(9 de abril)
El neoliberalismo es la ideología del hombre común: antipolítica y antiintelectual por partes iguales, y por eso popular, contestataria. Enfrente está no solo el Estado, sino los funcionarios, la clase política, los expertos, los académicos, los pedantes que pretenden saber más que la gente común, y que por eso quieren poner reglas y límites.
Fernando Escalante
(Advertencia: Este no es un texto sobre el Covid-19. Es decir, no es principalmente sobre eso).
En la actualidad, en mi país, el Perú, la discusión en la precaria esfera pública (autoridades, medios de comunicación, academia, sociedad civil informada o no) se ha concentrado en dos ámbitos: la salud pública y la economía de la población. (Existen otros temas que han salido a la luz como los límites de la actuación de las FF.AA. y policía, los retos de la educación a distancia, la continuidad de algunas actividades económicas como la minería, la reforma del sistema de pensiones público y privado, el recrudecimiento de la violencia contra las mujeres, niños y adolescentes encerrados con sus agresores, la posibilidad de liberar a los presos vulnerables debido al hacinamiento en las cárceles o el reconocimiento por parte del Estado de la población LGTBI, pero son marginales mediáticamente respecto a los dos ya mencionados). Dentro de ambos, a su vez, la atención de los interlocutores se ha centrado en dos problemas concretos: la pandemia del Covid-19 y la recesión que, según todos los pronósticos, inevitablemente la sucederá.
Como ante un tablero de ajedrez, la controversia ha girado en torno a cuáles son las estrategias más adecuadas para ganar sendas partidas, lo que ha convertido el debate en una simple disputa táctica, con apenas la resistencia de algunos grupos de ciudadanos que se han quejado por ese reduccionismo.
Yo soy uno de ellos.
Si hacemos un resumen de las disputas con mayor peso mediático, podemos comenzar por aquellas que giran en torno a las estrategias propuestas por el nuevo Ministro de Salud (un militante de izquierdista que asumió el cargo ya declarada la emergencia sanitaria), las cuales se basan en dos pilares: el distanciamiento social y la vigilancia epidemiológica. En términos estrictos, dichas medidas han sido (de nuevo) reducidas por la prensa y la población a dos acciones concretas: la cuarentena obligatoria, cada vez más estricta, y las pruebas de descarte. Valdría la pena tratar de explicar por qué ha ocurrido de esta manera. Por un lado, el aislamiento social afecta, en particular, el modo de vida de más del 70% de la PEA que es informal (subempleada o independiente). Aunque una encuesta publicada a fines de marzo mostró que el 94% de los peruanos estaba de acuerdo con dicha medida, en veinticinco días, más de 50 000 personas han sido detenidas por incumplir con las disposiciones gubernamentales. Por otro lado, la experiencia exitosa de otros países, como Corea del Sur, que testearon en gran porcentaje a su población para tener un mapa preciso del contagio ha puesto en entredicho la idoneidad de las pruebas adquiridas por el Estado peruano (en mayor número serológicas que moleculares) y ha marcado la pauta de una discusión que ha trascendido el círculo estrecho de epidemiólogos y salubristas quienes, ante una oferta internacional cada vez más escaza y una demanda competitiva (e, incluso, abusiva como la de EE.UU.), han terminado por reconciliarse aceptando su uso complementario.
