Una de mis escritoras favoritas,
Marguerite Yourcenar, publicó en aquel convulso año de 1968, la novela L'oeuvre au noir
(traducida al castellano como Opus nigrum).
La historia está centrada en la vida del alquimista flamenco Zenón, durante
otro periodo convulso de la historia europea, el reformista siglo XVI. Yourcenar,
nacida en Bélgica, quería retratar una época en la que el deseo de investigar
en los pasajes secretos de la naturaleza y la curiosidad intelectual, mezclada
con ciertos rezagos del pensamiento
mágico de finales de la Edad Media, eran castigados y perseguidos por la iglesia
tridentina. Después de treinta años dándole vueltas al proyecto, lo concretó a
través de una extensa ficción. Inventó a un compatriota (anacronismo mío) y lo
hizo peregrinar por una Alemania arruinada debido a las guerras de religión
hasta que, cansado, retorna a casa para trabajar en eso que los tipos como él
solían llamar Opus magnum, es decir, la Gran obra. Esta consistía en
la trasmutación de los metales sencillos, como el plomo, en sustancias valiosas
y poderosas, como el oro o la plata. Las propiedades especiales de estos
metales se conseguían mediante una técnica cuidadosa y secreta de separación
química llamada, precisamente, nigredo. El objetivo de tales prácticas
era conseguir la célebre piedra filosofal, un objeto capaz de preservar la
juventud de los seres vivos y hacerlos inmortales.
Pues bien, aunque Lima
no es Innsbruck
ni París, y no está dividida entre luteranos y católicos o radicales maoístas y
conservadores nacionalistas, nuestra situación también se ha tornado tensa y
polarizada. Las elecciones municipales que se realizarán el próximo fin de
semana han generado un clima de enfrentamiento entre una mitad de la población
que no quiere la reelección de la actual alcaldesa de Lima y otra que se debate
en medio de un mar de propuestas plagadas de generalidades e improvisaciones, y
en las que se extraña una conexión entre los planes de gobierno municipal y los
ofrecimientos de última hora dictados por el afán de obtener algunos puntos porcentuales
a costa de los otros liliputienses candidatos. Así, el voto de los ciudadanos
se mueve pendularmente entre una seguridad negativa y una dispersión vacilante.
El problema, es obvio, es que no existe un grupo del electorado que conozca
conscientemente las razones por las que marcará alguno de los, en muchos casos
jocosos, símbolos que adornarán las cartillas de la ONPE el próximo 5 de
octubre. Pero lo que sí ha revelado una reciente encuesta es que a todos parece
importarles, incluso por encima de las probadas prácticas poco éticas de algunos
competidores, una misma palabra, casi tan mágica como el objeto que quitaba el
sueño a los alquimistas, las “obras”.
Según el DRAE, el
vocablo ‘obra’ (del lat. opus, operis) posee doce acepciones. Sin
embargo, la mayoría de los electores parece haber concentrado su atención (y
esto es responsabilidad de nuestras propias autoridades municipales) únicamente
en tres de ellas: 4. Edificio en construcción; 5. Lugar donde se está
construyendo algo, o arreglando el pavimento; y 6. Compostura o innovación que
se hace en un edificio. Las tres están relacionadas con aspectos materiales, y específicamente,
con infraestructuras. Lo curioso es que aunque se ha restringido la polisemia
del término, nuestros candidatos, al menos algunos de ellos, pretenden
conseguir, con esas pálidos objetos de acero y concreto, los mismos fines que
los barbudos y solitarios investigadores del Renacimiento retratados por
Yourcenar: la vida eterna, la inmortalidad del nombre propio, la Fama. Castañeda,
Villarán, Heresi, Cornejo y tantos otros no han seguido el ejemplo de nuestro amigo
Zenón, probablemente por falta de instrucción adecuada o porque, como empiezo a
creer, los políticos han dejado de ser políticos, enfocados en la reflexión
sobre la res publica, y se han convertido en técnicos, expertos en el hacer
puro e, incluso, demagogos cuando pierden todo sentido común, se mecanizan y empiezan
a hacer por hacer (los meses anteriores a los comicios son un claro ejemplo de
esto). Han olvidado que cualquier obra, es decir, cualquier cosa hecha o
producida por un agente, como reza la primera definición del diccionario, atraviesa
por un momento inicial de concentración y planificación, por un opus nigrum,
que se realiza en silencio y a oscuras. En toda gran tarea, antes de la
proliferación en cantidad (multiplicación), debe existir la multiplicación en
virtud (exaltación). Por eso rescato la décima acepción de esta palabra, la que
entiende “obra” como “acción moral”. Pero para ello debe haber un sujeto que
responda por esa acción, un agente pleno y no vacío; alguien a quien se le
pueda juzgar por lo que dijo o hizo (he aquí porque la palabra gestor es
más débil que la de gobernante, porque hace referencia más a un mediador
que a un autor) y que no zafe tan penosamente como hemos visto que hicieron
nuestros candidatos en el debate del pasado domingo.
Opus nigrum, señores, porque de lo contrario preferiría convertirme en un
perseguido por la Inquisición o en un argelino colonizado a vivir en Lima
durante los próximos cuatro años.