El Trípode de Helena es un blog personal. En la parte superior de la columna izquierda, verán mi retrato y debajo una breve biodata. A continuación, están organizadas las entradas según los temas recurrentes y según la fecha en la que fueron publicadas. Si a alguno de ustedes le intriga el título del blog, de click aquí. Si están interesados en descubrir más acerca de la imagén del encabezado, entren aquí.

sábado, 26 de marzo de 2011

Capricho griego (Estudio sobre el origen de los unicornios)


¿A Febo preguntáis, prole milesia,

cúyo ha de ser el trípode? Pues dadle

a quien fuere el primero de los sabios.


Diógenes Laercio. Vidas de los filósofos

más ilustres. Libro Primero, Tales.


Poe deshilvanaba la madeja de sus sórdidos cuentos empleando una suerte de “especulación analítica”, método, por lo demás, bastante antiguo, pero que él creía haber inventado. Cuando tomaba la pluma, partía de un fenómeno de facto, por ejemplo, una impresión sonora o un triple asesinato –lo que tuviera más a la mano- y lo convertía en una refinada sucesión de causas y efectos, no siempre naturales, desde luego. El auténtico genio de este outsider radicaba en ese “no siempre” de su juego inductivo, y no, como tantos imberbes sostienen, en aquella manera de pensar tan similar al retrogrado avance de los cangrejos. Es decir, el discurrir, desde un final dado, a un principio posible.

Y es precisamente en el anterior punto en el que tanto el Cuervo como don Cardo Ordóñez se empataban. Para los dos, esas revelaciones misteriosas se presentaban de atrás hacia adelante, y era una sensación honda que les atravesaba el alma la que les permitía figurarse escritores, tomar valor, rebobinar la cinta y entintar el papel. En el caso específico de Cardoño, la epifanía que motiva el presente relato y el escarbar la bóveda celeste en busca del ave hijaepu… fueron una sola cosa: dádiva forrada en inmundicia. Pero mejor dejemos que sea el mismo Cardoño quien nos describa su inspirado proceso creativo:


Por aquellos días estudiaba de manera autodidacta, sin mucho interés (aunque sé que ésta es una de esas “frases hechas”, colocadas para soliviantar el estilo; pues no existe mayor predisposición hacia el saber que la experimentada por un huérfano de pedagogías), los diálogos platónicos en busca de Platón y no de Sócrates[1]. Anhelaba encontrar a aquel dramaturgo frustrado por culpa de su maestro (al menos así lo describe Nietzsche), que bien pudo legar a la posteridad una ingente cantidad de tragedias o comedias (tal vez hasta hubiera inventado el drama filosófico y destronado al buen Calderón). En mi infructuoso intento, lo busqué con ahínco en los dos únicos libros que había del aristónida en la biblioteca del hospicio. Eran los tomos I y II de sus obras completas (producto de alguna donación). Una curiosidad de historiógrafo me desvió del objetivo medular de mis pesquisas. Hallé perdida entre vanas palabras una cita en la que el viejo Sócrates hacia referencia a unos sujetos (poco conocidos para mí en aquel momento) que habían vivido, unos dos siglos antes que él, en las principales “polis” del Egeo. Eran siete, y de creerle, tan sapientes como la patrona Atenea. Confinado entre las cuatro paredes de un nosocomio, sin salida a la “autopista de la información” (traducción de Internet en los suplementos culturales que abundan sobre las mesitas opacas de la sala de visita, sala siempre vacía), esperé ansioso el paso de una semana. Esto no fue casual, ya en mis épocas de gamberro, el siete era un número que me fascinaba y que ejercía un poder especial sobre mi voluntad. Los heptágonos y los heptaedros imposibles, los días de una hebdómada, los pecados capitales, las virtudes que los contrarrestan, la Creación de los judíos y el Cielos de los moros, los reyes y las colinas de Roma, las notas musicales, los arco iris, los Mares, las frases de Jesús en el calvario, todo. El cardinal siete, primo, ordinal séptimo, y binario 111, no por coincidencia es tres veces uno, tres veces Dios.

Una tarde durante aquella semana, mientras paladeaba la mazamorra de frambuesa de las cinco, escuché sin querer la conversación de un par de ancianos chiflados. Llevaban los zapatos en las manos y los pies descalzos, y hablaban sin conexión, como dos actores que recitan sus soliloquios a la vez, atropellándose. Uno de ellos peroraba acerca un tal Plutarco, (datos que averiguaría después:) ensayista griego, medio historiador, medio matemático. Solté la cucharita de metal sobre el pyrex, también de metal (que por cierto dejaría de ser un pyrex por eso), y le presté toda mi atención al octogenario parlante.

