actio in distans, con el fin de dejar al descubierto como tal a ese desconocido amigo y motivarle para que entre en el círculo" (Sloterdijk, 2006 [1999]: 22-23).
La problemática abordada por Paula Carlino puede ser resumida en dos reflexiones claves sobre la metodología de la «enseñanza habitual» en los estudios universitarios: i) ¿quién aprende? y ii) ¿qué aprende? Las respuestas esbozadas por la investigadora muestran en su simplicidad un panorama obvio que, en apariencia, no queríamos notar.
Con respecto al primer cuestionamiento, Carlino señala que las clases que privilegian la exposición del profesor sobre las tareas de los alumnos solo benefician a dos tipos de sujetos del auditorio[1]: al propio docente y al «alumno que por su cuenta ya está capacitado y motivado» (Carlino, 2005:11); por lo que este modelo pedagógico resulta redundante en el sentido de que atiende las necesidades de los que «podrían [y de hecho ya lo hacen] aprender autónomamente». Ella propone, en cambio, «replantear la distribución de la acción cognitiva en las asignaturas» mediante el uso intensivo de estrategias de aprendizaje, sistematizadas a partir de su experiencia personal[2].
En cuanto al segundo problema, la preocupación por transmitir una mayor cantidad de información[3] sobre los temas propuestos en el sílabo, produce que «los docentes descuidemos enseñar los procesos y prácticas discursivas y de pensamiento que, como expertos en un área, hemos aprendido en nuestros largos años de formación» (Carlino, 2005:12). Lo que tradicionalmente se no toma en cuenta es que las disciplinas soncomunidades discursivas que comparten valores epistémicos comunes, los cuales se cristalizan en prácticas discursivas específicas: en formas de leer y escribir. La propuesta de Carlino está centrada en revertir este enfoque proponiendo actividades continuas que permitan al alumno reconstruir los sistemas de nociones (teoría) y los métodos de investigación (practica) de la disciplina en la que se están formando.
Una vez determinados los cuellos de botella de la formación universitaria, Carlino presenta el concepto de alfabetización académica[4], «noción [que] tiene dos significados: uno sincrónico, que se refiere a las prácticas y representaciones características de una determinada comunidad, y otro diacrónico, que atañe al modo a través del que se logra ingresar como miembro a ella» (Carlino, 2005:14). Alineando su trabajo con otras corrientes de investigación como “Escribir a través del curriculum” en Estados Unidos, “Nuevos estudios sobre corrientes escritas” en el Reino Unido y “Alfabetizaciones académicas” en Australia, Carlino sentencia que
no es posible alfabetizar académicamente en una única materia ni en un solo ciclo [… porque] implica, en cambio, que cada una de las cátedras esté dispuesta a abrir sus puertas de la cultura de la disciplina que enseña para que de verdad puedan ingresar los estudiantes, que proviene de otras culturas (Carlino, 2005:15).
Es en este punto en que las palabras de Carlino pueden ser vinculadas a las del filósofo alemán Peter Sloterdijk, a quien cité en un inicio. Los “textos académicos derivados de textos científicos”, por un lado, son leídos en las universidades –debido a varias razones[5]– de manera incompleta, recortada, descontextualizada; y, por el otro, «están dirigidos a colegas. Autores y lectores [que] comparten, por su formación, gran parte del conocimiento que en estos textos se da por sabido» (Carlino, 2003:[4]). Estos “vacíos” en el conocimiento del alumno –la ausencia de marcos cognitivos– lo excluyen de participar en la discusión[6] y terminan reduciéndolo a la condición de sujeto marginal de la disciplina. El daño es irreversible y doble: el “forastero” nunca cruza la frontera y quedan excluidos socialmente de los ámbitos académicos; y «[u]nos objetos postales [los libros] que ya no se reparten dejan de ser envíos a amigos posibles: se transforman en objetos archivados» (Sloterdijk, 2006:84).
