El Trípode de Helena es un blog personal. En la parte superior de la columna izquierda, verán mi retrato y debajo una breve biodata. A continuación, están organizadas las entradas según los temas recurrentes y según la fecha en la que fueron publicadas. Si a alguno de ustedes le intriga el título del blog, de click aquí. Si están interesados en descubrir más acerca de la imagén del encabezado, entren aquí.

miércoles, 18 de mayo de 2016

El papel de la imaginación en lo bello y lo sublime kantianos






Para Immanuel Kant (1724-1804), la imaginación es una actividad que “guarda un estrecho nexo con el conocimiento o con las facultades que lo producen” (Cañas 1998: 591). Por ello, al colocarla al lado de otras facultades cognoscitivas, la separa de su sentido más gregario, vinculado a la “fantasía”, ya que esta última procede sin ninguna base real (ex nihilo). En los párrafos que siguen, mostraremos cómo esta facultad se relaciona con el entendimiento y las Ideas de la razón, para formar dos conceptos importantes del sistema estético kantiano: lo bello y lo sublime.

En principio, Kant distingue dos clases de imaginación. Por un lado, se encuentra la imaginación reproductora (exhibitio derivata), cuya función es realizar una nueva presentación de las imágenes. Así, esta “no puede crear una representación sensible que no estuviera dada de antemano a la sensibilidad” (Cañas: 592), por lo que es posterior a la experiencia y pertenece al campo de estudio de la psicología. Por otro lado, existe otro tipo de imaginación a la que el autor denomina productiva (exhibitio originaria), la cual realiza una síntesis a priori de los fenómenos en la intuición y es la que ocupa el centro de nuestra reflexión. 

Precisamente, una de las operaciones de la filosofía kantiana consistió en establecer las relaciones de este tipo de imaginación (productiva, creadora) con otras dos facultades del conocimiento: el entendimiento y la razón. 

De la primera relación se ocupó en dos obras distintas: la Crítica de la razón pura (1781) y la Crítica de la facultad de juzgar (1790). En la primera de ellas, destinada a responder a la pregunta ¿qué se puede conocer?, la imaginación está al servicio del entendimiento. En este texto, aquella facultad cumple una función trascendental (universal), porque enlaza los conceptos puros del intelecto con la diversidad de la experiencia sensible. La imaginación trascendental crea “esbozos mentales” de manera espontánea, pero siguiendo los modelos dictados por el intelecto, para producir reglas que serán aplicadas a futuras asociaciones entre categorías y fenómenos concretos. 

En cambio, en la segunda obra, en la parte que busca responder sobre la complacencia de lo bello, el esquema se invierte, pues el entendimiento está                            -parcialmente, como veremos más adelante- subordinado a la imaginación. Conviene, al respecto, citar al mismo autor en extenso:

Pero en el uso de la imaginación con vistas al conocimiento ella está sometida a la coartación del entendimiento y a la restricción de ser adecuada al concepto de este; y siendo, en cambio, en sentido estético, libre la imaginación para proporcionar, más allá de ese acuerdo con el concepto, aunque de manera no buscada, un rico material sin desarrollar para el entendimiento, que este no ha tomado en consideración en su concepto, como subjetivamente con vistas a la vivificación de la fuerzas de ánimo, aplica de modo indirecto y, por tanto, en todo caso, con vistas a conocimientos (KU 49, 198).

Este “acuerdo subjetivo” entre ambas facultades es el que permite, a la obra de arte bello, el “parecer tan libre de toda sujeción a reglas arbitrarias como si fuera un producto de la mera naturaleza” (KU 45, 179). A partir de este razonamiento, uno podría suponer que, en el plano estético, la imaginación no está obligada a seguir leyes o conceptos determinados, lo que nos conduciría directamente a la figura del genio trazada por el propio autor[1]; y, sin embargo, Kant, “por querer dotar simultáneamente a la estética de principios a priori y de libertad, termina sacrificando a esta última” (Cañas: 594).