En segundo lugar, se ha suscitado, con menor intensidad, un par de debates en el plano económico. Podríamos afirmar que la preocupación del Poder Ejecutivo en sostener la famosa “cadena de pagos”, tanto durante la fase de contención del virus como después, en la fase de reactivación de la economía, ha generado un amplio consenso. En resumen, la estrategia de la “ortodoxa” y “pragmática” Ministra del sector (millennial como su homólogo argentino, aunque ideológicamente situada en la orilla opuesta como lo remarcó la nota de un diario internacional), para la primera mitad de su partida de ajedrez, consiste en tres movimientos: atención a la emergencia sanitaria, soporte económico a personas y empresas a través de bonos a población pobre y trabajadores independientes, e inyección de liquidez a hogares y negocios por medio de la liberalización de parte de fondos que no representa un gasto para el Estado (como las CTS y el aporte a las AFP). Esto, más un plan de impulso a la inversión, el apoyo a los sectores más afectados (como el turismo y de entretenimiento en general) y una serie de beneficios tributarios, medidas que se implementarán en la fase de reactivación, representará la movilización de recursos equivalente al 12% del PBI, en un esfuerzo que, como señala la mayoría de especialistas que defienden el modelo económico actual, es posible gracias a la “disciplina fiscal” de casi tres décadas instaurada durante la dictadura de Alberto Fujimori. De todo este paquete descrito, es curioso que la única medida que ha generado polémica, además de la continuidad del funcionamiento de algunos sectores y los deseos por parte de las gremios empresariales como la Confiep de resolver unilateralmente contratos de trabajo, haya sido (y sea aún) el retiro de los fondos de las AFP, y no en su aprobación sino en la amplitud de su aplicación. Mientras la búsqueda de protagonismo de un recientemente instalado parlamento (y de algunos sectores de los que apoyan sinceramente la reforma integral del sistema) pretende que se trate de un beneficio universal, el Ejecutivo propone su circunscripción a los desempleados y a los que tienen invertidos montos que no les servirán para sostener una jubilación digna.
Hasta aquí, he tratado de trazar un panorama sucinto de los motivos principales del “disenso” (por usar un término de Jacques Rancière) local. Ahora pasemos a las interpretaciones globales.
En un reciente artículo titulado “Aprendiendo del virus”, el filósofo español Paul Preciado señala que “la curación y la recuperación no pueden ser un simple gesto inmunológico negativo de retirada de lo social, de cierre de la comunidad”, sino que, en cambio, “solo pueden surgir de un proceso de transformación política”. Los temores de Preciado se dirigen a Europa y Estados Unidos, donde la pandemia puede producir eso que autores como Patricia Manrique han llamado el retorno de una “inmunidad viciosa”, es decir, el repliegue de las comunidades sobre sí mismas, expresado ya en el uso de metáforas bélicas (también presentes en mi país) para hablar sobre las estrategias gubernamentales; lo que podría estar acompañado, como señala Judith Butler, del recrudecimiento de la “desigualdad radical” en Occidente (nacionalismo, racismo, patriarcado, xenofobia, capitalismo). Creo que, de tener un correlato en América Latina (y lo tendrá), no marcará un cambio en la orientación de la región (tampoco, en el fondo, en la de los desmantelados Estados de Bienestar), en donde se ha implantado el modelo económico neoliberal sin anestesias desde hace varias décadas; sino que solo será la culminación de un proceso casi consolidado (y que para el caso del componente faltante hasta hace unos años, la xenofobia, añadido por la crisis migratoria venezolana).
Pero volvamos a las ideas de Preciado. Si como plantea, la cura de la crisis desencadenada por la propagación del Covid-19 a nivel mundial debe emerger de una discusión y reestructuración de la “cosa” pública (plano político), es porque la causa del mal, de la cual la pandemia no sería más que un síntoma, debe hallarse en su configuración actual. Esta es, al menos, la hipótesis sobre la que se basa su argumentación. Una que me parece sumamente atractiva. Y que despierta en mí una interrogante difícil de silenciar. Si como he tratado de dejar en claro en la primera parte de este texto, la discusión en la esfera pública peruana apenas toca esa dimensión, la política, entonces, ¿qué impide que emerja ese debate aquí?
Quiero ensayar una respuesta.
