"Marcel Proust iba a entrar en la literatura como otros en una orden religiosa".
Hay libros a los que uno suele
volver cada cierto tiempo. Sin ánimo de pontificar a nadie, los volúmenes de
Proust son de ese tipo. Eso que llamaba Flaubert la “educación sentimental” de
los hombres, se formó en mí À l’ombre des
jeunes filles en fleurs (1919). Y, particularmente, de la experiencia del cambio
constante –propio de la Modernidad–, no únicamente de lo que nos rodea, sino de
aquella dimensión interior, a la que Marcel bautizó como “las intermitencias
del corazón”. Así, la voz de ese narrador tan introspectivo que recuerda su
distanciamiento voluntario y doloroso de Gilberte Swann, la obsesión de su amor
por Albertine o su contacto con la misteriosa especie de los “invertidos”,
suplieron de seguro inútiles, y poco poéticas, charlas de sobremesa.
Los pequeños dramas de la vida
íntima fueron tocados con delicadeza como nunca antes.
Paralelamente a las
vicisitudes del joven Dedalus, que Joyce describiera en A portrait of the artist as a young man (1916), Proust construía
una subjetividad atormentada por los mismos temores pero con un estilo más
sutil, más tierno: «Mi padre sentía por una clase de inteligencia como la mía
un desprecio suficientemente corregido por el cariño como para que, en
resumidas cuentas, su sentimiento sobre todo lo que yo hacía fuera una
indulgencia ciega». Nuestro autor no dejó de ser un niño hasta que su madre, Jeanne
Weill, y su abuela murieron. Para él, representaban una parte de su alma, la judía,
por la que se había indignado durante el escándalo Dreyfus, y que lo había
conducido del lado de un espíritu tan tosco y opuesto como el de Zola.
Es un escritor moral que
esperó a que sus seres queridos no lo pudieran leer para testimoniar literariamente
su interior.
Proust reformula el género de
la confesión, creado por San Agustín, que pasa por la novela picaresca y
termina en la novela de aprendizaje. Su
Bildungsroman era un homenaje sentido al esteta inglés John Ruskin, padre de los
prerrafaelistas, que inoculó en él ese gusto por Venecia y las catedrales
góticas, y a quien tradujo con ayuda de Jeanne. Marcel persistió en una forma
de escribir vaporosa, pero reflexiva, plagada de símiles, que dejaba el sentido
del periodo suspendido y apto para que surgieran todo tipo de comparaciones y
reminiscencias. Despreciado por Anatole France y André Gide, a quienes amaba y
respetaba, no pudo sufrir un mayor daño.
Su obra es una prueba para la “memoria
sensible” de los lectores.
Muchos han calificado a Proust
de “impresionista”. En cierto sentido tienen razón, la percepción es un elemento
clave para sumergirse en su universo. Como en aquella escena en la que el
protagonista está reposando en su habitación de Balbec, antes de dormir, y
entra el barón de Charlus –inspirado en el célebre Robert de Montesquiou– a
preguntarle por sus gustos literarios y ofrecerle libros de Bergotte. Habría
que esperar hasta Sodome et Gomorrhe (1922-3)
para que Marcel nos develara que ese armatoste vetusto y atildado pertenecía a
una “secta secreta” y que ese episodio en el hotel del balneario había sido una
vulgar insinuación. Pero el lector sensible lo intuye desde que conoció la
singular atracción que ejercía sobre las turistas el tío de Saint-Loup.
Solo cuando sospechamos que un
personaje ficticio nos oculta algo es que dejamos de pensar en él como en un
personaje.
El mérito de Proust no
consiste en haber creado un mundo tan vasto como el de Balzac o tan profundo
como el de Dostoievski. Su destreza se encuentra en otro lado. Tal vez, en el
hecho de que hace cien años, escribió una muy personal historia de la mirada, de esa que cotidianamente nos muestra que
nadie es el mismo a lo largo de los años, en los distintos escenarios de su
vida, rodeado por ese carrusel de figuras al que solemos referirnos con
displicencia como “nuestras amistades”. También nos enseñó a amar la variedad
pero deteniéndonos en cada aspecto, con ese tempo
lento tan caro a Bergson, para apreciar con ternura y crueldad la
exposición universal de la humanidad. Convirtió sus múltiples pasiones amorosas
por jóvenes bellos, como Lucien Daudet o el pianista venezolano Reynaldo Hahn o el lacayo Albert Le Cuziat,
en una sola figura, la ciclista Albertine para el narrador y Odette de Crecy
para Charles Swann, y nos entregó un díptico conformado por La prissonière (1925)
y Albertine disparue (1927)
que
demuestra, como el Der Tod in Venedig
(1912) de Thomas Mann, que el objeto amado escapa a las convenciones morales de
cualquier tiempo.