Sin lugar a dudas, esta coartación de la libertad imaginativa se realiza desde §44 de la Crítica a la facultad de juzgar. Aunque, en esta sección, el autor ubica al arte bello del lado de la crítica y no de la ciencia[2], con lo que caracterizar a un objeto como tal implica la formulación de un “juicio de gusto” y no de “argumentos probatorios”; mantiene, precisamente gracias al concepto de gusto, el predominio del entendimiento en la esfera de lo artístico. Lo que sigue es la reafirmación de su primacía ante la imaginación reproductora, a través de la condena del arte mecánico, y el muy sutil desplazamiento de la imaginación productiva, propia del arte estético, en el cual distingue dos niveles: un arte agradable, puramente sensorial y lúdico, y un arte bello, superior, que “tiene por medida la facultad de juzgar reflexionante[3] y no la sensación de los sentidos”.

Más adelante, en §50, cuando opone la dos facultades a las que nos hemos estado refiriendo, la imaginación y el entendimiento, representadas respectivamente por el genio y el gusto, el filósofo ratificará lo que venimos señalando: “Cuando, pues, en el antagonismo de ambas propiedades en un producto, debe ser sacrificado algo, tendría que ocurrir ello, antes, del lado del genio, y la facultad de juzgar, que en asuntos del arte bello sentencia a partir de principios propios, permitirá que se quebrante la libertad y la riqueza de la imaginación antes que el entendimiento” (KU 50, 203).

Antes de finalizar, cabe agregar, con fines de exhaustividad panorámica, cuál es el papel de la imaginación en relación con una facultad distinta: la razón. Como señala Roberto Cañas, lo sublime en Kant nace de la inadecuación entre la imaginación, cuya capacidad creadora -como lo hemos visto- es infinita, y la razón que tiene una pretensión de alcanzar las Ideas (totalidades absolutas como en Platón). Como la imaginación no puede aprehender esa totalidad ilimitada que le proporcionan las Ideas de la razón, engendra un sentimiento de placer (o displacer) en el sujeto que ve desbordada la capacidad de esta facultad. Desde este punto de vista, lo sublime es ese fracaso de la imaginación al tratar de representar las Ideas, por lo que su acción es cumplida con seriedad y genera admiración o respeto. 

En síntesis, de las líneas anteriores se colige que la imaginación cumple un papel destacadísimo en el sistema filosófico de Kant, tanto en el plano cognitivo como en el estético y, en este último, especialmente, a través de su confrontación con el entendimiento y la razón, lo que produce lo bello y lo sublime, en cada caso. No obstante, nunca logra emanciparse del todo del yugo de aquella “doctrina del conocimiento”, cuyo rastro Panofsky reconstruyó desde la Antigüedad y en la que ubicó a Kant del lado de las Ideas. Pero esa es otra historia.

Bibliografía:

Cañas, Roberto
1998         “La imaginación y las Ideas estéticas en la filosofía de Kant”. En Revista de Filosofía Universitaria, 36, 90, pp. 591-600. Costa Rica: Universidad de Costa Rica.


[1] Kant describe al genio como esa “feliz relación que ninguna ciencia puede enseñar y ninguna laboriosidad aprender, de descubrir ideas para un concepto dado y, por otra parte, encontrar la expresión para ellas a través de la cual puede ser comunicado a otros el temple subjetivo del ánimo por ese medio efectuado, como acompañamiento de un concepto” (KU 49, 198).
[2] Todo este parágrafo es una respuesta crítica al proyecto de la Estética de Alexander Gottlieb Baumgarten (1714-1762) quien, a mediados del siglo XVIII, la inició como disciplina filosófica “relacional y extensiva”, en oposición a la Lógica, “universal e intensiva”. La estética pretende dar cuenta de las verdades poéticas, cuya razón es ana-lógica.
[3] Este es uno de los conceptos más discutibles de su sistema: un juicio reflexionante, a diferencia de un juicio determinante que es universal y objetivo (ciencia), es universal pero subjetivo (estética). Este tipo de juicio es la base de lo que Kant llama idea estética.

martes, 10 de mayo de 2016

La burocratización neoliberal






A continuación, copio el final del capítulo ocho («El Estado neoliberal») del libro de Fernando Escalante cuya portada aparece sobre estas líneas. Creo que no hacen falta mayores comentarios:

