El Trípode de Helena es un blog personal. En la parte superior de la columna izquierda, verán mi retrato y debajo una breve biodata. A continuación, están organizadas las entradas según los temas recurrentes y según la fecha en la que fueron publicadas. Si a alguno de ustedes le intriga el título del blog, de click aquí. Si están interesados en descubrir más acerca de la imagén del encabezado, entren aquí.

martes, 21 de junio de 2016

Contra el costumbrismo "light"

 



Se suele decir que un solo elemento separa a la tragedia de la épica: el hogar. Mientras el héroe épico es aquel que, ausente de casa, lucha a las puertas de una ciudad lejana para alcanzar la gloria que luego cantarán los poetas; el trágico es ese mismo personaje, pero acorralado por las mentiras y la ambición que encuentra, en lugar del amor y la fidelidad esperadas, apenas pisa el lugar en el que nació. Tal parece entonces que la tarea del dramaturgo, trágico o no, es mostrar sobre el escenario de un teatro, cada vez de forma distinta, la naturaleza de ese “hogar”.  O, como diría Freud en un célebre ensayo, mostrar que lo siniestro se esconde en el corazón de lo familiar.

Pues bien, esta no es una tarea del todo nueva en nuestra dramaturgia reciente. Pienso, por ejemplo, en Ruido (2006) de Mariana de Althaus, reestrenada hace poco en el CCPUCP; y, recientemente, en Nunca llueve en Lima (2016) de Gonzalo Rodríguez Risco y dirigida por Alberto Ísola, en el Teatro Británico de Miraflores. Entre ambas media una década de distancia, dos gobiernos en democracia, por lo que su tono e intenciones son muy distintos, casi opuestos. La primera es una comedia negra, con un final desolador, en el cual la incomunicación e indiferencia de la sociedad son las verdaderas protagonistas. La segunda, en cambio, es menos cruel con sus protagonistas, a quienes, aunque los conduce por el espinoso camino de la revisión del pasado personal, los hace arribar a buen puerto, reconciliados consigo mismos y en paz. Sin embargo, no es sobre las diferencias temáticas o narrativas en lo que me parece interesante detenernos esta vez, sino sobre la profunda similitud estructural que hermana a estas obras y que puede revelar algo del carácter de nuestra sensibilidad. 

Soy consciente de que cuando me refiero a “nuestra sensibilidad”, esto puede generar un equívoco; por lo que intentaré circunscribir rápidamente el alcance de esta frase. Tanto Mariana como Gonzalo son autores limeños, provenientes de una clase media con educación universitaria, una experiencia cosmopolita y avocados, principalmente, a la escritura de textos dramáticos en solitario: aristotélicos, de autor. Por lo tanto, el público al que le habla su teatro es también uno que comparte estos mismos códigos, es decir, uno burgués, joven o adulto joven y crítico, pero no del todo emancipado de los mecanismos tradicionales de la representación. Esta es la razón por la que ambos escogen, en el registro de posibilidades que tiene un autor para encuadrar la acción dramática de una obra, la verosimilitud realista. Sin embargo, lejos de contentarse con seguir al pie de la letra sus rígidas reglas, la erosionan a través del absurdo. En el caso de Ruido, con la imposibilidad de uno de los personajes para abandonar un hogar desquiciado; en el de Nunca llueve…, con la irrupción de un cataclismo apocalíptico que destruye la ciudad. 

La pregunta que parece desprenderse de lo anterior es ¿por qué lo hacen? Aunque no es fácil contestar esta interrogante, es posible aventurar una respuesta. Tal vez, lo que están tratando de desestabilizar obras de este tipo es la sutura costumbrista, esa que es tan popular y que parece confundirse con la sensibilidad limeña desde la Colonia. Aquella que es la responsable de que programas de televisión como Al fondo hay sitio mantengan una audiencia cautiva por años. Formas de imaginar a la jerárquica sociedad peruana en las cuales las diferencias, lejos de resolverse, se desdibujan, y una visión armónica y light las reemplaza: un “hogar” en el que no existen tensiones entre el pasado y el presente ni entre lo político y lo cultural. La imagen tranquilizadora que oculta, como las paredes de una vieja casona, el convivio de lo siniestro con lo familiar.  

jueves, 2 de junio de 2016

El "Lenz" de Büchner: una descripción novelada de la locura



Uno de los representantes menos conocidos -al menos para mí- del Sturm und Drang (digamos que su desarrollo comprende de 1767 a 1785) es Jakob Michael Reinhold Lenz (1751-1792), el “poeta fracasado”, cuarto hijo de un pastor de Livonia, lector apasionado de Shakespeare en inglés, eterna sombra de Goethe y sepultado por la nieve en una sórdida calle de Moscú, borracho y loco.

