El Trípode de Helena es un blog personal. En la parte superior de la columna izquierda, verán mi retrato y debajo una breve biodata. A continuación, están organizadas las entradas según los temas recurrentes y según la fecha en la que fueron publicadas. Si a alguno de ustedes le intriga el título del blog, de click aquí. Si están interesados en descubrir más acerca de la imagén del encabezado, entren aquí.

martes, 31 de mayo de 2011

Lecciones de Barthes

Roland Barthes, Crítica y verdad, traducido por José Bianco, Siglo XXI, Buenos Aires, 7ª edición, 1985, pp.82. [Título original: Critique et verité, Éditions du Seuil, 1966].

Roland Barthes (1915-1980), crítico y semiólogo francés, fue uno de los primeros en aplicar a la crítica literaria los conceptos surgidos del psicoanálisis, la lingüística y el estructuralismo. En 1946 comenzó a colaborar en Combat, un periódico de izquierda, y sus artículos se recopilaron en El grado cero de la escritura (1953). A partir de 1948 fue lector en las universidades de Bucarest y Alejandría, y posteriormente trabajó como investigador en lexicología y sociología en el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS). En 1962 fue nombrado director de estudios de la École Pratique des Hautes Études, donde dio clases de semiótica (sociología de los signos, de los símbolos y de su representación), y fue nombrado profesor de Semiología Literaria del Collège de France en 1976. También recibió el título de Chevalier des Palmes Académiques.

Con la publicación de Sobre Racine (1963), desencadenó un escándalo literario en Francia, enfrentándolo con los catedráticos universitarios tradicionales para quienes la Nueva Crítica profanaba a los clásicos. En la línea de los nuevos métodos estructuralistas, Barthes explicaba que los elementos de la obra literaria debían entenderse en relación con otros elementos de la misma obra y no en un contexto ajeno a la literatura. En 1965, Raymond Picard, profesor de la Sorbona, atacó el «enfoque subjetivo» de su propuesta, y de otros críticos estructuralistas, en el tratado Nouvelle critique ou nouvelle imposture?, afirmando que el empleo de una jerga pseudocientífica lo escudaba de «decir absolutamente cualquier cosa estúpida». La réplica de Barthes, que apareció al año siguiente, fue una acusación contra esa crítica burguesa que se había desentendido del estudio lingüístico de las obras e ignorado las teorías difíciles, como el marxismo o el psicoanálisis.

Crítica y verdad es, en ese sentido, un ataque y una defensa. Un cuestionamiento de lo que Barthes denominó el verosímil crítico y una propuesta metodológica que privilegia el estudio del lenguaje. Esto determina la estructura del texto, la función de sus dos secciones y la lógica de su razonamiento. La obra, de corta extensión, fue terminada en febrero de 1966 y publicada ese mismo año por Éditions du Seuil. La traducción española apareció en 1971, en la editorial Siglo XXI, y ha tenido más de una decena de ediciones, lo que manifiesta su relevancia en el ámbito iberoamericano desde muy temprano.

En la primera parte, Barthes señala que la descalificación de la Nueva Crítica es producto de la exclusión, por parte de una comunidad arcaica, de cualquier relectura antinatura del pasado literario, motivada por un pensamiento regresivo que teme toda innovación, y es intolerante a que «el lenguaje pueda hablar sobre el lenguaje». La postura tradicional de los estudios literarios está originada por el verosímil crítico, amparada en la estética del público, en lo que este cree posible, y justificada por las «evidencias» normativas que dicta el gusto de los críticos. Este verosímil funciona en base a tres reglas: la objetividad, el gusto y la claridad; heredera la primera del positivismo y las dos últimas, del clasicismo. La objetividad pretende establecer una cualidad de la obra que existe fuera del lector/intérprete. Barthes niega los puntos de apoyo de está hipótesis: ni el modelo lexicográfico que cree en la univocidad del lenguaje, ni la psicología corriente que establece reducciones tipológicas de los personajes, ni el «estructuralismo escolar» que no sobrepasa el alcance de un resumen pueden dar cuenta del fenómeno literario. El cimiento de este error está en la preponderancia del código de la letra, que trivializa el significado de la obra y condena la vida al silencio. El gusto, una especie de sistema de prohibiciones, convierte al ejercicio crítico en una práctica valorativa, servidora de la moral y de la estética que termina confundiendo lo Bueno con lo Bello. La claridad, por último, impone un lenguaje único, que en términos de Barthes, es el lenguaje particular de la intelectualidad burguesa convertido en un universal: lo corriente, una comunidad de estereotipos y giros convencionales. Esta intelectualidad no comprende que «escribir es ya organizar el mundo, es ya pensarlo» y que el sujeto no es anterior a su propio lenguaje. De esta forma, Barthes establece la disposición del antiguo crítico ante el lenguaje: la asimbolia, su incapacidad para percibir los símbolos, es decir, «la coexistencia de sentidos».