- …que él y no otro, compuso un “Ágape para siete sabios”, y mi profesora del fiscal, coloradita la maestra, me lo dejó como tarea. Ahora que recuerdo, nunca pude resolverlo. ¿Cómo es que era?... Ya, algo con un caballo y unos kilómetros por hora…

- Sí serás un vejete estúpido, pretendes engañarme diciendo que los de ese tiempo tenían autos y relojes.

Fue suficiente. De un salto boté la silla plegable, tomé al “vejete” de las deshilachadas solapas y lo acribillé con mis preguntas.

- Lo de los siete sabios, ¿en dónde te enteraste?

- Uff… en mi pueblo, en la escuelita que estaba en una esquina de la plaza.

- Y ese Plutarco, ¿quién es?

- Uno de Grecia, yo que sé, déjame en paz papá. ¡Enfermera!

Lo solté para evitar el escándalo. Quebrando la improductiva espera, hojeé en todos los libros de historia y filosofía de la biblioteca hasta bien entrada la hora de dormir. Ni siquiera me presenté en el comedor para cenar. Un párrafo recompensó mi esfuerzo:

La obra del moralista Plutarco, Ágape para siete sabios, es sin duda una mera adaptación del relato que recoge Diógenes de Laertes en su Vidas y sentencias de los más ilustres filósofos y breve resumen de las principales doctrinas de todas las escuelas. En ella, el biógrafo narra un episodio legendario acaecido durante el viaje de retorno de Helena de Troya a su país de origen.


Al tratado donde lo encontré le faltaban las tapas y varias hojas (que seguramente terminaron en los tachos junto a inodoros mugrientos), mas basto para despertar mi curiosidad por completo. Entre en un estado de violenta angustia. Quería saber, descifrar, aclarar, colegir, y, en una apoteosis de los sentidos, quería inventar algo nuevo en base a ese conocimiento que me hervía en la sangre. Mis exhumaciones bibliográficas me llevaron a interesantes conclusiones. Hice un resumen muy sucinto que transcribo a continuación:

La historia se inicia cuando unos pescadores de la isla de Cos se topan entre sus redes con el trípode que Helena había arrojado al mar durante su repatriación a Esparta (dicho objeto había sido forjado en las fraguas de Hefesto, quién se lo obsequió a Penélope el día de sus nupcias con Ulises; Menelao se hizo con él, pero Paris lo robó junto con la mujer del aqueo). Los pescadores habían vendido por anticipado el contenido de sus redes a unos viajeros milesios que pernoctaban en la isla; sin embargo, al percatarse de la valiosa captura se negaron a cumplir con el contrato. Así estalló una guerra (por nimiedades como tantas otras) entre Cos y Mileto. Viendo que el enfrentamiento carecía de fin y de sentido, los combatientes pactaron una tregua para acudir al Oráculo en busca de una solución. Se encaminaron rumbo a Delfos, tanto el tirano de Mileto (Trasíbulo), como el rey de Cos. El Oráculo decretó que el trípode fuera entregado al hombre más sabio de la tierra. Trasíbulo mandó depositar el objeto en las manos de su compatriota, Tales, pero éste rechazó el titulo de “el más sabio…” y envió el trípode a Bías, que a su vez lo rechazó y se lo pasó a [la lista completa de los sabios], al final el armazón fue dedicado a Apolo.


La lista completa incluye los nombres de Tales de Mileto, Bías de Priene, Pítaco de Mitilene, Solón de Atenas, Periandro de Corinto, Quilón de Esparta y Cleóbulo de Lindos; pasaron a la leyenda como grandes estadistas, ilustres pensadores, originales poetas, eficaces legisladores, etc, etc, etc. Sus existencias abarcaron los siglos VII (¡oh casualidad!) y VI a.C. (función práctica de su Nacimiento, servir como fijador de hechos). Con estas pesquisas cerraba mis investigaciones, y me disponía a aguardar la Idea. Podían transcurrir días, meses o años sin que arribara a mis costas. La Idea, ese frenesí de los sentidos que da cabida a la creación, a la inventiva. ¿Quién me diría que ese instante de comunión sublime arribaría gracias a una paloma? Sí, quién diría. Paseaba por el pabellón 4 en busca de, de… en busca, que era lo importante, siempre en la búsqueda de lo inesperado, pisando las huellas de lo inimaginable, hasta que de pronto, torciendo por el sendero clausurado, plagado de baches y fosas que ventilaban el hedor de los desagües (recuerdo haber visto una de las páginas del tratado), sentí un frío corriendo por mi frente, un frío viscoso como el de los aceites y las pomadas. La sustancia se deslizaba, reptaba y ya cubría mi ojo con una película lechosa (como supongo cubre la vista de mis compañeros la catarata) y tomando el cauce de mi tabique, irrumpió en la carnosidad abultada de los labios. Salado. Salado, mierda. Recogí una piedra, levante la cabeza y… allí estaba. Ella.

- ¡Son… son siete –me dije en voz alta- y la luz cegadora!