«Volveremos al tema en el capítulo siguiente, pero importa como remate decir que el proceso de privatización va de la mano con un extraordinario desarrollo de la burocracia. Puede que parezca chocante de entrada, después de todo, la retórica neoliberal no ha hecho ahorro de adjetivos para denostar a la burocracia, y prácticamente no hay en sus filas nadie que se haya privado de pedir que se reduzca, o que se le quiten privilegios, que se le exija más eficiencia. Y bien, todo eso es verdad. Pero se refiere siempre a la burocracia pública (a determinados aspectos, reglas, formas, de la democracia pública). Pero las empresas privadas también tienen su burocracia, tan elaborada, jerárquica, ordenancista, protocolaria y estólida como la otra. Está en la experiencia de cualquiera lo que significa cambiar de compañía de teléfonos, presentar una reclamación [sic] en un banco, o pedir ayuda al servicio de asistencia técnica de cualquier empresa de tecnología.

En lo que nos importa, el cambio no consiste en la desaparición de la burocracia, sino en una serie de cambios normativos que de hecho intensifican la burocratización del mundo, según la expresión de Béatrice Hibou [De la privatización de las economías a la privatización de los Estados. México: Fondo de Cultura Económica, 2013].

Solo unas cuantas líneas, para aclarar esto. Las empresas modernas son organizaciones burocráticas, tienen sus reglas, una organización jerárquica con distribución de competencias, y necesitan procedimientos formales, estandarizados, de coordinación. Para cada tramo hay indicadores, estadísticas, informes de actividad y sistemas de evaluación del desempeño -hay bibliotecas enteras sobre ello-. Lo particular del momento neoliberal es que las formas de organización de la burocracia privada se hayan transportado a la administración pública.

No es difícil de explicar. Se supone que el mundo privado es por definición más eficiente que el público, puesto que ha aprendido a operar bajo la presión del mercado. De donde se infiere que la burocracia pública podría ser más eficiente si se adoptase las formas de organización de la burocracia privada. Porque se supone que el saber administrativo, siendo puramente formal, es infinitamente transportable. Es el momento de una nueva clase de profesionales de la administración, poseedores de una nueva ciencia de todo.

Las instituciones públicas no son empresas. No compiten en un mercado, no se orientan por la ganancia, no son productivas en el sentido normal de la palabra. Se tiene que recurrir por eso a la elaboración de indicadores que puedan servir como representaciones de la producción, y a partir de ahí se diseña un sistema de auditorías, para verificar que se cumple con las metas. Significa normalmente añadir nuevas capas de burocracia. El resultado es la extensión de una “cultura de la auditoría”, y el desarrollo de una importante industria de la cuantificación. Las exigencias de eficiencia, resultados, productividad, producen incesantemente criterios de evaluación, estándares, índices, que hacen que los expertos en auditorías se vuelvan indispensables.

Aclaremos. La mayor parte de los indicadores se producen exclusivamente para efectos de la auditoría, es decir, no tienen ninguna relevancia para las tareas sustantivas. Son diseñados, integrados, evaluados, por profesionales de la gestión, que no tienen por qué saber ni de purificación de aguas, ni de medicina ni de radiodifusión, pero son capaces de auditar hospitales, emisoras de radio o plantas de potabilización. Con un matiz: cada vez es más importante que las auditorías sean externas, de ser posible privadas, e internacionales. Y así ha surgido un mercado global de la evaluación, surtido por empresas dedicadas a la verificación de cuentas y el diseño de buenas prácticas.

Es claro que la Norma iso-9001 no garantiza la calidad del servicio en nada, ni los principios de contabilidad gaap (Generally Accepted Accounting Principles) garantizan que no vaya a haber fraudes (la empresa ENRON [empresa estadounidense de energía, declarada en bancarrota en 2001], por ejemplo, cumplía muy bien con todos los criterios formales). Lo que importa es el gesto. En términos sustantivos lo que se ha hecho es crear una industria de la influencia, de la credibilidad, que progresivamente reemplaza a los mecanismos tradicionales de control y que en la práctica implica la privatización de la política (diagnostico, estrategia, indicadores, evaluación -todo se puede subcontratar-). La eficacia exige cada vez más un ejercicio técnico, normalizado, estándar, y al final un ejercicio privado del poder político. Es el final del viaje».