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jueves, 25 de julio de 2013

Dos trilogías frustradas


[Corría el año 2010 y yo escribí este artículo para el primer número de una revista que nunca salió].
 
 
Después de haber asistido al pálido ejercicio de suspenso en Un cuerpo desnudo (2008), Francisco Lombardi pretende embelezar la vista del espectador con la contemplación macabra de otra figura inerte. Ella (2010), segunda parte de una trilogía sobre el mismo tópico que el director ha descartado completar no es, por mucho, una superación en la indagación cinematográfica sobre el tema pretendida por Lombardi.
Un guión elemental, narrativamente interesante pero saturado de diálogos que apelan a los clichés propios de los personajes representados, agota rápidamente la paciencia del más benévolo. Las actuaciones de Paul Vega (Alfredo) y Rómulo Assereto (Hombre) como el artista atormentado y el amante, respectivamente, son insípidas y acartonadas, pecando de esa teatralidad que tanto le criticaba Bresson al cine industrializado. Por otro lado, el melodramático papel de Patricia Garza (Luna) tampoco podría ser soportado de no ser por su necesaria muerte a los pocos minutos de iniciada la película. Es, sin embargo, en la lectura modelizada de la película donde se encuentra algún tipo de compensación. La relación que existe entre la perdida del objeto deseado y la fecundidad creativa debida al duelo del pintor bien podría darnos varias páginas de análisis lacanianos. Aunque tal vez estos sean más mérito del contemplador que de la obra.

El caso de Augusto Tamayo es aun más grave. A una eficiente y prometedora primera entrega, El bien esquivo (2001), en la cual sus dotes en la dirección de arte no opacaban por contraste su capacidad como director, siguió la poco consistente Una sombra al frente (2007), en la que no superó con solvencia el reto de aumentar el espesor de la trama al manejar un elenco mayor, lo que le hizo perder unidad a la historia principal. Al parecer, curado de la experiencia, La vigilia (2010), centra la narración en una pareja protagónica formada por Gianfranco Brero (Edgardo Chocano) y Stephanie Orúe (Jessica), que a modo de figuras alegóricas, representan dos imaginarios disímiles de la sociedad limeña actual.
Pero, a diferencia de antes, Tamayo ha pretendido hacer un estilo de lo recargado y abigarrado, de la acumulación obscena de elementos ornamentales, que recuerdan a esas iglesias derruidas en las que se ocultan sus personajes. Por eso el espacio vació del centro de Lima, en la madruga, resulta liberador de la opresión barroca de la casa del filósofo. Los puritanos gestos de este contrastan con los groseros e impúdicos de la intrusa que lo agrede en su casa, pero su propio contexto es menos escandaloso que el museo de cera desde donde el primero fabrica sus fútiles disquisiciones, de similar manera a como otro cine más interesante es al de Tamayo.