Edificó una toponimia del recuerdo y una onomástica del gusto.
Combray, basado en sus
recuerdos infantiles en el pueblo rural de su padre (Adrien, “el mejor epidemiólogo
de su tiempo” como escribió García Márquez), Illiers; el liceo Condorcet y
París, con la experiencia literaria de su juventud en la revista Le Banquet y el ingreso en la vida
mundana de la aristocracia y la recatada de la burguesía, a ambas orillas del
Sena, de una ciudad que se transformaba al paso de las reformas del barón de
Haussmann; y los paseos por la costa normanda de Cabourg-Balbec que se convertiría
en la residencia de Elstir, su pintor querido; como Bergotte representaba la
literatura, la Berma el teatro y Venteuil la música.
Su vida se inicia con una
convulsión, nació unos meses después de la Comuna de París (1871), y finaliza con
otra, la Gran Guerra (1914-8). El resto de años que sobrevivió ya no le pertenecían,
no eran suyos porque la sensibilidad de su época se había perdido.
En 1928, André Bretón,
denostaba en su novela Nadja, sobre
el valor moral del trabajo; sin reparar en que Proust ya lo había hecho con su
propio ejemplo y no en palabras. El servicio militar de un año y su corta labor
en la biblioteca Mazarine son la única suma de trabajo práctico que registra la
biografía de nuestro autor. El gesto surrealista estaba consumado en él, que
había comenzado su carrera literaria con un libro misceláneo de título
sugerente, Les plaisirs et
les jours (1896), una declaración de principios esteticista y decadente. Un tomo carísimo
con partituras e ilustraciones, encuadernado finamente y con hojas tan
delicadas como la seda, que lo convirtió en la quintaescencia de los diletantes
franceses.
La fama mundana enterró su carrera
literaria por casi dos décadas. El resultado fue un lamentable aborto: Jean
Santeuil.
Detengamos en este momento y
escuchemos lo que dice de él, uno de sus biógrafos, André Maurois: «La muerte
de su padre lo había aislado del paraíso de su infancia; llegaba, pues, el
momento de reconstruirlo. Y para ello estaba Proust maravillosamente preparado.
[…] Poseía estilo, cultura y conocimiento de la música, la pintura y la
arquitectura. Había adquirido un vocabulario rico y precioso. Mostraba una
inteligencia “incapaz de consuelo” e hipertrofiada por la soledad. Sobre todo,
había cultivado una memoria prodigiosa, poblada de imágenes y conversaciones». Es
en el confinamiento de la habitación donde murió el mujeriego de su tío materno, cuyas paredes estaban tapizadas con corcho
para frenar el ataque de la humedad, la luz y el ruido, que Marcel se convence
a sí mismo de su talento y emprende, con ayuda de su secretaria Yvonne Albaret y de la ama de llaves Félicie, el proyecto
literario más ambicioso del siglo pasado: detener el paso del tiempo, vencer a
Cronos.
La estética de Proust es fragmentaria y acumulativa.
Como si fuese el trazado de una catedral, su obra está formada por dos bóvedas: la principal, extensa, longitudinal y austera de la burguesía; y la otra corta, horizontal y recargada de la aristocracia. Ambas se cruzan en la cúpula formada por las dos mitades del artista: la cristiana del narrador y la hebrea de Swann. Como si se tratara de una manifestación palpable de sus preferencias estilísticas, su narrativa está formada por un conjunto de párrafos de una enorme belleza plástica que pueden ser desmontados de cada capítulo como las esculturas de una fachada gótica y de las que cualquiera puede notar su belleza formal, sin conocer los intrincados misterios de la fe, como no es necesario seguir el curso de la anécdota para disfrutar de las frases eufónicas y los hallazgos psicológicos de Proust.
La estética de Proust es fragmentaria y acumulativa.
Como si fuese el trazado de una catedral, su obra está formada por dos bóvedas: la principal, extensa, longitudinal y austera de la burguesía; y la otra corta, horizontal y recargada de la aristocracia. Ambas se cruzan en la cúpula formada por las dos mitades del artista: la cristiana del narrador y la hebrea de Swann. Como si se tratara de una manifestación palpable de sus preferencias estilísticas, su narrativa está formada por un conjunto de párrafos de una enorme belleza plástica que pueden ser desmontados de cada capítulo como las esculturas de una fachada gótica y de las que cualquiera puede notar su belleza formal, sin conocer los intrincados misterios de la fe, como no es necesario seguir el curso de la anécdota para disfrutar de las frases eufónicas y los hallazgos psicológicos de Proust.
Cabe pensar entonces que si
tuviéramos el coraje de consumirnos con vehemencia y tan rápido como Proust,
podríamos –paradójicamente– evaluar el tiempo, y hacer una investigación y una
búsqueda (recherche) para aceptarlo,
para recobrarlo.
Y permanecer en él.