Bruno tiene 50 años, está divorciado, tiene dos hijas que no viven con él y no tiene mascotas. Está solo. Además, es el alcalde de la ciudad. Abogado de clase media, fue elegido por un partido de derecha. No ha sido reelegido. Su trabajo como alcalde terminará en un mes. Pero antes ha logrado organizar un gran evento para conmemorar una batalla importante ocurrida 500 años atrás en las afueras de su ciudad. Se trata de una semana entera de conferencias, recreaciones históricas y una obra de teatro. La primera función del espectáculo es esa misma noche, pero él llega tarde. (La reunión con el nuevo alcalde, de extrema derecha, duró más de lo esperado). Cuando entra al teatro, la gente lo recibe entre gritos y pifias. A los vecinos no les gusta lo que ocurre sobre el escenario. La única cosa que ve Bruno, sentado en primera fila, es a una mujer desnuda que despotrica contra todas las guerras y afirma que los italianos deberían comprender a los palestinos porque ellos también fueron conquistados por potencias extranjeras que no les dejaron formar un país propio en el pasado. Tienen razón. Es todo culpa suya. No debió confiar en los profesores de la universidad que le recomendaron a ese dramaturgo extranjero, interesado en participar en las celebraciones. Bruno se pone de pie y sale de la sala. Está cansado. Esta ya no es su lucha. En casa, se da cuenta que ha terminado los somníferos. Esa noche no duerme más que un par de horas. A la mañana siguiente, a primera hora, el teléfono comienza a sonar. Sabe que son los ciudadanos ilustres, burgueses y nacionalistas que no votaron por él. Sin ganas, se prepara un café. Sin embargo, mientras espera a que hierva el agua en la cafetera, se da cuenta de algo. No les debe nada. Ellos no confiaron en él. Siente que ese dramaturgo extranjero lo ha vengado. Decide que no cancelará las siguientes funciones de la obra de teatro. Serán su regalo para la ciudad. El café está listo. Apaga el celular y sonríe. Hoy es un buen día.
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