En un interesante libro que podría decir marcó mi propio giro hacia la izquierda (así como El genio del cristianismo de Chateaubriand sentó las bases de mi reconciliación con el catolicismo), Historia mínima del neoliberalismo (2015), el sociólogo mexicano Fernando Escalante señala que vivimos, si no en una civilización, al menos en un “momento neoliberal”, el cual comprende “un orden social, un sistema institucional, pero también un conjunto de ideas, valores, y lo que se puede llamar un ‘imaginario social’: un modo de entender la vida cotidiana, los avatares del trabajo, las relaciones sociales, un modo de interpretar nuestras propias aspiraciones”. Y dicho modo es, como está escrito en la cita del inicio de este texto, el sensus communis de las mayorías que, aunque lo ignoren (como un “saber no sabido”, diría Jacques Lacan), se caracteriza por un profundo rechazo de la política y del pensamiento intelectual.
En el pasado, la aparición de estas actitudes ha sido explicada por el populismo. En realidad, como afirma Nicolás Lynch en su libro Populismo: ¿dictadura o democracia? (2017), los fenómenos “nacional-populares” latinoamericanos, aunque sin respetar la estructura formal de las democracias liberales occidentales (sistema de partidos, instituciones estatales independientes), durante sus tres grandes apariciones en el siglo XX e inicios del XXI, cumplieron con ampliar la base de la ciudadanía, restringida por la élite oligárquica cuya decadencia se inició hace poco más de una centuria, a través de la masificación de los derechos civiles, políticos y económicos que alcanzara a los grupos sociales antes excluidos (pobres, mujeres, analfabetos, pueblos originarios). Así, contrariamente a lo que se piensa, la conquista de estos derechos no se logró solo como premio por la adhesión a un líder carismático, sino a través de la articulación y la agencia de ciudadanías corporativas o colectivas que, aunque no acordes con el modelo individualista de la Modernidad, lograron articular reclamos concretos para mejorar su propia situación. Además, estos procesos fueron acompañados, para el caso peruano, de una vigorosa tradición crítica (cuyo antecedente está en Manuel Gonzales Prada) que incluye a polemistas agudos como José Carlos Mariátegui, Sebastián Salazar Bondy o César Hilderbrandt.
No, no había nada de antiintelectualismo o antipolítica en aquellos fenómenos.
Retomemos el hilo de la argumentación de Escalante, si es el neoliberalismo el causante de este modo despolitizado de pensar lo común, ¿cuáles son sus efectos? Como lo señalan varios autores en una recopilación de artículos reciente (Sopa de Wuhan, 2020), entre ellos el uruguayo Raúl Zibechi, dos son los más nocivos: un “vaciamiento de las democracias” y un “fascismo social difuso”. Es obvio que las democracias están dejando de ser un conjunto de contenidos cuyos ideales estaban inspirados en las revoluciones burguesas del largo siglo XIX (igualdad, fraternidad y libertad), y se están convirtiendo, cada vez más, en un mero conglomerado de procedimientos (elecciones periódicas, estabilidad jurídica, transparencia del gasto estatal) que ha dado pie, en los últimos años, a la aparición de “democracias iliberales” en la antigua Europa comunista. Asimismo, esto ha significado el ascenso de una élite nueva, los tecnócratas, quienes de facto son los que han sostenido la continuidad de las políticas públicas en el Perú desde el retorno de la democracia (fallida, debido a que no se firmó un nuevo pacto social, una nueva Constitución) hace dos décadas. Esto ha motivado la aparición de varios movimientos en la región que proponen sistemas más participativos y directos que los representativos y mediatos. De hecho, la consolidación en el poder del presidente Martín Vizcarra (vice del renunciante Pedro Pablo Kuczynski, quien está directamente conectado al mercado de capitales internacional como Sebastián Piñera, Mauricio Macri o Donald Trump), se debió a la victoria de sus propuesta de reforma política y judicial del Estado, en el referéndum de diciembre de 2018, el cual canalizó, en parte, dicho malestar. Por último, todavía sin peso en la esfera pública, el reclamo se ha radicalizado convirtiéndose en una condena abierta del régimen democrático por considerarlo subordinado a la lógica del capitalismo.
Tanto más peligrosa que esta formalización y descrédito de la democracia es el otro fenómeno que apunta Zibechi, el fascismo difuso. Desde el inicio de la propagación europea de la pandemia, ha sido probablemente el filósofo italiano Giorgio Agamben (en más de un texto) el primero en llamar la atención sobre su aparición. Lo que ha movido su pluma ha sido el temor que le produjo la facilidad con la que los ciudadanos han aceptado el “estado de excepción” que las autoridades de su país habían implantado para combatir al Covid-19. Más allá de la eficacia o no de este tipo de medidas (el francés Jean-Luc Nancy ha escrito un artículo breve en el que las justifica calificándolas como una “excepción vital de la civilización actual” y las noticias sobre el colapso de los sistemas de salud de Italia, España y Francia parecen haberle dado la razón), Agamben, en la misma línea que han seguido otros autores como el propio Preciado, sostiene que bajo la figura de la “peste” se esconde un proceso de criminalización del ciudadano, el cual busca transformarlo en un “untador”, gente de mala fe que buscaba propagar la peste en la Milán de la novela Los novios (1827, 1840) de Alessandro Manzoni.
Preciado, aunque acorde con esta lectura, hace una distinción nada sutil entre la manera de gestionar las pestes durante la Modernidad temprana y la coyuntura actual. Siguiendo a Michel Foucault, denomina a las antiguas estrategias como “disciplinarias”, ya que consisten en el control de la población a través del internamiento de sus cuerpos en instituciones de normalización (hospital, colegio, fabrica, prisión). En cambio, para él, las respuestas gubernamentales de hoy están motivadas por otro paradigma, el del “tecnopatriarcado neoliberal”, por lo que ha dado en llamarlas “farmacopornográficas”. Se trata de la “prisión blanda” cuyo modelo es la mansión de Hugh Hefner, pero que yo encuentro ya anticipada en novelas decadentistas como Al revés (1884) de Joris-Karl Huysmans, cuyo protagonista, un aristócrata completamente alienado, se enclaustra para vivir una existencia artificial que es copia de su rutina social, pero que está “controlada” por él mismo. Sobreexcitados (en algunos casos, drogados) y conectados todo el tiempo gracias a las prótesis tecnológicas que ya son parte de nosotros, es verdad que un sector considerable de la población, sostenemos el ritmo anterior de trabajo/entretenimiento para cuya suspensión tendríamos, por fin, una excusa.
Y esto, se preguntarán, ¿qué tiene que ver con el Perú? La respuesta es todo.
Partamos del hecho de que en el ámbito rural de nuestro país, las condiciones de vida son muy distintas de las urbanas. Es cierto. Incluso, las dinámicas en las ciudades del interior o aquí mismo, en Lima, varían de distrito en distrito y, desde luego, al interior de cada uno de ellos según las zonas o barrios; ya que la capital reproduce la marcada desigualdad de la sociedad peruana. Esa heterogeneidad nos podría llevar a pensar que las estrategias para frenar la propagación del virus también deberían ser heterogéneas. Nada más alejado de la práctica estatal. Como reclama con tono abiertamente beligerante la feminista boliviana María Galindo, la colonialidad de muchos de nuestros gobernantes los ha conducido a trasplantar soluciones (y discursos, sobre todo, discursos, incluso los negacionistas como es palmario en el trinomio Johnson-Trump-Bolsonaro) aplicadas en las metrópolis occidentales, sin atender a las condiciones específicas de las sociedades latinoamericanas y, en el caso concreto del Perú, andinas. Galindo sostiene que la pandemia es una excusa perfecta para “poner entre paréntesis” otros problemas igual o más graves de la región. Si partimos solo del ámbito sanitario, otras enfermedades como la tuberculosis o el dengue han matado a un número mayor de personas en esta parte del mundo en lo que va del año. Pero, en el contexto peruano, al afectar en particular a poblaciones sin participación en el debate mediático al que se ha reducido la política, como los pobres o los que habitan zonas periféricas del país y de la capital, su padecimiento no ha motivado la respuesta estatal del Covid-19 que, como ha repetido hasta la saciedad Vizcarra, es, en ese sentido, un “virus democrático”.
El problema es que esta última afirmación es una falacia.
Me ayudo de Butler para pensar en cómo el aislamiento social, entendido como el triunfo de la inmunidad viciosa (el derecho a la vida a costa de los demás) y no el de la comunidad “virtuosa” (la obligación de cuidar a los demás) como lo plantea Manrique, puede ser responsable de una acentuación de la desigualdad radical en el Perú. Los ejemplos aparecen delante de mí sin ningún esfuerzo. Tomaré dos. El primero está relacionado con el funcionamiento del capitalismo. El mismo día que se anunció la cuarentena, el domingo 15 de marzo, una cadena de cines perteneciente a uno de los grupos económicos de mayor peso en el país, Intercorp, despidió a varios de sus “colaboradores”, muchos de ellos jóvenes universitarios que trabajan en la modalidad part time. La razón era que al verse obligados a cerrar sus instalaciones, no querían seguir pagándoles durante el incierto tiempo que duren las restricciones impuestas por el Ejecutivo, ya que lo interpretaban como una pérdida financiera. En un caso bastante poco común, la presión de la esfera pública logró que la empresa diera un paso atrás y se comprometiera a cumplir con sus obligaciones “virtuosas”. No obstante, se calcula que más de un millón de peruanos perderán sus puestos de trabajo al finalizar el Estado de Emergencia, lo que los sumergirá, a varios de ellos, de nuevo en la pobreza.
El otro ejemplo es uno más reciente y está relacionado con la variable patriarcado. En el Perú, según datos de hace una década, la mujer trabaja, en promedio, casi diez horas más semanalmente que los hombres. La razón es sencilla, aunque su inserción en el mercado laboral es menor (en el que además perciben un salario 30% por debajo del masculino), asumen muchos de los roles del cuidado (crianza, alimentación, limpieza, etc.) en el interior de los hogares. Esta situación no fue tomada en cuenta por los miembros del equipo de Prospectiva del gobierno quienes recomendaron aplicar un segundo “martillazo”, en la terminología del Imperial College de Londres, para aplanar la curva de contagios. Al toque de queda nocturno que pasó a iniciarse dos horas más temprano (y cuatro en los departamentos “desobedientes” del norte), a partir del jueves 2 de abril, se le agregó la prohibición de salir los domingos y la segregación por sexo (y no, explícitamente, por identidad de género, lo que hubiera salvaguardado a la población transgénero e implicado a una reeducación de las fuerzas del orden) para el resto de la semana. Así, tres días terminaron correspondiendo a los hombres y tres a las mujeres. En una sociedad ideal con equidad de género, esto no debía de traer aparejado ningún contratiempo. Al contrario, se convertía en un mecanismo de más fácil control que el del último dígito del DNI aplicado, por ejemplo, en Honduras. Sin embargo, esta disposición ha revelado, como una radiografía, uno de los males crónicos de la sociedad peruana: la desigualdad en la distribución de los roles familiares. Miles de mujeres se han aglomerado en bodegas, mercados y supermercados en los dos días en los que hasta ahora les ha tocado salir, exponiéndose al contagio; mientras que en los que hemos ido de compras nosotros, aunque he tenido que hacer colas, no podría decir que me he demorado más de lo “normal” dado el estado de excepción. Sumado al claro error que ha cometido el gobierno por aplicar una medida sin responder a esa realidad heterogénea que es la nuestra, como enfatiza Galindo, otra lección importante es la que nos brinda la reacción de la población, especialmente en las redes sociales. Como bien ha señalado una periodista local, lo ha hecho desde la falta de empatía y el escarnio de su condición privilegiada o su machismo. En otras palabras, desde su inmunidad viciosa.
Con este horizonte sin aparente salida por delante, ¿está todo perdido? Creo sinceramente que no.
Comenzaré por los pesimistas. Mucho más célebre que la polémica Agamben-Nancy, la agria respuesta del filósofo surcoreano Byung-Chul Han a su par esloveno Slavoj Žižek ha circulado bastante por internet y ha desatado un número considerable de comentarios en varios países de Sudamérica. Con una prosa insípida, Han ha atacado la esperanza cifrada en un retorno del multilateralismo presente en la prédica de ese Séneca de la contemporaneidad que es Žižek, igual de inconsecuente que el cordobés entre su decir y su hacer. Como un conocido me comentó hace unos días, es cierto que Žižek no pretende ser un “intelectual orgánico” como lo entendía Antonio Gramsci, pero eso no lo justifica para elaborar, cada vez con mayor frecuencia, comparaciones efectistas sin ningún valor heurístico. En ese sentido, Han lo ha desenmascarado. Pero sus méritos terminan ahí. La tendencia autoritaria hacia la subordinación del individuo frente al Estado que el diagnostica en los países asiáticos que están sorteando con éxito la pandemia (que él acusa como una herencia del confucionismo), la cual podría propagarse, merced al nuevo imperialismo chino de la ayuda humanitaria, a territorio europeo, es una hipótesis que revela una lectura anacrónica de su contexto: Han vive en Alemania desde hace varios años. El virus chino del “tecnototalitarismo”, como lo denomina el italiano Franco Berardi, ya llegó y no fue importado de Asia hacia Occidente sino de Occidente hacia el mundo como lo sostiene Preciado y, con mayor detalle, el holandés Rob Riemen en un hermoso ensayo titulado Para combatir esta era, publicado el 2018. (Incluso, en un país con las limitaciones del mío, el gobierno ha anunciado el reemplazo del segundo martillazo por un martillazo “tecnológico” a través del monitoreo de las aglomeraciones gracias a las señales enviadas por los celulares). En síntesis, el retorno de la soberanía que pronostica Han no representa la “caída del paradigma inmunológico”, sino su consolidación y la “psicopolítica”, al igual que la “biopolítica” antes, contribuirá a tal fin.
Han tampoco es el único que sostiene que la pandemia no traerá abajo, por sí sola, al capitalismo. El francés Alain Badiou también lo ha señalado en un artículo titulado “Sobre la situación epidémica”, en el que se refiere a cómo las naciones europeas están afrontando la crisis atrapados en la paradoja de los conflictos bélicos: Soluciones locales (políticas) para problemas globales (económicos). Badiou afirma que en ningún país del Viejo Mundo, la guerra (tomada ahora como modelo) ha provocado una revolución. Y es que, como complementa el filósofo español Santiago López Petit en otro artículo, la propaganda de la muerte (y a eso es a lo que hemos asistido en los últimos meses conforme se ha ido expandiendo la pandemia) cancela el pensamiento crítico, suspende lo fundamental a cambio de lo urgente (“sentido de urgencia” ha reclamado hace poco la doctora responsable del Comando Covid-19 en el Perú). Y ¿qué es lo urgente? Recurro una vez más a Agamben (al único texto que voy a citar como se debe: “Reflexiones sobre la peste”), para decir que es lo que impone la religión de la ciencia, la ciencia, claro está, sometida a la maquinaria del capitalismo: la “tiranía de salvar la vida”.
Llego a este punto y me doy cuenta de que debo hilar fino para no ser confundido con un genocida.
