El Diccionario de la Lengua española
(DLE) señala como una acepción del adjetivo ‘clásico’ la siguiente: “[Lo] que
se tiene por modelo digno de imitación en cualquier arte o ciencia”. Fue
seguramente en este sentido del término en el que pensaba la helenista
Jacqueline de Romilly cuando escribió un hermoso ensayo sobre el legado del
mundo helénico –la democracia, el teatro, la filosofía– titulado ¿Por qué Grecia? (1992). Al igual que ella,
nosotros también entendemos lo clásico no como un estilo o periodo específico, sino
como aquella característica de ciertos productos de la actividad creativa de la
humanidad que han trascendido su tiempo y a las que, por lo tanto, vale la pena
conservar en el recuerdo. Ese es el caso de Neon
Genesis Evangelion (1995-1997).
Como producto artístico, este ánime es
susceptible de ser analizado bajo la propuesta del historiador del arte Erwin
Panofsky en tres niveles distintos: el preiconográfico, el iconográfico y el
iconológico. En primer lugar, desde el punto de vista formal o preiconográfico,
Evangelion representó una revolución
en el mundo de la animación japonesa por el uso magistral de un recurso técnico
proveniente del cine: el montaje. Como Serguéi Eisenstein en sus célebres
películas de los años veinte, la sucesión frenética de una serie de planos que
no guardan una relación de contigüidad espacial o temporal, pero sí metafórica
o metonímica, genera constantemente la emergencia de sugestivos sentidos. Así,
por ejemplo, la secuencia del ataque psicológico del decimoquinto ángel,
Asrael, desde la estratósfera en contra de Asuka y en el que se muestran
alternativamente imágenes de ella de niña y de su muñeca rota parecen expresar
una analogía ominosa: somos para la divinidad lo que los juguetes son para
nosotros.
En segundo lugar, desde el punto de
vista iconográfico o del tema tratado, no cabe duda de que estamos ante uno de los
motivos más recurrentes en la historia del arte occidental: el Juicio final. Se
trata de un tópico común a la escatología de todas las religiones abrahámicas y
su representación tiene una amplia tradición que se remonta a inicios de la
Baja Edad Media. La crisis del año Mil fue el detonante para que escenas del Apocalipsis de San Juan se esculpieran
en los tímpanos de las principales iglesias románicas de Europa. Ad portas el cambio de otro milenio, el
animador japonés Hideaki Anno actualizó este mito judeocristiano, a través de
las vicisitudes de un grupo de individuos que se debaten entre, por un lado, el
combate con unos seres sobrenaturales enviados para aniquilar al género humano
y, por el otro, con los fantasmas de su propio pasado, tejidos en el seno de
conflictos familiares irresolutos. De esta forma, lo biográfico alcanza
dimensiones cosmológicas.
Por último, en el nivel iconológico o
sociocultural, la obra de Anno es una denuncia del nihilismo de las sociedades
posindustriales contemporáneas, cuyos individuos viven anclados en lo que el
filósofo francés Gilles Lipovetsky ha llamado un narcisismo apático, encarnado magistralmente en la figura del
protagonista, Shinji Ikari, presa de un hedonismo cobarde, solipsista,
desencantado del futuro y desconocedor del pasado. A través del drama de su
existencia, Evangelion anticipa
problemáticas tan actuales como la emergencia de la posverdad y el aumento de
la intolerancia y la frustración colectivas. De este modo, parece decirnos este
ánime, no es el Dios veterotestamentario el que ha decretado nuestra extinción,
sino el de la sociedad del espectáculo y del consumismo vacuo, uno creado a
imagen y semejanza de lo humano.
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