I
Una de mis películas favoritas es
Whiplash (2014), el enfrentamiento
entre un joven bateristas y su instructor sádico. Cuando la vi en el cine, la
película me pareció perfecta y quería que se llevará el Oscar, en lugar de la
grandilocuente Birdman (2014). La
razón era sencilla: me complacía intelectualmente. No había ningún elemento
dejado al azar y su rigurosidad matemática era notoria en el guión, el montaje,
la edición de sonido, la banda sonora y las actuaciones, especialmente, la J.
K. Simmons. Luego me enteré de que el director, Damien Chazelle, había hecho
otra película antes: Guy and Madelaine on
a Park Bench (2009). Por lo que he leído -todavía no la he visto-, se trata
de un musical que gira en torno a uno de los temas claves de Chazelle: el jazz.
El año pasado, Chazelle estrenó
su tercer largometraje, La La Land
(2016) y, aunque es una de las favoritas para ganar el Oscar (ha roto un récord
en los Golden Globes), esta vez, no quiero que se lleve el premio. Este
“retorno” de Chazelle al musical está filmado con la misma meticulosidad que su
anterior trabajo, es conmovedora y atractiva visualmente, pero cuando salí de
la sala, me dejó una sensación incómoda; cuya existencia, incluso, no había
podido determinar hasta que vi el siguiente honest
movie poster:
Por eso, me he sentado a escribir
esto, para explicar(me) esa insatisfacción, ese resto como dicen los psicoanalistas que creen en Lacan. Para no
quedarme en la simple descripción de mi malestar.
II
Para Fredric Jameson, como viejo
marxista, los fenómenos culturales guardan una estrecha relación con la lógica
del capitalismo. Así, el crítico literario distingue tres fases distintas en el
arte de los últimos 150 años: el realismo,
el modernismo y el posmodernismo. La primera corresponde a
la formación de los mercados nacionales durante la segunda mitad del siglo XIX.
La segunda, a la expansión imperialista del capitalismo estadounidense durante
los dos primeros tercios del siglo XX. Finalmente, la tercera fase representa
la eclosión del capitalismo multinacional y es la que estamos viviendo.
Si quisiéramos agregar un poco de
sutileza conceptual a esta versión tripartita amparada en la dialéctica
marxista, podríamos señalar que los tres elementos de la semiótica de Charles
S. Pierce, el objeto, el representamen y el interpretante, han obtenido su primacía en cada una de las etapas
antes reseñadas. El realismo suponía la transparencia del signo y se amparaba
en ella para construir un arte mimético cuya aspiración era acceder al objeto.
El modernismo, en cambio, proponía la opacidad del mismo y abogaba por su
autorreferencialidad. Por último, el posmodernismo se centra en la recepción
-el interpretante- y la importancia del contexto para modificar las relaciones
de significado entre objetos y representámenes.
Esta breve introducción nos permite
ubicar con mayor exactitud la aparición de los dos medios de expresión
artística que tuvieron mayor relevancia durante el siglo pasado: la fotografía
y el cine (y su hija putativa: la televisión, aunque esta última solo desplegó todo su poder durante la “espectacular” fase posmodernista). Ambos complementaron y, luego,
destronaron al canal de comunicación decimonónico por antonomasia: la prensa.
Sin embargo, nacieron en épocas distintas. La fotografía se consolidó durante
el auge del realismo y, no en vano, le ha sido difícil escapar de cierto peso referencial.
Por otro lado, el cine es un producto de la era modernista y, ya desde sus
inicios con los hermanos Lumière se puede hablar de dos vertientes: la
documental y la ficcional.
Clement Greenberg, en su
caracterización del arte moderno, señalaba que el logro más importante de este
periodo era la búsqueda emprendida por cada especialidad artística de su propio
lenguaje. (Por ejemplo, en el caso de la pintura, su especificidad consistía en
la “planitud” y, por ende, en la abstracción no ilusionista que abandona
la perspectiva y la figuración). De seguir sus mismos parámetros, habría que
preguntarnos si el cine ha encontrado su propio lenguaje. Creo que la respuesta
es afirmativa y se encuentra en dos elementos: un lugar y un mecanismo.