En la segunda sección, Barthes empieza poniendo de relieve la doble función de la escritura: poética y crítica; anticipada por los escritores simbolistas como Mallarmé. El autor tiene desde ese momento «cierta conciencia de habla […] el lenguaje le crea un problema»; la verdad de la palabra misma. Se descubre entonces, a partir de los aportes estructuralistas del psicoanálisis lacaniano y la antropología social, la naturaleza simbólica del lenguaje. El símbolo, a diferencia de la imagen, otorga una pluralidad de sentidos a la estructura de la obra literaria, eliminando la búsqueda de uno fijo, canónico; lo que distancia a la lingüística de la filología. Sin embargo, la ambigüedad del lenguaje práctico es contingente, situacional, mientras que la del lenguaje literario es citacional, no puede apelar a un marco contextual y, por lo tanto, tampoco puede protestar contra el sentido que le otorga el lector/intérprete. Los grados de sentido de la obra dan lugar a dos discursos diferentes: uno que apunta al sentido vacío en que se basan todos; y otro, a uno solo de esos sentidos. La Ciencia de la literatura tendría como objeto al discurso general. Por su modelo lingüístico sería «una ciencia de las condiciones del contenido, es decir de las formas». Sus principios generativos pretenderían describir la gramaticalidad de las frases y la aceptabilidad de las obras, lo que la libraría de la intención del autor. La objetividad recaería en su inteligibilidad, producto de una segunda gramática, propia de los estudios literarios. La Crítica literaria pretendería dar un sentido particular a la obra «mediatizada por un lenguaje intermedio que es la escritura del crítico», una trasformación vigilada que se sujete a determinadas reglas: i) de exhaustividad, es decir, toda la obra es significante y por eso las generalizaciones del crítico son cualitativas (relacionales) no cuantitativas (proporcionales); ii) de trasformación, según la lógica simbólica establecida por los procedimientos enunciados por el psicoanálisis y la retórica (sustitución, omisión, condensación, desplazamiento, denegación); iii) de justeza, o la reproducción en el lenguaje del crítico de las condiciones simbólicas de la obra. Esta es la responsabilidad del crítico con su propia palabra, lo que no lo priva de un distanciamiento irónico productivo. Por último, la Lectura literaria que anima a la obra, es el comentario inmediato del texto, que mantiene una relación de deseo con él, a diferencia de la crítica que la ha desplazado hacia su propia escritura.

Casi medio siglo después de la publicación de este libro, resulta interesante comprobar que sea la primera sección, signada por una disputa superada hace varias décadas, la más actual de la obra. La razón parece ser la posición inaugural que establece la respuesta de Barthes ante el academicismo esclerótico de Francia. Es la liquidación de la tradición crítica decimonónica que se había decantado en el historicismo o el determinismo más absurdos. Con esto, Barthes inicia una nueva forma de pensar el rol del lenguaje dentro la obra literaria y fundamenta una condena que bien puede funcionar en el presente contra todo intento de un acercamiento ingenuo a cualquier obra estética. El pensamiento regresivo, el código de la letra, la trasparencia del lenguaje y lo corriente son vicios que aquejan aún a la mayoría de críticos literarios no especializados y empíricos. Sin embargo, es en la segunda parte en la que los planteamientos de Barthes tambalean ante el nuevo escenario de los estudios literarios; su clasificación se basa aún en una distinción entre el lenguaje corriente y el lenguaje literario o poético, como lo hacían los formalistas rusos en sus primeros escritos de los años veinte. El modelo lingüístico, del que él mismo provee los límites, ha sido superado por el postestructuralismo: no se puede hablar de un sistema de la lengua del que se desprenden los productos textuales como casos particulares (en cambio sí de procesos de significación como lo recalca Kristeva), la simbolización no es una caracterización intrínseca del lenguaje sino de su uso (como lo determino el segundo Wittgenstein), la categoría de escritura ha sido ampliada por Derrida, y el análisis discursivo ha superado la noción de texto a dimensiones que sobrepasan las literarias y que identifican a corpus ideológicos completos. El autotelismo de la crítica también se presenta desfasado, y se enfrenta a la reacción casi contemporánea de la semiótica de la Escuela de Tartu, a la importancia de la recepción propugnada por la Escuela de Constanza y a los aportes posteriores de Said que plantea su mundaneidad.

