El color fue la grande y
singular pasión artística de Venecia: lo llevó a todas sus cosas, a su
arquitectura y decoración, a su menaje casero o palaciego, o a su atuendo, a
sus fiestas, a las ceremonias religiosas, a sus costumbres mismas. Una plaza,
una calle, un canal, la laguna de Venecia, aun hoy mismo […] sorprenden sobre
todo –sorprenden y hechizan– por la belleza cambiante, pero continua, de su
color.
(Juan de la
Encina 1971: 183)
El origen de la
pintura veneciana coincidió con el periodo de máxima expansión del poder político
y económico de la Serenísima. Hacia 1400, el mar Adriático se había convertido
en el mare veneziano y sus
territorios incluían las costas de Dalmacia, Albania, algunos enclaves en el
Peloponeso como Modona y Corone, y las islas de Corfú, Negroponte (Eubea),
Naxos y Creta. La victoria sobre los turcos en Galípoli (1416) consolidó el
predominio veneciano en el Mediterráneo oriental, aunque no frenó el avance de
los otomanos por los Balcanes. También, a inicios de ese mismo siglo, comenzó
la expansión de la República por lo que es actualmente territorio italiano. El
objetivo de todo ello era frenar las ambiciones del duque de Milán, Gian
Galeazzo Visconti (1351-1402), creándose el Stato
di Terraferma, el cual incluía una gran cantidad de ciudades del Véneto,
como Verona, Padua y Udine. Es así que, durante la primera mitad del siglo XV,
la ciudad-estado contaba con más de 300 navíos de guerra y un número diez veces
mayor de naves mercantes, además de diversas casas comerciales y bancos que
mantenían estrechas relaciones tanto con la Europa católica como con el Levante
bizantino y musulmán.
Creemos que fue
precisamente su situación como bisagra entre Occidente y Oriente, además de las
razones tradicionalmente aducidas sobre su clima y sus peculiaridades
geográficas, las que la convirtieron en la “ciudad del color”. Como señala Philip Ball,
Para comprender hasta qué
punto el uso del color en el Renacimiento se mezcló con el comercio y el lucro
vulgar hay que asomarse al embriagador caldero al que llegaban los pigmentos
exóticos de Oriente en su ruta hacia Europa occidental: Venecia (2003: 165).
Desde el siglo
IX, este puerto insular ya comercializaba con el mundo árabe, libre de la
dominación carolingia que intentaba unificar el continente; y, luego, producto
de su expansión por el mar Egeo a partir de su participación en la Cuarta
Cruzada (1202-1204), la cual supuso la toma de Constantinopla, con el Asia
Menor, de donde se proveía de gemas, tintes, perfumes, cerámicas, pigmentos,
alumbre y finas telas. Un punto importante de este contacto fue su relación con
Bizancio[1].
El imperio ortodoxo la reconoció, hacia el 900 d.C., como un estado
independiente de facto, pero su
influencia cultural perduró varios siglos, como es posible notarlo en una de
las familias más destacadas de artistas del quattrocento
local, asentada en el islote de Murano, que fusionó tradiciones pictóricas
bizantinas con las del Gótico internacional venido del otro lado de los Alpes:
los Vivarini. Ellos y otros pintores conforman lo que Juan de la Encina
denomina el grupo de los “primitivos” venecianos: Jacobello del Fiore (c. 1370-1439),
Michele Giambono (1400-1462), Antonio Vivarini (1402-1484), Bartololommeo
Vivarini (1432-1499), Jacobo de’Barbari (1445-1515/6), Antonio de Negroponte
(s. XV) y Alvise Vivarini (1446-1503). Sin embargo, esta escuela de artistas,
vinculada más al Medioevo, es ya contemporánea a otra familia considerada por
la historiografía como la que introduce el Renacimiento pictórico en la aurea Venetia: los Bellini.
