Monólogo
El día en que, por cuarta vez
consecutiva durante una semana, almorcé arroz con huevo, me di cuenta de que
algo extraño estaba pasando en casa.
Mi padre, que llegaba tarde del
trabajo, no se había percatado de nada. Así que mi hermana y yo fuimos los
primeros en notar que nuestra madre no era la misma. Por aquellos días, yo
grababa muchos casetes de música con una radio y me había enganchado con las
canciones de los trovadores catalanes y rosarinos. Recuerdo que no paraba de
escuchar una canción que llegué a identificar con esa época de mi vida y que
hablaba de una niña a la que le había crecido un cuerno bajo el corazón. Antes
del anochecer, a esa hora en la comienza el día para los judíos, yo solía
imaginarla de pie e inmóvil en el umbral de la puerta de mi cuarto con los ojos
pintados de un raro ámbar violeta. La última vez que observé a mi madre de
frente, noté que ella guardaba la misma mirada, enfebrecida por el ocaso.
Entonces supe que eso que estábamos esperando ya había pasado y algo se había
instalado en casa en reemplazo de la mujer que nos había abandonado. Convencí a
mi hermana para que habláramos con mi papá esa noche. Cuando llegó, lo
retuvimos un rato en la cocina, antes de que saludara a su esposa, y le
dijimos:
-
Hombre, o mamá ha perdido el sentido del gusto o
se ha vuelto fanática del sabor a huevo.
A lo que él respondió:
-
Queda otra opción: puede que, simplemente, haya
dejado de querernos.
Sin embargo, con el transcurrir sincero
del tiempo, los tres descubrimos que nuestras hipótesis habían fallado y que a
ella, al igual que a la niña de los ojos incendiados por la memoria de una
insólita visión, un cuerno le había detenido el corazón.
Diálogo
- ¿Cuando fue la primera vez que copiaste un texto?
Escribir es repetir.
Escribir es repetir.
-
No te hagas el pendejo.
-
¿Qué edad tienes?
-
Un cuarto de siglo.
-
No, como lector, que es la que vale y marca,
realmente, nuestro nacimiento.
-
Un cuarto de siglo.
-
Estás aprendiendo.
-
Siempre se aprende de los viejos.
Monodiálogo
Esa tarde estábamos solos porque
mamá ya se había ido de casa y papá trabajaba más de la cuenta para cubrir con
su sueldo los recibos. Pero, en realidad, siempre pensamos que el verdadero
motivo por el que trabajaba tanto era para llegar exhausto y olvidar que
faltaba alguien en su cama. El Hombre –así siempre lo hemos llamado– había
dejado el arma en esa cómoda que ahora está en tu habitación. En ese cajón que
tenía una chapa y que solo se podía abrir con una llave pequeñita que llevaba
al final de la delgada cadena que pendía de su placa. Pero, esa medida de precaución
se había vuelto inútil, porque él mismo había roto la chapa cuando se enteró de
que lo que le pasaba a Madre era irreversible. Huyó de casa con la pistola bajo
el brazo, sin decir a dónde ni dejar una nota en la refrigeradora, como siempre
hacía para avisarnos de algo. ¿Te acuerdas? La abuela pensaba que encontrarían
su cuerpo frío e hinchado en los acantilados de la Costa Verde y tú, que le
dispararía a mamá para que no lo pasase tan mal, sola, lejos de casa. A los
tres días apareció. Estaba un poco ojeroso, pero no había hecho nada malo. Al
menos, eso es lo que siempre hemos querido creer. Desde aquella vez, cesó de
preocuparse por esa cosa que dejaba todas las mañanas a merced de un par de
niños. Pues bien, esa tarde, una tarde usual como todas, yo la saqué y te
apunté con ella a la cara. Tú pensaste que estaba jugando, me creíste cuando te
dije que la cacerina estaba vacía y que solo te estaba asustando. Pero debes de
saber que cuando giré la boca de la pistola para apuntar al escritorio y
presioné el gatillo con calma y sonó la detonación y mi brazo se dobló un poco
y fingí sorprenderme y tú me miraste aterrada como si el azar te hubiera
librado de la muerte. Debes de saber, querida hermana, que estaba seguro, tan
seguro como cuando te eché la culpa de que mamá se fuera de casa, de que en
todo momento, el arma tenía una bala.
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