El primero corresponde a la fase
anterior, la del realismo, y fue incorporado al cine gracias a un género creado por
este mismo medio: el western. Se
trata del Mundo. Mientras que los experimentos de Georges Meliès fueron todavía
teatro filmado, las películas de vaqueros sacaron a la cámara del estudio
y le mostraran cuál sería su campo de acción: el espacio infinito del horizonte
recortado por el encuadre. El segundo elemento es el montaje, llevado a sus
límites últimos por los artistas soviéticos antes del ascenso de Stalin. Creo
que este montaje, que no es solo de imágenes, como se suele creer, sino también
de sonidos, es lo que hace del cine un lenguaje específico. La potencia de este
mecanismo es su capacidad para crear metáforas visuales y sonoras que
disminuyen la necesidad de otros lenguajes, como el arquitectónico para la
creación de espacios o el gestual-corporal para la transmisión de sentimientos.
Es con este segundo elemento que aparece otro género específico del cine: el
musical.
El musical, a diferencia del western, desde un inicio fue
autorreferencial. Mientras el western seguía amparado en la estética mimética
del realismo decimonónico, el musical era a todas luces ficcional. Desde la
primera toma, representa un mundo poco plausible
(aunque posible, para usar las
distinciones aristotélicas) en el que las personas cantan y bailan de vez en
cuando. Este universo solo puede ser construido gracias al montaje. El hecho de
que al ver una película de este tipo nos parezca que estamos ante una obra
totalmente “escapista” se debe a que, como Greenberg defendía respecto a la abstracción estadounidense, este género
encarna la total autonomía del cine y su formulación canónica corresponde a la
etapa de la expansión del capitalismo imperialista, que construyó, en los años
30, 40 y 50 del siglo pasado, una visión arcádica de su american way of life.
III
Aunque el posmodernismo artístico ha
producido también su propio cine, también ha reciclado estos géneros
modernistas. No obstante, por su naturaleza, le han ofrecido cada uno
resistencias dispares. Por un lado, ante el western,
el cine posmoderno no puede aplicar con satisfacción su tónica, esbozada por
Jameson como “nostálgica”. Todo western
parece un documento histórico y, por lo tanto, actual. Así, cuando ha sido
asumido por directores como Quentin Tarantino (Django Unchained, 2012 y The
Hateful Eight, 2015) se ha convertido en un potente catalizador de
problemas del presente. En cambio, el musical suele ser, salvo honrosas
excepciones (West Side Story, 1961,
de Robert Wise), para usar un concepto de la arquitectura, más “historicista”.
Así, para Jameson, la “película nostálgica” posmoderna es una no tan
[…] nueva e
hipnótica moda estética [que] nace como síntoma sofisticado de la liquidación
de la historicidad, la pérdida de nuestra posibilidad vital de experimentar la
historia de un modo activo: no podemos decir que produzca esta extraña
ocultación del presente debido a su propio poder formal, sino únicamente para
demostrar, a través de sus contradicciones internas, la totalidad de la
situación en la que somos cada vez menos capaces de modelar representaciones de
nuestra propia experiencia presente.
Creo reconocer en esta
explicación una causa parcial de mi malestar: esa apropiación posmoderna del
pasado a través de la referencia, no ya a sí misma, al mundo formal de la
ficción, sino a un cúmulo de películas previas de la era dorada del modernismo,
como muchos no se han cansado de notar:
Sin embargo, en sí misma, la
intertextualidad no es mala y no hay obra que no sea el eco de otra en parte. El
problema con La La Land es que la
utiliza de tal manera que parece anular nuestra capacidad interpretativa,
descontextualizar todos los fenómenos, lo que nos impide pensar en cuál es el objeto de esta cadena de significantes, de representaciones; cuál
es su dirección, su sentido. Ya no se trata de un universo cerrado,
autorreferencial; ni tampoco de uno directamente referencial, mimético; se
trata de un espejismo, uno que nos priva de “nuestras propia experiencia
presente” y nos duerme con un dulce sueño, en el que no existen ni Donald Trump
ni Nigel Farage.
Mientras tanto, el mundo gira
hacia una forma peligrosa de tardomodernismo: populista, conservador y xenófobo.
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