Una historia real
Roberto, que era un imbécil -no clínica, pero sí socialmente-,
estudiaba en un colegio estatal ubicado a unas cuadras del mar.
En las mañanas, salía de su casa atestada de gente, al frente
de sus tres hermanos, rumbo a la escuela. Como el dinero era lo único que no
sobraba, los refrigerios solían ser gregarios. Básicamente, fruta y alguna infusión.
Roberto odiaba las frutas, porque le recordaban su condición de hijo no
reconocido y pobre. Por eso, abusaba de sus compañeros, aprovechándose de su
contextura robusta y su voz de barrista. Les quitaba las galletas y gaseosas
que se compraban en el quiosco del patio.
Sin embargo, con el tiempo descubrió que era mejor arrebatarles
el dinero.
Después de cometer sus fechorías, Roberto se acodaba en una
de las barandas que daban a una estrecha calle. Desde el pasillo del segundo
piso de su colegio se ponía a mirar hacia afuera, hacia el azul plomizo del mar.
“Nada de lo que me enseñan aquí sirve para algo”, pensaba.
Uno de esos mediodías, vio venir a un tipo muy sucio, que
cargaba una inmensa bolsa de yute sobre el hombro, desde uno de los extremos de
la calle. Caminaba zigzagueando por el filo de las veredas, deteniéndose cada
cierta distancia. Se inclinaba y rebuscaba en las bolsas negras que estaban
depositas al frente de las casas. Sacaba botellas de plástico y de vidrio, o
cajas de cartón, y las ponía en su saco; luego, cerraba las bolsas y seguía su
camino. Al pasar a la altura donde estaba Roberto, escuchó un silbido y se
detuvo:
- Hey, ¿quieres una manzana?
El reciclador asintió con la cabeza, soltó su bolsa y
extendió los brazos mugrientos.
- ¡Lávate las manos primero! -contestó Roberto y le hizo un
gesto obsceno.
El tipo lo miró con odio, con un odio que impresionó a
Roberto, pero no le dijo nada. Agachó la cabeza, recogió su atado y continuó su
marcha con paso lento, infinito, hasta perderse tras una esquina.
Varios años más tarde, convertido en el brazo derecho de un
dirigente político y padre de una familia que salía en las fotos de las
revistas sociales, Roberto seguía guardando viva la impresión de esa mirada.
Los medios de comunicación lo acusaban de haber intervenido
en favor de una multinacional privada en la licitación de la remodelación de un
puerto del norte del país, y su esposa había descubierto su infidelidad con una
de sus asesoras del ministerio, gracias a los servicios de un detective
privado. Su amante lo había dejado para evitar que su carrera se viera afectada
por el escándalo. Uno de sus hijos había huido de su casa, después de que él
amenazará con matar al maricón que vivía con él; y su otra hija estaba embarazada
de un desconocido a quién había mandado buscar.
“El poder tiene sus bemoles”, se repitió esa mañana de verano
en la que maneja rumbo a un condominio privado en las playas ubicadas varios
kilómetros al sur de la capital. “El poder tiene sus bemoles”. Subió el volumen
de la radio donde sonaba Es mi vida
de Salvatore Adamo y pisó a fondo el acelerador. La carretera resplandecía con
el brillo del sol. Comer un ceviche, tirarse a un par de putitas y nadar en las
aguas limpias del mar. Con eso podría afrontar el pedido de vacancia que
interpuesto en su contra el Congreso y el juicio del divorcio que había
iniciado su mujer para quitarle la plata e irse a revolcar con alguno de esos
chibolos inflados de esteroides de la televisión que habían abusado de su
hijita.
- ¡La gran puta!
Un peatón imprudente había cruzado la carretera e impactado
contra el parabrisas de su convertible. Roberto frenó en seco y se aferró muy
fuerte al timón. Estaba cansado de ser un hijo de puta. Esa era la cereza de una
torta insípida y ya vencida. Bajó el parabrisas y asomó su cabeza. El tipo
estaba tumbado en medio de la pista. Tomó su celular de la guantera y salió del
vehículo. Vestía un jipijapa, una guayabera de mangas cortas, bermudas a
cuadros y unos mocasines comprados en Ibiza.
El sol era una mierda.
Roberto marcó un número por teléfono. “Sí, a la altura del kilómetro
72… Rápido, carajo… No sé si está muerto… Me crees imbécil, no lo voy a tocar…
Te espero”. Se desabotonó los botones superiores de la guayabera crema. Estaba
sudando. Se acercó al cuerpo y flexionó las piernas para ver su rostro más de
cerca. Sus facciones le resultaron familiares. No era posible. Este sujeto
tenía la apariencia de un muerto de hambre. Por el accidente, se había quedado
sin zapatos. Sus pies, desnudos, estaban mugrosos. Sus manos también. El
cabello lo tenía descuidado y lleno de liendres. Una buena noticia: se
trataba de un loco.
Colocó dos dedos cerca de la nariz del pordiosero para percatarse
si aún respiraba. El viento del desierto no le permitió notarlo enseguida. Le
pareció que sí. Se tranquilizó. De pronto, sintió una fuerte presión en su
muñeca. El loco había despertado. Levantó el rostro y les escupió un par de
dientes ensangrentados, mientras chillaba histérico:
- ¡Lávate las manos que apestan! ¡Lávate las manos! ¡Lávate
las manos!
Roberto jaló de su brazo, pero no logró zafarse. Estiró una
pierna hacia atrás y lanzó una patada sin mirar a dónde. Uno de los dedos del
miserable se había enganchado en la correa de su Rolex. Se lo quitó y se alejó
de la carretera rumbo a la playa.
En el camino, no dejaba de olerse las manos.