En esta otra
línea, siguiendo el método de las generaciones de José Ortega y Gasset, De la
Encina distingue, entre la segunda década del siglo XV y la segunda del XVI,
cuatro generaciones. Sin embargo, como antecedente de las mismas coloca al
fundador de la dinastía Bellini: Jacobo (c. 1400-1470). Pupilo de un artista
proveniente de Umbría, Gentile da Fabriano (c. 1373-1427), fue influenciado por
el “florentinismo” de este. Luego, estuvo él mismo en Florencia (1423) y a
inicios de la segunda mitad del siglo, trabajo en Padua con sus hijos, Gentile
y Giovanni, en donde los tres admiraron el estilo de Andrea Mantegna (c.
1431-1506), de quien el padre aprendió el gusto por la “robustez plástica” de
las figuras y por la representación de elementos arquitectónicos en perspectiva,
aunque con algunas reticencias. Un remedio temprano de este influjo, como
apunta Ball, fue justamente que durante el periodo de madurez artística de Jacobo,
hacia 1440, los venecianos adoptaron el lienzo como soporte principal de la
pintura, motivados por una ingente industria textil que producía lona para
velas y el clima húmedo que estropeaba rápidamente los frescos, cuya textura
favorecía los contornos imprecisos, a diferencia de la exactitud que conseguían
los florentinos en sus paneles.
En el mismo año
en el que se casó Mantegna con Nicolosia, hija de Jacobo, ocurrió uno de los
acontecimientos que marcaron de forma decisiva a la primera generación de artistas venecianos: la caída de
Constantinopla[2] en
manos turcas (1453). Pero sus dos principales representantes[3],
los otros dos hijos de Bellini, lo asimilaron de manera distinta. Gentile
Bellini (c. 1429-1507) retornó a los modos decorativos del maestro de su padre,
Fabriano. Asimismo, su estancia en Constantinopla (1479) para retratar al
sultán Mehmed II, lo sitúa como un pintor que no terminó de virar del todo
hacia Occidente y cuya obra muestra todavía ecos bizantinos, como se observa en
las escenas cotidianas que pintó de Venecia. En cambio, Giovanni Bellini o
Giannbellino (c. 1430-1516) no solo introdujo las técnicas al óleo en la década
de 1470, como afirma Ball, con lo que se pudieron crear esos “colores atrevidos
y luminosos” que caracterizarían al arte de esta ciudad, y fijó el tema de la sante conversazione, sino que aunque “anclado
de por vida en el concepto plástico-lineal
de la pintura […] le dio un nuevo giro, o mejor dicho, lo trasformó, bien que
no de una manera completa, en el plástico-pictórico”
(De la Encina 1971: 187). Así, con Giovanni se inicia la fusión de ambas maneras
de entender este arte: sigue creyendo en el dibujo como paso ineludible, pero trata
de captar, mediante el color, la luz y la atmósfera. Finalmente, basta con
agregar que de su taller salieron Giorgione y Tiziano[4].
La anexión de la
isla de Chipre en 1489, cedida por su última reina, la noble veneciana Caterina
Cornaro, retrasó durante casi un siglo el declive de la presencia en el
Mediterráneo oriental de la República. Fue justamente por estos años que
comenzó a trabajar el más importante de los pintores de la segunda generación: Vittore Carpaccio (c. 1460/5-c. 1525/6) o
Scarpaccia según Giorgio Vasari (1511-1574). Quizá su más significativo aporte
radicó en que “preludia la gran pintura decorativa veneciana del siglo XVI, la
de Tintoretto y Veronés” (De la Encina: 190). En ese sentido, está más cerca de
Gentile que de Giovanni. A través de él, conviene detenerse en un formato que
es propiamente veneciano, nos referimos a los famosos teleri, enormes lienzos narrativos en los que este artista trabajó
(Lleó: 2007). Por ejemplo, destacan los ciclos sobre Santa Úrsula para la
Scuola del mismo nombre (1491-1500) y sobre San Jerónimo para la Scuola di San
Giorgio degli Schiavoni (1502-1507). Por otro lado, cabe agregar que, hacia la
década de 1490, Venecia se convirtió en la mejor fuente de pigmentos finos; de
allí provenían el oropimente, de color amarillo profundo, y el rejalgar, único
naranja “verdadero”, por los que viajaban, especialmente, artistas de otras
partes de Italia. Cierran esta generación los pintores Cima da Conegliano
(Giovanni Battista Cima, c. 1459-c. 1517) y Vincenzo Catena (c. 1470/80-1531).
Este último, cronológicamente cercano a la generación siguiente, pero que por
estar a medio camino entre Giannbellino y Alvise Vivarini, es más un epígono del
quattrocento veneciano.
Hacia 1500,
Venecia estaba en franca decadencia[5],
aunque no había despertado de su “sueño dorado”. El golpe definitivo se lo
habían dado las nuevas potencias ibéricas: Portugal y España, con el descubrimiento
de la ruta marítima hacia las Indias Orientales y el de América,
respectivamente. Tal vez esto explique el viraje de los temas sacros,
hegemónicos en el siglo anterior, a los profanos al comienzo del quincecento; y la aparición de un pintor
que le otorgó un protagonismo nuevo a la naturaleza[6]
a través de la representación del paisaje: Giorgione (Giorgio Barbarelli da
Castelfranco, c. 1477/8-1510). Este artista fue el primero en “componer
pintando”[7].
Junto a él, se yergue la figura de Tiziano Vecelli (c. 1490-1576), condiscípulo
y, después, discípulo suyo, quien al parecer terminó sus últimas obras. Ambos
son el centro de la tercera generación
y ambos murieron producto de la peste[8],
aunque con más de sesenta años de diferencia. Por ello, conviene hacer otra
comparación, dado que la carrera artística del segundo sufrió una evolución
mayor. En sentido estricto, Tiziano es contemporáneo de Michelangelo Buonarroti
(1475-1564) y, como él, supo poner en tensión el lenguaje formal del Alto
Renacimiento, pero a la luz de la tradición veneciana y no como un desarrollo
de las intuiciones de Leonardo da Vinci (1452-1519) según proponía Vasari. De
la Encina, tan presto a las clasificaciones, distingue en este pintor tres
etapas: primitiva, clásica y barroca; aunque señala que los elementos barrocos
están diseminados a lo largo de toda su obra, en ese retorno a los temas
bíblicos que lleva a cabo el maestro. Sin embargo, “el principio estilístico
que le guía es el mismo en lo básico: equilibrio perfecto entre la forma
corpórea y la luz, de modo que esta, en lugar de dañar y descomponer la forma,
la realce” (De la Encina: 203). A nivel técnico, es con Tiziano que se tornaron
más complejas las gradaciones de color a través del uso de hasta nueve capas de
veladuras entre el yeso y el barniz. Muchas veces, pintaba primero los fondos
y, después, superponía las figuras de los primeros planos. Ese fue su método de
trabajo en una obra como Baco y Ariadna
(1523). Aquí, el color es el verdadero “método constructivo”, al mismo tiempo
que desafía las reglas cromáticas del contraste del genovés Leon Battista
Alberti (1404-1472) y funciona como un pequeño compendió de los pigmentos existentes
en la época[9]. No
en vano, Diego Velázquez (1599-1660) diría de Tiziano, de quien aprendió a
equilibrar lo pictórico con lo plástico, a mediados del siglo XVII, que “porta
la bandiera”. En orden cronológico, otros tres pintores de renombre de esta
generación “clásica” fueron Palma el Viejo (Jacopo Negretti, 1480-1528),
Lorenzo Lotto (c. 1480-1556/7) y Sebastiano del Piombo (c. 1485-1547). El
primero, alumno de Tiziano aunque fuese mayor que él y rival de Lotto, supo
poner la sensualidad de Giorgione al servicio de sus cuadros de tema religioso.
El segundo, consciente de la dura competencia en la Ciudad de los Canales, la
abandonó pronto para visitar Treviso (1503-6), Recanati y Las Marcas (1506-8),
Roma (1508-10) y Bérgamo (1513-25), hasta retornar al Véneto hacia el final de
su carrera, pero con una paleta de colores mortecinos que la distingue de los
dorados de Tiziano y sus seguidores. Del último, también discípulo de
Giorgione, se sabe que fue invitado a Roma para decorar la Villa Farnesia
(1509). En esa ciudad, sufrió la influencia de Michelangelo y tuvo antipatía
por Raffaello Sanzio (1483-1520), por lo que puede ser calificado, con algunas
reservas, como un “manierista” temprano.
La última de las
generaciones, llamada “barroca” por De la Encina, cuyos miembros nacieron en
las primeras décadas del quincecento,
puede ser enmarcada entre el contexto de la derrota de Prevenza (1538), con la
cual los turcos le arrebataron definitivamente la supremacía naval del
Mediterráneo oriental a los venecianos, y la invasión de Chipre (1570), isla
que la República abandonó en menos de un año. Tal vez, el único aliciente fue
la victoria de Lepanto (1571), en la que participó como parte de la Liga Santa,
pero que no tuvo ninguna repercusión positiva en términos prácticos para
Venecia. Solo por ese motivo puede justificarse la denominación de De la
Encina, porque la consciencia de la crisis arribó medio siglo antes a los
artistas de esta ciudad que a los de los dominios de los Austrias[10].
Una tríada de nombres son, con justicia, los que se recuerdan más de esta cuarta generación: Bassano, Tintoretto y
Veronese. Jacopo Bassano (Giacomo da Ponte, c. 1510/5-1592) fue un naturalista
y buen paisajista que anticipó las intenciones del milanés Caravaggio
(1571-1610), aunque sin la fuerza del claroscuro; pero es la gran oposición, más
de tono que de estilo, entre los otros dos artistas, la que anima la pintura
veneciana del Renacimiento tardío. Si en Veronese (Paolo Caliari, 1528-1588),
“gran decorador, todo [es] irradiación de luz gozosa”; en Tintoretto (Jacopo
Comin o Robusti[11],
1518-1594), se torna “una danza ritual [de] acciones dramáticas de arrebatadora
grandeza”. Así, aunque ambos usan el mismo lenguaje pictórico, el primero
destaca más cuando se aboca a temas paganos, mientras que el segundo lo hace
con los religiosos, aunque ambos transitaron de un género al otro. Tal vez, el
ejemplo más evidente de lo que acabamos de mencionar sean los teleri que realizaron sendos pintores, con
casi una década de diferencia, en el Palazzo Ducale: El triunfo de Venecia (1579-1582) de Veronese y El paraíso (1588-1594) de Tintoretto.
Después del
incendio que había destruido la Sala del Maggior Consiglio del palacio, lugar
donde se reunían todos los nobles venecianos mayores de 25 años, se encargó la
decoración del artesonado[12]
a los artistas más importantes del momento, es decir, Veronese y Tintoretto. El triunfo o Apoteosis (fig. 1), como también se le conoce, del primero es una
obra alegórica hecha apenas un par de años después del siniestro. Lienzo de
gran formato, en este cuadro oval los personajes de la composición están
distribuidos en cuatro niveles horizontales bastante claros, que de arriba
hacia abajo podemos describir de la siguiente manera: i) dos ángeles, uno tocando dos trompetas y otro trayendo la corona
de oro y perlas que pondrá en la cabeza de la alegoría de la ciudad; ii) la alegoría, al centro, ataviada
ricamente y representada como una mujer no tan joven con el clásico cabello
rubio veneciano, portando un cetro en su mano izquierda y rodeada de varios
personajes, entre los que destaca el militar sentado en la cúspide de la nube,
al lado izquierdo del cuadro, coronado de laurel y con una palma de la misma
planta en su diestra, símbolo del triunfo; iii)
un grupo de nobles venecianos (e incluso algunos turcos) que contemplan la
coronación desde la balaustrada de un edificio que ya anuncia las innovaciones
barrocas con esas columnas salomónicas aún recatadas a los lados; y iv) dos jinetes a caballo, acompañados
de algunos otros personajes, que representan las victorias militares del
pasado. Esta obra se destaca por la suavidad de la luz y la claridad del
mensaje político, de un anacronismo palpable. En ella, apenas hay atisbos de
manierismo en la representación de los cuerpos, pero sin las posiciones
demasiado forzadas de Del Piombo, salvo en el escorzo de los ángeles y de los
caballos. Además, se aprecia la misma paleta de Tiziano[13],
con sus “contrastes complementarios para realzar la tersura de sus colores”
(Ball: 176), evadiendo así el claroscuro.
El otro trabajo
fue obra de Tintoretto, el menos internacional de los grandes pintores venecianos.