Una constelación de primavera. Fue hace tres noches, el 1 de julio a las 21 horas; y digo de primavera porque el calor aún no se hacía sentir. Otra vez enclaustrado por paredes de ejemplares polvorientos, un rubro diferente me entretenía. Astronomía, astrología, estrellas. La formación peculiar fue fácil de identificar:

La mitología ha adornado la génesis de la Coronae Borealis con diversos relatos, la mayoría, vinculados a la tradición jonia de “Teseo y el Minotauro”. Según la leyenda, Zeus, al ver abandonada a Ariadna en la isla de Naxos, le pidió a Dionisio que la confortara tomándola por esposa. Una de las versiones cuenta que para probar su condición de inmortal, el dios lanzó su corona al cielo y ésta se quedó en el firmamento para siempre; la otra versión dice que la corona fue el regalo de bodas -igual que el trípode- de la cretense y que cuando murió, su esposo la colocó entre Hércules y el Boyero para nunca olvidarla.


Estudiando la disposición de la estrellas, tuve un momento de lucidez espectacular (la luz cegadora). Inversa. La constelación era (por la distancia, el brillo y la secuencia) el reflejo de un espacio exacto de este planeta. Una zona del pasado, veintisiete siglos pretérita, inundada por el Egeo (otra coincidencia: el padre de Teseo) y circundada por incipientes ciudades que se despojaban de gobiernos tiránicos y fantaseaban con la democracia. Era la Helade de los Siete Sabios y, ese brillo, sus ciudades.

- Un mapa de la sabiduría.

Sabía por mis investigaciones que Tales había sido discípulo de Bías, así como Nusakan (β) tiene un resplandor menor que el de Alphecca (α). ¿Correspondencias? Sí. Gamma era Pítaco; Delta, Solón; Épsilon, Periandro; Iota, Quilón; y Theta, Cleóbulo. Las gemas de mi corona. El misterio estaba resuelto, un viaje desde Mileto hasta Lindos, desde la Caria hasta Rodas. Cada uno en pos de un hombre más preclaro que él, el trípode bajo el brazo y la humildad estampada en la frente. La Humildad. Tengo en mente una larga novela, en donde reuniré a los sabios con los poetas, los héroes, los hombres y mujeres de ese tiempo oscuro forjado con el bronce y el hierro. He imaginado decenas de anécdotas para desencadenar la acción. Un gesto dadivoso de Bías hacia los padres de Mesina, liberando a sus hijas. Las remembranzas de Tales en el barco que se dirige a Lesbos, sus progresos en Egipto, la amistad con Ferecides de Syros, el tamaño de las pirámides, la predicción del eclipse. El perdón de Pitaco al asesino de su hijo, los tiempos de Safo y Alceo. Una tormenta, el naufragio, la isla de Paros en guerra contra Naxos. La valiente inmolación de Arquíloco, el aedo mujeriego y guerrero. Las confabulaciones de Teognis contra Solón en Atenas, su destierro, su vuelta. El tirano de Corinto, Periandro, y su esposa (ultrajada y) acuchillada, la captura y castración de los culpables, el enfrentamiento con su vástago Licofrón, la reconciliación propiciada por los visitantes. El éforo Quilón, consejero de los dos reyes espartanos y pupilo del fallecido Licurgo, la chanza de los atenienses durante las Guerras Mesenias cuando enviaron a Tirteo (un rapsoda inválido) para ser general del ejército dorio, la victoria de los espartanos gracias a sus cantos. La bienvenida de Cleóbulo, tío de Tales, el enamoramiento de su prima Cleobulina. La consagración del trípode, los himeneos del filósofo. La fiesta, la alegría, la vida. Y todo narrado por el más joven de los Siete, allá en donde se inició la travesía, a su fiel Anaximandro.

Paso las noches (como la de hoy) contemplando, sentado en cualquier banca, la Corona del firmamento y escribo, escribo hasta sentir que el frío entumece mi cuerpo. Pronto pondré punto fi[2]


La fatalidad quiso que el señor Ordóñez no asentara el punto final a su obra. El vejete de los zapatos en las manos le apuñalo la frente con el único tenedor de tres puntas que existía en el asilo. Luego, roció con kerosén su cuarto y lo prendió. De sus escritos, sólo ha sobrevivido el diario que el cadáver tenía reclinado sobre los muslos. Entrevistando a sus compañeros de pabellón supe que Cardoño pensaba concluir su relato enumerando las desgracias de cada uno de los efímeros portadores del trípode. Es una pena que en la nómina, ya no pueda incluir su nombre.

Casa de Reposo Ruesh[3], 5 de Julio de 200…



[1] Debemos disculpar está falsa apreciación; don Cardo jamás leyó El Banquete, Fedro, La República o Fedón.

[2] Como ven no existe ningún registro que indique en que momento se limpió el excremento de la cara.

[3] Actualmente, en remodelación debido al sismo.

No hay comentarios: