No recuerdo en qué libro de Proust, el narrador pronuncia esa célebre frase sobre que nuestro corazón tiene la edad de lo que ama, pero si recuerdo que, al leerla, quede hondamente enternecido. Un sentimiento similar me produjo ver el documental sobre Leonardo Favio (Favio: Crónica de un director, 2016) que el argentino Alejandro Venturini ha hecho. A estas alturas de mi vida, ya no recuerdo cuándo ni en dónde es que vi cada una de las cinco películas de este director que están guardadas en mi memoria: Crónica de un niño solo (1965), El dependiente (1969), Soñar, soñar (1976), Gatica el mono (1993) y Aniceto (2008); lo que sí recuerdo es esa melancolía suave que desprendían sus personajes, todos tristes perdedores que habían tenido sus cinco minutos de éxito o fama y, luego, habían terminado devorados por el fracaso o la tragedia.
Mi intención no es hacer un comentario crítico de la
obra de Favio, tan influenciada por el neorrealismo italiano y la nueva ola
francesa al inicio con esa trilogía en blanco y negro filmada en los sesenta, y
que se decantó después por el melodrama desde fines de los setenta, con un tono
muy similar al de las novelas de Manuel Puig. No. Lo que quiero, en cambio, es recordar
a un pequeño maestro, un hombre que compartía con mi escritor favorito –si
están leyendo esto y me conocen no es necesario que repita el nombre– esa
inclinación por las "minuscias del corazón". (Un acierto de Venturini
fue volver a llamar a los protagonistas de sus películas y hacerlos repetir las
líneas contundentes que escribiera Jorge Zuhair Jury, hermano y guionista de
Favio, para mostrar lo acertado que era en el casting y lo poético de su estilo). En su tierra natal se yergue una estatua, que como no
podía ser de otra manera, no sostiene un micrófono en la mano, sino un
megáfono, el megáfono del director.
Además, debo agregar un hecho personal. Esta fue la
película N° 1000 que veo en una sala oscura desde que tengo el blog. Una película
sobre otras películas. Nada mejor.
P.D.: Al día siguiente vi una pela sobre el cine de
esos mismos años en Brasil (Cinema Novo
de Eryk Rocha, 2016). Lo mejor del Festival, para mí, este año, fueron los
documentales.
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