Cada vez que escuchaba hablar a los demás sobre las penurias
económicas de las agentes del orden, de su vida sacrificada y arriesgada, de
sus contribuciones miserables y de su exclusión social de las elites instruidas
y bien nacidas, de sus excesos y corrupciones, de su salvajismo represivo y de
sus maneras draconianas y autoritarias; comprobaba que tan lejos había estado
yo de todo eso.
Para mí, la Policía era el chofer de mi abuelo que me
entretenía poniendo caras graciosas mientras esperábamos al general en el
estacionamiento del Ministerio, los cocineros del hotel de turistas en Huaraz
que se afanaban por atender a la familia del jefe policial de la región, los
atardeceres cromados de verano en el club de Santa María, la puerta blindada
del tercer piso de la avenida España, los cumpleaños de mi hermana en Las
Casuarinas, el no tener que portar documentos para salir de casa, las
vacaciones de invierno pasadas en Chosica.
Todo eso me hacía pensar en un mundo campechano, algo
rústico en su simpleza de modales y su jerarquía cordial; ese mundo de agentes
no uniformados, callejeros y presumidos, detectives con maneras criollas, de
lenguas siempre prestas a lanzar insultos y humedecer besos. Una especie de
aristocracia dentro de la Institución que, amparada en sus prerrogativas
propias, llevaba una vida cómoda y regalada.
Y la familia Arenas, mezcla de un zambo de Barrios Altos y
una chola blancona de Jauja, había conseguido una ciudadanía excepcional en ese
espacio, en esa tierra prometida de los descastados, vinculada a la
administración práctica de la paz del Estado, y en dicha función y a su servicio,
había adquirido sus títulos de nobleza, acumulado vasallos y conquistado la
posesión de otros saberes, tal vez más refinados, pero a la larga, menos útiles
y heroicos.
La historia de mi familia es un ciclo completo de esa épica
de las instituciones sociales que modelan la forma de una Nación: la alta
oficialidad policial. Y yo, como su descendiente menos preclaro, excesivamente
puntilloso, artificial y magro, me reconocí desde muy joven como el contrapunto
adecuado para narrar sus grandes hazañas y sus pequeños vicios, particularmente
estos últimos, porque son los que conozco más de cerca y porque, en el saldo de
los años, se han convertido en la única herencia verdadera que me ha dejado.