El teatro, tal como lo concebimos en Occidente y los territorios que han sufrido su colonización, es decir, como recinto y como espectáculo, es una creación ubicada en un lugar y época más o menos definidas: las ciudades-estado griegas entre los siglos VI y V antes de la era común. Precisamente, por eso, por ser un producto de la cultura occidental, es difícil imaginarlo por fuera de esa tradición. Tal vez, un concepto que nos ha permitido hacerlo, en el último siglo, es el de teatralidad, con el que nos referimos al conjunto de prácticas performativas (canto, danza, música, circo, narración oral, títeres, etc.) que son comunes a un grupo humano, sea este una tribu o un estado-nación. Pero muchas de estas prácticas no son reconocidas como artísticas por los circuitos de distribución internacional de la cultura contemporánea: universidades, centros culturales, festivales, etc. A veces, incluso, son despotenciadas bajo la etiqueta de folclore o cultura popular. Todo esto me ha llevado a ser bastante pesimista cuando se trata de encontrar en algún espacio cultural acontecimientos que pongan en jaque el eurocentrismo de las artes performativas.
Desde el punto de vista del funcionamiento organizativo del teatro, solo las experiencias límite de las vanguardias y, luego, del teatro social y comunitario de los años sesenta y setenta ha imaginado alternativas al ritual burgués que implica comprar una entrada y estar cómodamente sentado un par de horas a oscuras y en silencio. Sobre la escena, en cambio, mucho se ha dicho con las palabras pero poco se ha hecho con los gestos, y el teatro es sobre todo un discurso no fosilizado en un texto (esto se llama dramaturgia y tiene su propia historia y sus propios procesos). Pues bien, este fin de semana, en la sala de la Trienal de Milán, he visto un espectáculo construido solo con gestos, como bien sabe hacer la danza.
Se trata de Hatched Ensemble de la bailarina y coreógrafa sudafricana (y negra) Mamela Nyamza (Ciudad del Cabo, 1976). En el 2007, ella había propuesto un solo titulado Hatched (palabra que puede ser traducida como “eclosionado”), en el cual danzaba en puntas de pie mientras su pequeño hijo dibujaba sobre el escenario. Era una forma de mostrar lo difícil de conciliar maternidad y trabajo para una mujer artista. Sin embargo, la nueva versión del espectáculo, para un conjunto de once bailarines, una cantante y un músico, amplía el horizonte al enfocarse no solo en una historia individual, sino en una problemática colectiva: la dificultad para los artistas negros de insertarse lavorativamente en el mundo de la danza contemporánea. Las razones son muchas, pero una es la principal: el racismo.
Al inicio del espectáculo, los miembros del ensamble, con los torsos desnudos y de espaldas al público, se mueven lenta y delicadamente. Se trata de imitar la estética de la danza clásica con más resignación que entusiasmo. Pero en la segunda parte, después que los bailarines se han despojado de unos tutús rojos que aprisionan sus cuerpos, se despliega una danza que incorpora la fuerza de la música y los bailes africanos. Aquí, la actitud de timidez de los danzantes desaparece, dejan de ocultar el rostro y el pecho, se muestran alegres y orgullosos, emancipados. Ya no deben copiar la morbidez de los cuerpos blancos, su lánguida nulidad. Al final, un canto colectivo reemplaza al canto solista, la percusión toma el lugar del piano. Y los espectadores no sabemos si hemos asistido a una performance contemporánea o a una fiesta antigua.
Salgo de la sala con las manos adoloridas de tanto aplaudir y con una idea fija en la cabeza: Además de un cerebro y un corazón, solo las personas negras tienen un cuerpo; el resto, tenemos la mitad; y los blancos, solo la mitad de la mitad.