Probablemente, Vasari lo trató personalmente hacia 1563, cuando visitó por
segunda vez el Gran canal. Aunque encontró su personalidad sensible y educada,
no se dignó a escribir una vita de
él, y solo agregó un breve comentario dentro de la de Battista Franco, il Semolei, (c.1510-1561), en la segunda
edición de su célebre obra (1568):
su lectura revela el
desconcierto que le produjeron las obras de Tintoretto que alcanzó a ver, hasta
el punto de que, aun reconociendo sus extraordinarias dotes, no dudó en
calificarlo con ambiguos epítetos como hombre de “terribile cervello”, de
“stravaganze” y de invenciones “capricciose” (Lleó: 37).
Dicha
caracterización marcó la fortuna crítica posterior de este artista. Así, tanto
su biógrafo Carlo Ridolfi (1594-1658) como el grabador, pintor y tratadista
veneciano Marco Boschini (1602-1681) usaron estos tópicos, aunque con un
sentido positivo[14]. Otra
figura importante que se mostró reticente al joven pintor fue Pietro Aretino
(1492-1556), asentado en Venecia desde 1527 y que había formado un círculo de
intelectuales en la ciudad junto a Tiziano (Nichols 1996). Su objeción,
expresada en dos cartas (1545 y 1548), es la misma que la que pone Vasari en
boca de Michelangelo cuando este conoce a Tiziano: mayor cuidado en la
ejecución. Aquí, este autor colocó los dos términos que se opondrán
definitivamente cuando se hable de Tintoretto; ya que, para él, hay mucho de
uno y poco del otro: prestezza nel fare
y pazienza del fare. En otras
palabras, claridad de la idea y perfección en el acabado, lo que propondría más
adelante Federico Zuccari (1540/1-1609), en su L'idea de'pittori, scultori
ed architetti (1607), bajo los nombres de disegno interno y disegno
esterno. Zuccari escribió que las obras de Tintoretto parecen “no acabadas”,
como hechas “en broma”, aunque la composición mostraba una gran diversidad de
figuras “bellas” y “extrañas”. Podemos concluir esta sumaria revisión de la
crítica sobre la obra de Tintoretto, mencionando el dato que recoge Ridolfi en
su biografía (1642): el pintor habría colgado un cartellino en su taller con las palabras “El dibujo de Miguel Ángel
y el colorido de Tiziano”, suerte de programa artístico, aunque poco creíble,
porque aparece expresado ya por el también veneciano Paolo Pino (1534-1565) en
su Dialogo di pittura (1548). No
obstante, esta anécdota revela una conexión fundamental, ya percibida por sus
contemporáneos: su deuda con Buonarroti.
De este vínculo,
se ha escrito mucho, pero quizás quien mejor lo ha expresado ha sido Arnold
Hauser: “El verdadero heredero de Miguel Ángel es, en todo caso, Tintoretto, y
no el manierismo internacional miguelangelesco, con el que, es verdad tiene
ciertos puntos de contacto, pero del cual se mantiene apartado” (1965: 242). Tintoretto
no salió de Venecia, salvo una vez por motivos profesionales para ir a Mantua, por
lo que nunca vio la obra de Il Divino
en persona. Su aprendizaje de los modelos miguelangelescos se debió a copias,
grabados y vaciados[15].
Otro aspecto resaltante en esta comparación es que la personalidad del segundo
se construyó, por la temprana historia del arte, como un eco de la del primero,
e incluso se llegó a pensar en Tintoretto como en un “Michelangelo veneciano”.
Aquí debemos retroceder un poco hasta la lectura neoplatónica del furor o manía, la “inspiración” del poeta Ion de la que se burlaba en clave
paródica Platón, pero que fue leída por Marsilio Finicio (1433-1499), en su
epístola De divino furore (1457) y,
luego, por Giordano Bruno en su De gli heroici furori (1585), como el verdadero impulso de la
creación artística. Es verdad que ambos pintores nos transmiten la
sensación de una búsqueda infinita, pero lo hacen de maneras distintas.