Una anécdota familiar
- ¿Por qué es así el tío Mateo?
- Es un opa. Un
tonto bueno.
- ¿Siempre fue un tonto bueno el tío Mateo?
- No. Es una historia muy larga y triste.
- ¡Cuéntamela!
- Está bien, pero prométeme que te irás a dormir.
- …
- Tu bisabuelo Cornelio tenía una casa grande de dos pisos,
allá en las montañas. Allí vivía junto con su esposa y sus cinco hijos,
incluida mi mamá, Carmela, que era la mayor de las mujeres. Una noche, la
bisabuela Marcelina despertó al viejo porque había escuchado unos sonidos que
venían de la planta baja. El bisabuelo, que era medio sordo, le gritó a mamá
Marcelina que cogiera el mazo de madera con el que sacudía la ropa en el río.
La bisabuela lo sacó del armario del cuarto, mientras Cornelio buscaba el
cuchillo que usaba para destazar a los carneros. Armados, los dos descendieron
por las escaleras, tratando de hacer el menor ruido. Cuando llegaron al zaguán,
tu bisabuelo vio un resplandor que provenía de las ventanas del comedor. Vivo,
le propuso a la abuelita Marcelina que fuera adelante, ya que ella no había
notado el brillo porque estaba perdiendo la vista, y él se puso detrás de ella,
para “cuidar su espalda”. Tú le das un mazazo
y yo un piquetazo, le dijo. Con esas, entraron al comedor.
- ¿Y qué pasó?
- La bisabuela empujó la puerta del comedor y alcanzó a ver
la espalda de un hombre, sentado en el extremo más cercano de la mesa de roble,
frente a una vela que iluminaba apenas ese rincón de la habitación. Corrió
hacia él con el palo en alto y lo descargó con todas sus fuerzas sobre su
cabeza. El extraño calló al suelo, desmayado y con el cráneo roto y
ensangrentado. El bisabuelo se acercó para felicitar a su esposa y se arrodilló
en el suelo de tierra para darle la vuelta al rostro del intruso.
- ¿Quién era?
- Era su hijo menor, el tío Mateo, que era ancho de huesos a
pesar de su corta edad. Se había despertado en la madrugada para estudiar
matemáticas, porque quería ser ingeniero. Cuando se dio cuenta de lo que había
hecho, la bisabuela soltó un gritó terrible de espanto. Cornelio llevó a Mateo
a la asistencia, donde lograron reacomodarle los huesos del cráneo y le
cosieron el pellejo de la cabeza, pero tu tío abuelo no quedó igual.
- ¿Se volvió un opa?
- Así fue. Perdió toda su inteligencia y, como castigo por
ese acto, se convirtió en una carga más para la vejez de los bisabuelos,
quienes murieron sin poderse perdonar el uno al otro.
- ¿Y cómo murieron?
- Esa es otra historia.
- Me dijiste que era una historia larga.
- Y tú que te dormirías ya.
Un sueño personal
Inexpugnable. Adriana me había parecido, desde el colegio,
inexpugnable. Una torre al pie del acantilado. Una villa rodeada de pantanos.
Bella, pulcra, cruel.
Yo había entrado a una especie de institución educativa a
trabajar con niños pequeños para dictarles no sé qué. Estaba a prueba o algo
así. Corría por los pasillos, de un salón a otro, para hablar, cinco minutos en
cada uno, de cosas que no recuerdo y que seguramente eran en extremo ridículas
y banales, porque los chicos parecían pasarla bien. Hasta que llegó el gran
día. El día en el que los supervisores, hombres muy serios, vestidos con ternos
y sombreros como los agentes Smith de Matrix, se sentaron al fondo de uno de
esos salones infinitos, en los que se repetían las carpetas y los rostros como
en un cuarto de espejos.
Estaba de pie, con la pizarra en mi espalda, reflejado en sus
lentes oscuros. A mi izquierda había un micrófono como los que usan los
comediantes neoyorquinos o los cantantes de jazz. Acaricié con ambas manos el tubo
de metal pulido que lo sostenía y me puse a cantar como un profesional. Cuando
terminé, recibí una ovación de aplausos. Pero no me quedé hasta que terminara,
porque sabía que en ese mismo instante, en otro salón, Adriana también estaría
afrontando su prueba definitiva.
Corrí por corredores atiborrados de puertas hasta que me
detuve frente a una por instinto. La abrí. Tenía suerte, todavía no había llegado. Vi un
pupitre vacío y me oculté debajo de él. Adriana y dos secuaces -siempre iba
escoltada por ellas- atravesaron la puerta y dejaron sus libros sobre el
escritorio del profesor. Ella miró a los niños con dureza, casi con asco. Tenía
unas gafas circulares, el cabello recogido en un moño alto y la piel tersa,
como una muñeca.
Los supervisores entraron al aula. Adriana abrió la boca y
salieron unos gruñidos extraños, metálicos. Entonces, yo, desde el hueco donde
estaba escondido, empecé a berrear fuerte, como un niño de pecho al que lo
hubiera abandonado su mamá. Adriana guardo silencio, para escuchar de dónde
venía el berrinche de ese mocoso impertinente. Mi corazón se detuvo por un
momento. Sabía que me encontraría. Pronto tendría su rostro sobre el mío, cubriendo
el horizonte de mi mirada con esos ojos de fuego. Mis gritos se volvieron
verdaderos. Estaba asustado, quería escapar.
- ¿Qué te pasa? -me encontró inclinado la cabeza por encima
del pupitre.
- Tengo miedo. Quiero a mi mamá.
- No, tú me quieres a mí.
Guardo silencio por un instante y me besó. Fue el beso más
sentido que me han dado en la vida.