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lunes, 14 de diciembre de 2020

Paul B. Preciado, el último antifilósofo

 

Vista aérea de Burgos

Cada vez que pienso en el filósofo Paul Preciado, me es difícil no confrontar su figura con la de otro español -disculparán el anacronismo- célebre: Rodrigo Díaz, protagonista del incompleto Cantar del Mio Cid.

En apariencia, no podría haber dos trayectorias vitales más opuestas; pero creo que una observación más atenta de las mismas devela algunos puntos en común que no dejan de ser sugestivos.

Ambos nacieron en el municipio septentrional de Burgos (o muy cerca de él). Debo confesar que, en mi imaginación, el que se haya conservado gran parte de la arquitectura medieval de dicha ciudad aminora esa distancia de casi mil años que separa sus partos. Pueblo pequeño en época de Rodrigo, urbe conservadora en la de Paul; los dos sintieron desde muy jóvenes que los muros de sus iglesias eran demasiado estrechos para lo que querían hacer.

Así, por ejemplo, antes de cumplir los quince años, Díaz ya acompañaba al futuro rey Sancho II de Castilla en sus escaramuzas contra el reino de Aragón. En tanto Preciado, a los veinte, estaba en Madrid, estudiando filosofía con los jesuitas. Para ambos, la migración se convertiría en una constante de sus destinos.

De Madrid a Nueva York y de ahí a París, a Barcelona, a Atenas; Preciado ha vivido en las principales metrópolis de Occidente, paseando su militancia lesbiana, primero, y, luego, mutante, transexual; sin dejar de pensar, comisariar o escribir sobre la transformación de Beatriz en Paul. Rodrigo, por su parte, tanto como armiger regis de Sancho, aliado/enemigo de Alfonso VI o mercenario del rey moro de Zaragoza, recorrió gran parte del Levante español hasta conquistar Valencia, ciudad en la que moriría convertido en el famoso Cid Campeador.

Y este es el tercer factor que los hermana: el haber operado sobre su propia identidad hasta devenir-otros. De oscuro hidalgo a príncipe, de mujer a trans; ninguno de los dos se conformó con lo que la sociedad o los discursos feudales/médicos quisieron hacer de ellos. A esa maniobra deconstructiva la podemos llamar acto. Tanto Paul B. Preciado como Rodrigo Díaz de Vivar son los nombres propios de dos actos específicos.

El filósofo francés Alain Badiou designa a aquellos que se oponen a la defensa cerrada de las verdades metafísicas con la singularidad de un acto creador como antifilósofos. Yo creo que un precursor de esta estirpe entre los españoles -sin saberlo- fue el Cid, y su último eslabón es Paul. La pregunta es a qué verdad se opusieron cada uno. La respuesta que ensayo es, por un lado, a la epistemología medieval europea que dividía a los cristianos en clases estamentales rígidas, todas ellas opuestas al mundo salvaje de los infieles; y, por el otro, a la epistemología de la diferencia sexual de la modernidad occidental que divide los cuerpos en machos y hembras, y la práctica sexual en homo y hetero.

Tal vez estoy yendo demasiado lejos con mi reivindicación del Cid, el héroe más anómalo de los cantares de gesta -un anciano para la esperanza de vida de la época-; pero creo que no se me echará en cara lo mismo con Preciado.

Y con eso me doy ya por satisfecho.

 

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