Mientras el toscano lo hace a través de la confrontación entre la idea y la
materia; el veneciano pone en tensión el movimiento de las figuras y del ojo
del espectador. Para lo primero, Tintoretto yuxtapuso figuras de gran relievo (contorno) con otras que apenas
están esbozadas, pero también descentró la perspectiva lineal, tan cara a
Alberti, en donde la mirada no puede captar toda la imagen de “un solo golpe”[16],
sino que debe detenerse más tiempo para descifrar la narración representada,
cuya dificultad aumenta por las dimensiones muchas veces descomunales de los
cuadros[17].
Técnicamente, Tintoretto también destaca por sus innovaciones. Fue uno de los
primeros en experimentar las posibilidades que ofrecía la textura del lienzo,
abandonando las capas de yeso que lo alisaban, para ganar efectos de sombras
granuladas que se percibían de lejos, como posteriormente haría Velázquez. En
cuanto al color:
Varias obras de
Tintoretto se reconocen al instante por sus tonos sombríos y saturados, en los
que las figuras y objetos se destacan con luces casi fantasmales. Buscaba la
unidad tonal empleando fondos tenebrosos, marrones-rojizos, más oscuros que aquellos
en los que Leonardo realizaba su sfumato.
[…] Algunas de las capas interiores contienen mezclas tan complejas que nos hacen
suponer que el pintor las hacía sencillamente raspando su paleta (Ball: 177).
Pero volvamos a
la comparación con Veronese. Como afirma Hermann Voss (1954), una de las obras
más representativas de la Sala de Maggior Consiglio era un fresco del paraíso
hecho por Guariento di Arpo (c. 1310-1370). Inicialmente, el proyecto iba a ser
encomendado a F. Zuccari, de quien ya hemos hablado unas líneas más arriba,
quien se encontraba en la Serenísima, en 1582, trabajando para el patriarca
Grimari. Sin embargo, los nobles venecianos dilataron la ejecución del
proyecto, aunque Zuccari llegó a presentar un boceto. La razón que adujeron fue
la falta de dinero debido a las guerras contra los turcos, pero se trató
probablemente de una excusa. En realidad, según Voss, primaron razones
culturales: la escuela centroitaliana de la pintura no podía adornar un lugar
tan simbólico políticamente. Por ello, al final se decidió que la pintura que reemplazaría
el fresco perdido iba a ser también de Veronese, pero debido a su muerte, se
realizó un concurso en el que participaron artistas como Bassano, Palma el
Joven (1544-1628, sobrino de Palma el Viejo) y Tintoretto. El ganador fue este
último.
Antes de acometer el proyecto, hacia 1580, trabajó en una primera composición, que
actualmente se encuentra en el Louvre (fig. 2) en la que es notorio el influjo
del Buonarroti del Juicio Final en la
composición y en los colores iridiscentes empleados. Sin embargo, en este
trabajo el acento recayó en la figura de la Virgen María, quien es coronada por
Jesucristo como en un eco de la Apoteosis
de Veronese. Tal vez, su primera intención era utilizar una composición que no
desentonaría con las ya elaboradas, en el techo del salón, por el pintor todavía vivo y a quien, finalmente, entregarían el encargo. Después de la muerte de Veronese, este primer esbozo evolucionó en un segundo (fig. 3),
conservado en la actualidad en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid. En este
trabajo, las figuras adquieren mayor monumentalidad, pero se mantienen las
constantes cromáticas, aunque varían las compositivas al bajar el ángulo desde el
cual es observada la escena. Finalmente, un tercer boceto (fig. 4) se conserva
en el Museo del Prado. En este último
caso, la paleta de colores ha virado hacia tonalidades más oscuras: rojos
intensos como de cochinilla, ultramarinos y oropimente. Además, se empiezan a
trabajar interesantes efectos de luz que anticipan los juegos de Caravaggio.