Géneros discursivos y conciencia retórica
El género vive en el presente pero siempre recuerda su pasado, sus inicios, es representante de la memoria creativa en el proceso del desarrollo literario y, por eso, capaz de asegurar la unidad y la continuidad de este desarrollo (Bajtín, 2003 [1979]:156).
Carlino sostiene que «cualquier asignatura está conformada –además de por un conjunto de conceptos– por modos específicos de pensar vinculados a formas particulares de escribir; y que estas formas deben ser enseñadas junto con los contenidos de cada materia» (Carlino, 2005:21). Es lo que llama géneros académicos, es decir, los modos de escritura esperados por las comunidades universitarias que guardan la memoria creativa como tesoro arqueológico de cada disciplina.
Comparto con Carlino su entusiasmo por el ejercicio de la lectura y la escritura en cada materia, por dos razones: una metodológica y otra ética. En primer lugar, las estrategias de aprendizaje permiten la reelaboración personal del conocimiento, acto necesario para que los “inmigrantes” se apropien de los conceptos y participen en un verdadero proceso de aprendizaje. En segundo término, «la escritura es también una vía para incrementar la participación y compromiso de los alumnos» (Carlino, 2005:25).
La escritura, como actio in distans, está sometida a determinadas exigencias (univocidad y autonomía) y posibilidades (planificación y revisión). «La escritura tiene la potencialidad de ser una forma de estructuración del pensamiento que lo devuelve modificado» (Carlino, 2005:27), por eso incluye un elemento retórico, que toma en cuenta al destinatario y transforma al discurso según sus necesidades informativas; además de uno semántico, que solo atiende a la transmisión del contenido[7].
En nuestro contexto, las ideas de Carlino abren muchas puertas para la mejora de la educación superior al distinguir que el ingreso en la ciudad letrada universitaria no es una prolongación automática de la alfabetización escolar[8]. Para que ello se produzca es indispensable una formación discursiva y retórica del estudiante.
En cuanto a lo primero, es esencial la lectura de los textos académicos adecuados que permitan una entrada “no traumática” de los estudiantes a las comunidades disciplinarias en las cuales desarrollaran su vida laboral. Para ello, se requiere de una investigación previa sobre el campo de discusión de los tópicos tratados en el texto que lee el estudiante. El problema radica en que él no sabe investigar, por lo que es función del docente convertirse en un guía que acote el espectro de la búsqueda y forme, en el recién iniciado, ese saber práctico; una especie de “intuición” que le permita determinar la pertinencia de los textos y jerarquizarlos con solo detectar algunos elementos paratextuales como el autor, la sumilla, los índices, las reseñas, la editorial, etc.
Un profesor inclusivo transmite, más que contenidos, un método de pensamiento. Cumple, como dice Carlino, tres funciones: enseña a buscar, desarrolla lo implícito y es un anfitrión cultural. Lo que en el terreno aplicativo del aula lo conduce a i) contextualizar el texto (teniendo una copia del libro completo, presentando a los autores y sus líneas teóricas), ii) retomar en la clase la discusión sobre lo leído (leyendo en conjunto pasajes significativos y fomentando la discusión), iii) proponer actividades de escritura y iv) ofrecer tutorías de lectura (Carlino, 2003: [7-8]).
Por otro lado, en el dominio de la formación retórica, la producción de textos es fundamental[9]. Al incluir un componente nuevo en la dimensión educativa –pero no en el de los estudios retóricos contemporáneos– la poliacroasis[10], que fomentará en el alumno su preocupación por la multiplicidad de las motivaciones de sus futuros lectores/interlocutores en el momento de componer un texto escrito, a causa de que habrá asimilado que al ingresar a esa "comunidad de amantes epistolares" (Sloterdijck), debe respetar las reglas de los géneros académicos[11] o, de lo contrario, no fomentará el diálogo y su comunicación se convertirá en un mensaje cifrado lanzado al mar.