A pesar de lo anterior, la obra de Barthes resulta todavía estimulante porque propone una visión de la praxis crítica como contestataria y autorreflexiva. No hay crítica si no se discurre sobre el mismo fin de dicha práctica y se está comprometido con ella. La crítica es una acto ético y estético, no un juicio que equipara ambas dimensiones de la vida; de lo contrario, toda interpretación se convierte en mera lectura y, como tal, en universalización errónea, en «pastiche».

martes, 17 de mayo de 2011

Yo debo acusar, yo acuso

Considerando varias perspectivas y dados los acontecimientos más recientes, son tres los cuestionamientos cuya resolución resulta inaplazable para la recuperación de un óptimo nivel académico en la Escuela de Literatura de la Facultad de Letras y CC.HH. de la UNMSM.

El tiempo perdido

La carencia de profesores especializados y especialistas en los cursos de historia literaria ha generado que el estudiante promedio que egresa de la Facultad tenga apenas los conocimientos necesarios para esbozar una opinión sobre otras literaturas occidentales (como la grecolatina, las medievales, la española y la hispanoamericana) que sea medianamente válida a cambio de no salirse del lugar común. Esto se debe básicamente a dos factores: a la falta del contacto directo con los textos en la lengua original, es decir, sin traducciones de por medio (o, en su defecto, con traducciones críticas de valía) y a la proverbial incompetencia de los docentes que imparten dichas cátedras. Su desidia y falta de preparación tanto en las lenguas propias de dichas literaturas como en las disciplinas sociales hacen de ellos verdaderos ejemplos de mediocridad que contribuyen a la reducción fáctica, e incluso accesoria, que muchos alumnos realizan de los discursos históricos.

La intraducibilidad teórica

Hacia la mitad de la carrera, con la elección teórica, se produce la escisión de los estudiantes entre dos modelos metodológicos que condicionan en varios casos su producción académica posterior. Por un lado, la psicocrítica basada en la lectura postestructuralista de Lacan del psicoanálisis freudiano; y, por el otro, la sociocrítica de corte semiótico y culturalista de Bajtín. Paralelamente, los cursos de interpretación brindan algunas bases (muy incompletas) de otros marcos teóricos: la hermenéutica de Gadamer, la narratología de Genette, la semiótica tensiva de Fontanille o las teorías de la ficción. En el cuarto año el panorama se amplia aún más: retórica general textual, teoría literaria feminista, estudios poscoloniales, teoría literaria latinoamericana, etc. Todo esto debido a la sobreproducción teórico-crítica del primer mundo, la cual es asimilada por la Escuela de forma antropofágica. Este pluralismo, aunado a las rencillas y animadversiones personales entre los profesores, termina (re)produciendo, en sus más destacados discípulos, el solipsismo intransigente y poco conciliador que ve en los aportes del otro solo las limitaciones del instrumental teórico y nunca sus logros en el campo de la investigación. La intraducibilidad está sometida no a la imposibilidad real del establecimiento de un diálogo entre los investigadores sino a razones de orden extraacadémico que incitan el babelismo pirotécnico imperante en las aulas.

La gran ilusión

A pesar de que el estudiante sanmarquino presenta un perfil aceptable (salvo en la mayoría de los casos en lo referente a su dominio de una segunda lengua), resulta bastante difícil comprobar que de cada base que egresa son pocos los alumnos que continúan sus estudios de posgrado en el extranjero mediante el nutrido sistema de becas que bombardea incesantemente a la Escuela. Básicamente, esto se debe a que no existe una campaña intensa sobre las posibilidades que se le abren a quien ha terminado el pregrado. En ese sentido, muchos profesores no contribuyen a promover este mecanismo manteniendo una actitud de abierta hostilidad contra «los que se han ido». A diferencia de las universidades particulares, no existe lobbying, la comunidad docente, en su mayoría, no conecta (o no puede conectar porque también está aislada) al joven investigador con investigadores reconocidos con los cuales podría eventualmente trabajar. Y aunque una forma de revertir esto puedan ser los eventos académicos, a los cuales viene uno que otro profesor de valía, el círculo de beneficiados directos sigue siendo reducido dado que no se trata de una política institucional de la Escuela, sino de la voluntad de un grupo de estudiantes, con intereses particulares, apoyado por algún docente en una relación de provecho mutuo. Así, el literato sobresaliente acaba por estudiar lo mismo en la maestría de San Marcos; y el mediocre, en no estudiar nada y regresionar mediante el ejercicio castrante de la docencia escolar o de academia.


Las autoridades universitarias (estudiantiles y docentes) que sean elegidas no deben pasar por alto los problemas fundamentales de la Escuela de la cual son representantes; de lo contrario, nunca se la podrá remontar del atolladero académico en el que se haya presa.