Este tercer esquema compositivo y pictórico fue el utilizado finalmente por
Tintoretto para la realización del encargo (fig. 5 y 6) y con él se mostró, no
solo libre de la influencia de Michelangelo, sino también de la sombra de
Veronese. Sin embargo, también podemos pensar en esta obra como un retorno al
origen del arte de la Serenísima, porque a través de esos contrastes tan
marcados entre el artesonado dorado del techo y los fondos “saturados y
sombríos”, con “luces casi fantasmales” (fig. 7), es posible rememorar la
suntuosidad bizantina de los interiores de la Basílica de San Marcos. Aquí no hay más coronación, sino una "santa conversación", al modo de Bellini. Así,
Tintoretto, a través de la ejecución sin prestezza
de este monumental lienzo, que le tomó seis años, hasta su muerte en 1594, no
solo le dio un aire de eternidad sacra a un ambiente profano y en crisis, sino
que dejó el testamento pictórico de, a nuestro parecer, el más veneciano de los
todos los artistas que hemos visto en este pequeño recorrido de dos siglos.
Bibliografía
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1954 “A
Project of Federico Zuccari for the ‘Paradise’ in the Doges’ Palace”. En: The Burlington Magazine. Vol. 96, Nro. 615,
pp. 172/174-5
[1]
Tal vez, el símbolo más importante de esta relación sea la Basílica de San
Marcos. La construcción del templo comenzó en 828 d.C., con el objetivo de
conservar los restos del evangelista traídos desde Alejandría; y le permitió a
Venecia ser sede episcopal. Debido a diversos accidentes y revueltas, este y un
segundo templo fueron destruidos. Así, entre 1063 y 1094, se erigió un tercer edificio
en un estilo románico-bizantino, para el cual se emplearon a trabajadores y
materiales traídos desde la capital del Imperio oriental. Destacan, entre otros
elementos, la planta en cruz griega; sus cinco cúpulas, cuya altura fue elevada
para conmemorar, como ya ha sido mencionado, la conquista de Constantinopla; y
los mosaicos dorados que recubren las paredes interiores que datan de la
construcción original. En el siglo XV, debido a la influencia del gótico, se le
añadieron los gabletes en los arcos del piso superior.
[2]
Este hecho marcó el principio del declive militar y económico de la Serenísima,
pues significó una amenaza para sus territorios costeros en los Balcanes, ya
que los otomanos habían unificado su Imperio y podían continuar su expansión
militar hacia Europa; además de la desintegración de la Ruta de la Seda.
[3]
Otro caso interesante de esta generación es el de Carlo Crivelli (c.
1430-1495). Discípulo de Antonio Vivarini, abandonó Venecia para trabajar en
Padua, Zadar (Dalmacia) y la Marca de Ancona. El acabado de esmalte cerámico de
su pintura lo tornan un artista singular en el Renacimiento.
[4]
Recojo aquí una comentario escrito, en 1506, por Albrecht Dürer (1571-1528)
sobre Giannbellino: “Todo el mundo me dice que es un hombre piadoso […] Es muy
viejo y, sin embargo, sigue siendo el mejor en pintura”.
[5] La
República sostuvo una costosa guerra contra los turcos entre 1499 y 1503, cuyo
saldo fue la perdida de varios territorios en el mar Egeo.
[6]
Cabe recordar la valoración positiva de Horacio y la propagación de uno de sus
tópicos literarios, el beatus ille
(‘dichoso aquel’; Epodos, 2, 1)
durante el Primer renacimiento. Un ejemplo de ello es el famoso Concierto campestre (1509) realizado a
cuatro manos con Tiziano.
[7] “Una radiografía de su famoso y enigmático cuadro La tempestad (h. 1508) revela a una
mujer mojándose los pies en el agua pintada bajo el soldado de la izquierda.
Esta composición anterior sin dudas hubiera transformado radicalmente la
atmósfera del cuadro, lo que sugiere que Giorgione no tenía una idea fija al
comenzarlo” (Ball: 168).
[8]
Es evidente que este fue un gran azote para la ciudad. Así, en 1478 se fundó la
Scuola Grande di San Rocco, edificio de una confraternidad destinada a atender
a los ciudadanos en tiempos de plaga. Casi un siglo después, Tintoretto
participó en la decoración interior de este edificio.
[9]
“Este cuadro incluye casi todos los pigmentos que se conocían en el siglo XVI.