Bibliografía
Albaladejo, Tomás
(2009) «La poliacroasis en la representación literaria: un componente de la Retórica cultural». En Castalia. Estudios de Literatura, Madrid.
Bajtín, Mijaíl
(2003) Problemas de la poética de Dostoievski. Fondo de Cultura Económica, México.
Carlino, Paula
(2003) «Leer textos científicos y académicos en la educación superior: obstáculos y bienvenidas a una cultura nueva». Trabajo presentado en el 6° Congreso Internacional de Promoción de la Lectura y el Libro realizado en Buenos Aires en el marco de la 29° Feria del Libro, 2-4 de mayo de 2003.
(2005) Escribir, leer y aprender en la universidad: una introducción a la alfabetización académica. Fondo de Cultura Económica de España, Madrid.
Sloterdijk, Peter
(2006) Normas para el parque humano. Siruela, Madrid.


[1] En el aula se produce el fenómeno de la poliacroasis, definido por Tomás Albaladejo a partir de las voces griegas polys (muchos) y akroasis(audición): «Todo discurso retórico, en tanto en cuanto forma parte de un proceso comunicativo, está inserto en una dinámica de interpretación en la que lo más probable es que haya receptores plurales y diversos, cada uno de los cuales llevará a cabo su propio proceso interpretativo, proceso al que no son ajenos sus intereses, sus circunstancias, sus conocimientos, su ideología, sus planteamientos sociales, etc.». (Albaladejo, 2009:1).
[2] La propia investigadora confiesa un detalle significativo que es uno de los mejores argumentos a favor de su propuesta: «escribir acerca de lo hecho me ha ayudado a pensar mejor la tarea docente porque al escribir no sólo relataba sino que descubría» (Carlino, 2005:18; subrayado de la autora).
[3] Como indica Sloterdijk al respecto, «[t]odo indica que los archiveros y los archivistas han asumido la sucesión de los humanistas» (2006: 85).
[4] Conviene agregar el sentido del término anglosajón del cual deriva: literacy, es decir, «la cultura organizada en torno de lo escrito, en cualquier nivel educativo pero también fuera del ámbito educacional, en las diversas comunidades lectoras y escritoras» (Carlino, 2005:14). Lo que encuentra consonancia con esa “cadena epistolar” que es el humanismo, porque «[e]so que desde la época de Cicerón venimos denominando humanitas es, tanto en su sentido más estricto como en el más amplio, una de las consecuencias de la alfabetización» (Sloterdijk, 2006:19).
[5] Por ejemplo, el tiempo y presupuesto de cada estudiante, además de la cantidad de bibliografía dejada.
[6] Sin embargo, esto se deba también a la falta de una práctica discursiva y cognitiva crítica previa, ya que «[m]uchos textos de nivel secundario borran del todo la polémica, han suprimido la naturaleza argumentativa del conocimiento científico y presentan sólo una exposición del saber. […] Tratan al conocimiento como ahistórico, anónimo, único, absoluto y definitivo» (Carlino, 2003:[6]).
[7] «En síntesis, escribir con conciencia retórica lleva a desarrollar y a dar consistencia al propio pensamiento» (Carlino, 2005:28).
[8] La cual sufre de serios problemas como lo revela el último Informe Pisa y nos permite no entramparnos en tan penosa situación, ni usarla como excusa.
[9] Carlino propone cuatro estrategias: elaboración rotativa de síntesis de clases, tutorías para trabajos grupales, balotario de preguntas y respuestas escritas a preguntas sobre la bibliografía. «Estas situaciones comparten el principio de recursividad […]: requieren volver sobre lo escrito y sobre el pensamiento que por su intermedio se ha construido» (Carlino, 2005:34).
[10] Ver nota 1.
[11] Aunque no abusar de ellas para componer un texto vacuo, tentación de muchos humanistas, como lo demostraron Alan Sokal y Jean Bricmont en su libro Imposturas intelectuales (Paidós, Barcelona, 1999).