Vista aérea de Burgos |
Cada vez que pienso en el
filósofo Paul Preciado, me es difícil no confrontar su figura con la
de otro español -disculparán el anacronismo- célebre: Rodrigo Díaz,
protagonista del incompleto Cantar del Mio Cid.
En apariencia, no podría haber dos
trayectorias vitales más opuestas; pero creo que una observación más atenta de
las mismas devela algunos puntos en común que no dejan de ser sugestivos.
Ambos nacieron en el municipio
septentrional de Burgos (o muy cerca de él). Debo confesar que, en mi
imaginación, el que se haya conservado gran parte de la arquitectura medieval
de dicha ciudad aminora esa distancia de casi mil años que separa sus partos.
Pueblo pequeño en época de Rodrigo, urbe conservadora en la de Paul; los dos
sintieron desde muy jóvenes que los muros de sus iglesias eran demasiado
estrechos para lo que querían hacer.
Así, por ejemplo, antes de
cumplir los quince años, Díaz ya acompañaba al futuro rey Sancho II de Castilla
en sus escaramuzas contra el reino de Aragón. En tanto Preciado, a los veinte, estaba
en Madrid, estudiando filosofía con los jesuitas. Para ambos, la migración se convertiría
en una constante de sus destinos.
De Madrid a Nueva York y de ahí a
París, a Barcelona, a Atenas; Preciado ha vivido en las principales metrópolis
de Occidente, paseando su militancia lesbiana, primero, y, luego, mutante,
transexual; sin dejar de pensar, comisariar o escribir sobre la transformación
de Beatriz en Paul. Rodrigo, por su parte, tanto como armiger regis de Sancho, aliado/enemigo de Alfonso VI o mercenario
del rey moro de Zaragoza, recorrió gran parte del Levante español hasta
conquistar Valencia, ciudad en la que moriría convertido en el
famoso Cid Campeador.
Y este es el tercer factor que
los hermana: el haber operado sobre su propia identidad hasta devenir-otros. De
oscuro hidalgo a príncipe, de mujer a trans; ninguno de los dos se conformó con
lo que la sociedad o los discursos feudales/médicos quisieron hacer de ellos. A
esa maniobra deconstructiva la podemos llamar acto. Tanto Paul B. Preciado como Rodrigo Díaz de Vivar son los
nombres propios de dos actos específicos.
El filósofo francés Alain Badiou designa
a aquellos que se oponen a la defensa cerrada de las verdades metafísicas con la
singularidad de un acto creador como antifilósofos. Yo creo que un precursor de
esta estirpe entre los españoles -sin saberlo- fue el Cid, y su último eslabón
es Paul. La pregunta es a qué verdad se opusieron cada uno. La respuesta que
ensayo es, por un lado, a la epistemología medieval europea que dividía a los
cristianos en clases estamentales rígidas, todas ellas opuestas al mundo
salvaje de los infieles; y, por el otro, a la epistemología de la diferencia
sexual de la modernidad occidental que divide los cuerpos en machos y hembras,
y la práctica sexual en homo y hetero.
Tal vez estoy yendo demasiado
lejos con mi reivindicación del Cid, el héroe más anómalo de los cantares de
gesta -un anciano para la esperanza de vida de la época-; pero creo que no se me
echará en cara lo mismo con Preciado.
Y con eso me doy ya por
satisfecho.
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