Estoy hablando de lo que Badiou conceptualiza en otros textos como el predominio de una “antropología animal” y que tan bien parece hacer juego con el antiintelectualismo y la antipolítica impuestas por el neoliberalismo. A grandes rasgos, se trata de una forma de concebir al sujeto más allá de la formula cartesiana, que lo reducía a una “sustancia pensante”, reemplazándolo por el nihilismo somático de la “sustancia extensa”, operada por la reducción de la existencia a lo biológico, a lo carnal, a mi cuerpo que encierra y es lo que realmente soy. Y por cuya salvaguarda estoy dispuesto a dejar que el mundo arda. De hecho, es esta misma tendencia la ha inundado nuestra época de múltiples verdades relativas y ha encumbrado un género, el testimonio, que es nieto directo de otro, la memoria (de nuevo, Chateaubriand), que gozó de una popularidad similar dos siglos atrás.
Pero creo que ya he destilado demasiada amargura. Es tiempo de un poco de optimismo.
Tengo la impresión de que si la pandemia es, como sostiene Berardi, de naturaleza “semiótica” y, por lo tanto, un discurso, habría que trascender el plano de las elucubraciones genéticas (que tanto Han como yo en este texto hemos ensayado solo para mostrar cuánto sabemos), y plantearnos la interrogante sobre cuál es su sentido. Esto nos obliga a todas y todes y todos a hacer un ejercicio de lectura serena (serena, pero no indolente) y en conjunto, dialógico, porque como sabe cualquiera que ha tenido un libro entre las manos, su mensaje no es algo que preexiste al acto de su desciframiento, sino un fruto siempre fresco del mismo.
Un fruto que tenemos la obligación de compartir.
He partido de una serie de ideas que he ordenado a través de la escritura en mi pensamiento y en las líneas anteriores. (Me) He contado una historia. De los hechos narrados, hay uno solo sobre el que me gustaría volver: Gran parte de los peruanos (al igual que casi un tercio de la población mundial) hemos visto recortada una parte significativa de nuestra “soberanía sobre el futuro”, como nombra eufemísticamente el filósofo chileno Gustavo Yáñez a este acecho de la muerte que siempre ha estado ahí, al lado, pero que volvemos a notar. Me gustaría que este sintagma, la pérdida de soberanía, fuese arrancado del orden convencional de una causalidad lógica, para que pudiéramos jugar con él más allá de las reglas de lo posible (y de lo plausible aristotélicas). Porque dentro de esas reglas, el asunto ya está determinado: Una pandemia era una causa del todo posible para lo ocurrido y fue advertida como tal (aunque era tan poco plausible para la mayoría de la gente que se había convertido en el plot de películas de escaso interés) y la crisis económica será su efecto altamente posible (y altamente plausible en el imaginario colectivo actual). Sin embargo, este no es el único entrelazamiento que existe.
No es tan escasa nuestra imaginación.
En ella también cabe la cadena del fascismo social difuso, el cual puede ser ubicado como causa de la pérdida de soberanía y cuyo efecto es el triunfo de los tecnototalitarismos. O la cadena de la inmunidad viciosa (yo me protejo), antecedente inmediato de una amputación de cualquier gesto comunitario (el futuro) y que termina justificando el darwinismo social de la “necropolítica” (hay un libro titulado así del filósofo camerunés Achille Mbembe que recomiendo leer en estos tiempos de cuarentena). Y, sin embargo, a pesar de estas dos alternativas nefastas, es factible suponer otro entrelazamiento, el de las comunidades virtuosas (nosotrxs protegemos a los demás), sujetos colectivos que eligen, no por miedo al castigo o a la muerte, restringir su libertad sin cercenar su autonomía y, por lo tanto, logran extirpar de sí mismos el nihilismo somático de lo individual y permiten el retorno, no de una pulsión, sino de un pensar, un decir y un hacer que cumpla el sueño frustrado de los que esta epidemia va a matar.
Lamentablemente, este ejercicio discursivo al que los he sometido, este “juego de palabras” como algunos lo llaman con desprecio, no tiene visos de llegar a producirse, ni en el corto ni en el mediano plazo, en mi país, el Perú, tan atareado por el peso de lo urgente (la salud pública, la economía), que parece haber olvidado definitivamente la política, lo fundamental.
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