Los verdes malaquita, tierra verde, cardenillo y ‘resinato de cobre’. El
ultramar se derrocha, no sólo[sic] en la túnica de Ariadna sino también en el
sorprendente cielo, las colinas distantes y hasta en la sombra de algunos tonos
carne. El velo que envuelve el cuerpo de Ariadna es bermellón, allí donde su
intensa opacidad contrasta con la túnica azul; y Tiziano le ha dado un brillo
adicional aplicando sobre la capa gruesa del pigmento más macerado una fina veladura
del pigmento más oscuro y menos macerado. […] La túnica anaranjada de la mujer
que toca los platillos en el cortejo de Baco es singularmente vívida, dado que
aquí el veneciano se ha valido de su acceso al rejalgar” (Ball: 168-9).
[10]
Es curiosa la similitud con el estado moral de Roma durante esa misma época,
después de que fuera saqueada (1527) por las tropas alemanas y españolas de
Carlos V. Recuérdese que el fresco del Juicio
final (1537-41) de Michelangelo, en el ábside de la Capilla Sixtina, fue
realizado después de este incidente. Unas tres décadas más tarde, el mismo
emperador caería bajo este mismo desánimo y se retiraría de la vida pública al
notar que su sueño de una paz universal bajo la corona de los Habsburgo fracasaba
en medio del Concilio de Trento (1545-1563). Sobre este punto véase Hauser
(1965).
[11]
En honor a su padre, Giovanni, llamado “robusto” por haber defendido Padua
durante la Guerra de la Liga de Cambrai (1509-1516). Mayor de 21 hermanos, su
apodo proviene también del oficio de su progenitor quien era un tintorero de
Brescia, así él era “el pequeño tintorero”.
[12]
Hecho según el diseño del cartógrafo Cristoforo Sorte (1510-1595), compatriota de
Veronese.
[13]
Entre los colores que podemos apreciar en sus obras están el ultramar, azurita,
esmaltín, índigo, laca de rojo de cochinilla, bermellón, plomo rojo, amarillo
de plomo –estaño, oropimente, rejalgar y el resinato de cobre. Parece como si
esta exuberancia del color fuera una manera de prolongar la ilusión de que la
República seguía siendo el centro comercial del Mediterráneo y único puente
entre Europa y Asia.
[14]
En todo caso, la reivindicación contemporánea de este artista deberá esperar
hasta el siglo XIX, gracias a Théophile Gautier y Jonh Ruskin.
[15]
Lléo sugiere en este punto que, como Francis Bacon con Velázquez, “prefirió no ver nunca los originales”,
tal vez para mantener cierta libertad creativa respecto del maestro admirado.
[16]
Un ejemplo bastante ilustrativo es la comparación de la Última cena de Leonardo (1495-8) y la pintada por Tintoretto
(1592-4), realizadas con un siglo de diferencia.
[17]
Esta es una de las razones por las que tampoco se puede conocer a Tintoretto,
realmente, sino es yendo a Venecia, por la dificultad de movilizar las obras.
Fig. 1. Veronese
(Paolo Caliari) y aprendices, El triunfo
de Venecia (c. 1579-82).
Óleo
sobre lienzo, 9,04 x 5,80 m. Techo de la Sala del Gran Consejo, Venecia.
Fig. 2. Tintoretto (Jacopo Robusti), La coronación de la Virgen/El paraíso
(c. 1580).
Óleo sobre lienzo (boceto), 1,43 x 3,62 m. Museo del Louvre,
París.
Fig. 3. Tintoretto (Jacopo Robusti), El paraíso (c. 1588).
Óleo
sobre lienzo, 1,70 x 4,94 m. Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.
Fig.
4. Tintoretto (Jacopo Robusti), El
paraíso (1588-92).
Óleo
sobre lienzo, 1,68 x 5,44 m. Museo del Prado, Madrid.
Fig. 5. Tintoretto (Jacopo Robusti), El paraíso (1588-94).
Óleo sobre lienzo. 22 x 7 m. Pared de la Sala
del Maggior Consiglio, Palazzo Ducale, Venecia.
Fig. 6. Tintoretto (Jacopo Robusti), El paraíso (detalle).
Óleo sobre lienzo. Sala del Maggior Consiglio,
Palazzo Ducale, Venecia.
Fig. 7. Sala del Maggior Consiglio, Palazzo Ducale,
Venecia.
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