El largo camino que separa a
Giotto de Leonardo da Vinci, es decir, ese que recorre desde las postrimerías
del arte medieval, cargado aún de una fuerte influencia bizantina, cuya
función, en el caso de la pintura, era básicamente religiosa, y que alcanzará
una formulación que la tradición posterior asumirá como paradigmática, durante
ese periodo que autores como Heinrich Wölfflin han llamado Alto Renacimiento
(1500-1520), ese camino puede ser caracterizado, de forma muy sucinta, como el
de la imitación progresiva de la naturaleza.
Así, el pintor o escultor del románico y del gótico todavía estaba atrapado en
lo que Ernst Gombrich denominaba schemata.
En cambio, el artista influenciado por el humanismo temprano, a partir de los
siglos XIV y XV, intentará alejarse, poco a poco, de todo modelo preconcebido,
excepto del que le proporcionan sus sentidos a través de la contemplación de lo
que le rodea.
Este camino, a su vez, se
entroncará con otro, el de la racionalidad matemática e irá superponiéndose con
él hasta parecer formar uno solo, cuyos mayores representantes se encontrarán
en Florencia, la rica ciudad-estado italiana, gobernada por los Médici. Si en
Giotto ya se pueden apreciar algunos intentos por representar el espacio en el
que están las figuras, será con Massaccio (La
Trinidad, 1425) y con Mantegna (Lamentación
de Cristo muerto, 1480) que la perspectiva y la línea ocuparon un lugar central en la
tradición pictórica florentina y, a partir de ella, en la italiana, como lo
demuestra la influencia de Mantegna en Venecia, a través de los Bellini. El
arte que estos creadores producen será, en su mayoría, también de carácter religioso
y las técnicas medievales pervivirán en sus obras a través del fresco. Sin embargo, es durante la segunda mitad del
siglo XV que aparecerá una figura ajena al caudal artístico predominante.
Estamos hablando de Sandro Boticelli (1445-1510).
La Primavera o, como prefiere llamarla Warburg, el Jardín de Amor, fue encargada por
Lorenzo, para una de sus estancias privadas, hacia 1480. Se trata de una
pintura al temple sobre tabla, lo que le da ese acabado liso en la superficie, de
unos 203 x 314 cm. En cuanto a su composición, se trata de una obra simétrica,
a partir del eje vertical ubicado en el centro de la misma. Horizontalmente,
se puede distinguir con claridad dos zonas pictóricas, la primera formada por
el cuarto superior en la que predominan los tonos oscuros (que constrastan con los dorados de los frutos) y la segunda formada
por los tres cuartos restantes en la que resaltan los celestes, blancos,
amarillos y rojos.
Warburg, en su célebre ensayo
sobre la obra, ha procedido a la identificación iconográfica de la misma. La
figura central, que está ubicada por encima de las demás para acentuar su profundidad,
aunque esta rompa los efectos de la perspectiva matemática, y nos hable, por lo
tanto, de otro tipo de ordenamiento, en este caso, muy similar al jerárquico de
la Edad Media, es la que con mayor notoriedad rompe la isocefalia. Esta ruptura,
presente también en las figuras de la derecha que comentaremos más adelante,
genera un ritmo en la composición y la aleja de otras representaciones
similares por su disposición como los mosaicos bizantinos. Según Warburg, esta
figura corresponde a una representación alegórica del amor y, por ello, la
composición completa estaría situada en sus “dominios”. Encima de la misma, se
encuentra la imagen de Cupido, presto a lanzar una flecha hacia el grupo de las
tres mujeres jóvenes que se encuentran a su derecha, y que nuestra visión
parece seguir primero por la inclinación de la cabeza de Amor hacia ese lado, y la
extensión de la palma abierta. Se trata de las tres Gracias, tema de la Antigüedad
que gira en torno a la retribución como concepto clave. Así, sus cuerpos
entrelazados forman una sola unidad y parecen ejecutar una misteriosa danza, lo
cual es insinuado por el movimiento de sus vestiduras. Finalmente, en el extremo
izquierdo, aparece la figura sola de Mercurio, quien porta una túnica roja y
extiende el caduceo con la mano derecha hacia arriba como para botar uno
de los frutos dorados del follaje que cubre su cabeza. Por el otro lado, se
encuentra, en una especie de caminata interrumpida, la figura de la Primavera,
la cual corresponde, según Warburg, a la misma de la Venus del Nacimiento…, y se trataría de la bella
Simonetta Cattaneo, una amiga cercana de Lorenzo. Ella porta un vestido,
también ceñido al cuerpo como en el caso de las Gracias, y con el mismo efecto
de una brisa que lo agita por la espalda. En este punto, podemos recordar la
interpretación de Warburg sobre ese bewegtes
beiwerk (movimiento accesorio). Según él, se trataría de un motivo recurrente
en la tradición visual occidental y que al mismo tiempo rastreo en su
biblioteca Mnemosyne hasta inicios del siglo XX. Para Warburg, la intención es
la restauración de una representación alla
antica, opuesta a las representaciones de la antigüedad o de los pasajes de
la tradición judeo-cristiana alla
francesa, es decir, transcisalpinas y que seguramente llegaban a la
península a través de los libros de horas o de salmos. Es curioso notar como la
figura de la Primavera parece salir del cuadro mediante el empleo de una
acusada perspectiva caballera en su desplazamiento. Para finalizar, cabe
agregar que el grupo del extremo derecho está conformado por Flora y Céfiro. Estamos ante un acto de
fecundación, en el cual el soplo del dios genera el brote de una rama desde la
boca de Flora. También, se trata de una escena de captura, cara a los pintores
del Renacimiento y Barroco, por ser motivo de las transformaciones mitológicas que
buscarán representar.
Se ha interpretado
iconológicamente este cuadro como una metáfora del poder de Lorenzo y su
gobierno en Florencia, una especie de “jardín de Venus” cultural y artística de
la época. Incluso, se ha supuesto que la figura de Mercurio sería un retrato de
él. Lo que sí es notorio es la factura singular, su total despreocupación por la
perspectiva matemática, su composición aglutinante (esta característica sí es
compartida con las obras del Renacimiento temprano) y su falta de naturalismo
en la representación fisionómica de los cuerpos (alargados, extremadamente
idealizados y jóvenes), tal vez todo ello producto de los poemas de Poliziano (especialmente
su Stanza), y de la filosofía de
Ficino y su Academia Platónica. Quizá lo que demuestre este cuadro, hecho para
una estancia privada en la residencia de los Médici, para un círculo de
especialistas y conocedores, atento al juego de las correspondencias y las
referencias clásicas, no sea más que un anticipo temprano del tema de los dos
tipos de amor, tal como luego lo plasmaría Tiziano (Amor sacro y amor profano, 1514). Si vemos a esta obra como
un díptico, junto con el Nacimiento…, es imposible no reconocer a ese “amor desnudo” y ese “amor vestido”, ese amor
celeste y puro, y otro terrenal e interesado. Si es así, la hipótesis de
Warburg no perdería su valor, pero se podría explicar aquella incógnita que aún
rodea la obra, ese rostro tan melancólico de la Venus en el jardín: Es un
jardín que gobierna, sí, pero lejos de la inocencia y la verdadera virtud.
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