En 1776, F. Klinger había dado su nombre al movimiento con una obra de teatro. La juventud alemana, así, iniciaba una revolución cultural que se anticipaba a la revolución social y política de Francia. En ese clima intelectual, Lenz publica, dos años antes, una pequeña pieza teatral que criticaba el sistema educativo de las clases privilegiadas y, especialmente, la hipocresía sexual de la época: El preceptor (1774), la cual luego sería adaptada por Bertolt Brecht. En ella, un joven preceptor llamado Läuffer -Lenz también había sido preceptor de la familia Hofmeister en Estrasburgo- se enamora de su pupila Augustica, pero cuando se entera de su embarazo, huye a casa de un maestro rural, no sin antes castrarse. Augustica da a luz al niño y, luego de una serie de eventos infortunados, es perdonada por su padre y se reconcilia con su prometido Fritz, quien acepta al hijo de Läuffer, no sin antes decir: “Este niño es ahora también mío; una triste prenda de la debilidades de tu sexo y de las locuras del nuestro, pero, sobre todo, de la ventajosa educación de muchachas jóvenes por preceptores”. Una frase que agria el final feliz de cualquier comedia. 

Sin embargo, en esta ocasión, mi interés no es centrarme en la obra literaria de Lenz, aunque el párrafo anterior puede darnos un perfil bastante claro de su carácter; sino en el proceso de enajenación mental que sufrió durante los últimos quince años de su vida. 

Después de ser expulsado de la compañía de Charlotte Von Stein por el duque de Weimar, debido a los celos de Goethe -una historia muy deliciosa sobre eso que Choderlos de Laclos llamaba las “amistades peligrosas”-, lo que implicaba la ruina económica y social del dramaturgo, Lenz empezó a sufrir de alucinaciones y raptos de violencia que lo llevarían, finalmente, a la locura y la idiocia. La traición de aquel al que consideraba su “hermano” y la muerte, durante el parto, de uno de sus amores platónicos, Cornelia Schlosser, hermana -esta sí real- de Goethe, hicieron que tuviera su primer rapto de esquizofrenia en la casa de uno de sus amigos, C. Kauffmann, y, a inicios de 1778, fuera enviado por él a Waldersbach, en Alsacia, para ser tratado por el pastor J. F. Oberlin.

En 1835, un escritor de veintidós años, antiguo correligionario desencantado de la Joven Alemania, se ocupó de los diarios de Oberlin y escribió una novela corta que tituló Lenz. El nombre de este autor fue Georg Büchner (1813-1837) y completaría, antes de morir súbitamente de tifoidea dos años después de este librito, esa otra obra hermosa y terrible sobre un pobre soldado -que Herzog llevó tan bien al cine-: Woyzeck

Büchner decidió centrarse en la estancia de Lenz con Oberlin y transcribió, en su nouvelle, muchos de los diálogos anotados por el pastor como el siguiente:

- ¿Su nombre, por favor?
- Lenz.
 - ¡Ah, ah, ah! ¿No es usted escritor? ¿No he leído algunos dramas que se atribuyen a un señor de este nombre?
- Sí, pero tenga a bien no juzgarme por ellos.

Pues bien, esta entrada tenía como justificación el transcribir uno de esos sentidos pasajes, en los que se describe de forma bastante clara, la derrota de Lenz ante una fuerza que no puede contener, pero de la que es consciente en todo momento, hasta el final:

Entretanto su estado se había puesto cada vez más desolado, había desaparecido todo lo que obtuvo de la cercanía de Oberlin y de la paz del valle; el mundo que había querido aprovechar tenía una grieta monstruosa, no sentía odio ni amor ni esperanza, un vacío tremendo y sin embargo un torturante desasosiego por llenarlo. No tenía nada. Lo que hacía, lo hacía con conciencia y sin embargo lo obligaba un instinto interior. Cuando estaba solo se sentía tan horrorosamente solitario que hablaba constantemente en voz alta consigo mismo, llamaba y luego volvía a aterrarse y le parecía como si una voz extraña hubiera hablado con él. En la conversación vacilaba frecuentemente, lo sobrecogía un miedo indescriptible, había perdido el final de una frase; entonces creía que debía retener y decir siempre la última palabra hablada, solo con gran esfuerzo reprimía esos caprichos. […] A veces sentía un impulso irresistible de hacer las cosas que tenía en mientes en el momento y entonces hacía muecas terribles. 

No hay nada de poético en este estado y Büchner, al describir al “poeta fracasado”, lo sabe. Tal vez, porque sus proyectos políticos para Alemania también habían fracasado. Él, como Lenz, había transado, no con la locura, pero sí con una vida más respetable, menos revolucionaria. Por eso, creo que podía suscribir para sí mismo, las últimas palabras que le dedica al hijo de un pastor de Livonia: «Parecía muy lúcido, hablaba con la gente, pero había en él un vacío atroz, ya no sentía angustia ni anhelo; su existencia le era una carga necesaria. Así siguió viviendo».