Caminito
que el tiempo ha borrado
que
juntos un día nos viste pasar
he
venido por última vez
he
venido a contarte mi mal.
A mi madre nunca le gusto el tango. Recuerdo que a
mí tampoco me gustaba. Alegre pereza la del corazón. Recordar cosas que ya no
importan. Debo haber leído eso en algún libro. Hace tanto que no leo. Me
fatiga. Y me hace pensar en tonterías. El corazón y sus sentimientos. La Nausée y L’Étranger. Libros, los libros. Una tapia que nos encierra en
los sanatorios. Por eso la gente lee cuando está enferma. No me sorprende. ¿Por
qué canto mi retorno por un camino si viajo sobre los rieles de un tren? Todo
aquí es tan negro y amarillo. Este país no cambia con el siglo. Sufre de un
anacronismo crónico. Sufre y eso es más que suficiente. Un camino de travesaños
bicolores. Siento como si avanzara sobre el lomo de una descomunal abeja. De
pequeña, junto al huerto de guisantes, se asomó una vez. Debajo de mi oreja
izquierda, clavó su purulento aguijón y se deshizo al instante en mi palma. Abuela
me dijo, después, que perdida su escalofriante arma, mueren. Maldita su
naturaleza suicida. Un acto vano y un oído sordo. Estaba cantado sola. Sola en
un vagón que viaja hacia el mediodía. Del aeropuerto al pueblo, dos horas, en
taxi. En tren, una. Detesto las paradas. Y el servicio de las azafatas que lucen
groseras minifaldas. No dejan nada para la imaginación del atendido. Excitadas
con cínica despreocupación. Mujeres jóvenes de cuerpos jóvenes. Carne lozana,
piel tersa. Desde sus rincones, hilan telarañas. Pletóricas en todos los
sentidos. Envidia. No pueden escucharla. Una mujer de treinta años, levemente
recostada en la resina enmohecida de la ventana. Elegancia. Una mezcla artificial
para reemplazar al vidrio, al cristal, a mí. Algún familiar cercano. Más transparente
y con pésimo olor. Yo sí puedo escucharlas. Mi dedo sin alianza. Una solterona
tonta y ojerosa. Una mujerzuela. O, lo que les repulsaría aun más, una artista.
Lástima que no nacieran antes. Por lo menos serían hippies. Tísica o sidosa. Porque si es poeta o bailarina ha de ser
homosexual. Solo aprendieron algo. La isla de Lesbos y punto. Triste conciencia
del mundo que chorreas tus simiente en cuerpos tan voluptuosos. Dime, oh, gran
conglomerado de mentiras, ¿es que a Dios lo gobierna su fálico miembro? Dime o
he de renegar de ti. Por supuesto, el silencio es sinónimo de asentimiento.
Como no pueden negarlo, los ángeles callan y no me responden. Respóndanle a una
mujer que susurra contra el plástico de un compartimento caldeado. Y vacío.
Háblenle a esta solitaria viajera que retorna. No me perviertan con su
indiferencia. Díganme, ¿por qué estoy volviendo? ¿Por qué esas estúpidas
agazapadas en los pasillos hacen escarnio de mi patética condición? Rameras de oropel. Todas y cada una de ellas.
¿Para qué sondear en esas nimiedades del pasado? Está lloviendo. Extraño.
Vamos, cálmate. Respira despacio y saca un pañuelo. Limpia esos húmedos ojos.
Los cementerios son lugares deprimentes. No aumentes su condición con tus
lágrimas. Parece responderme el cielo y he aquí lo que dice: «mis gotas son saladas». El cielo de esta ciudad es gris. Pero las nubes
tomaban esa tonalidad ambarina al final de la tarde en el estío. Y en primavera,
aunque no fuera tan luminosa. El cascarón de proa que se perfila entre ellas.
La canción de una pequeña que, a determinada hora del día, adquiere en los ojos
aquella coloración violeta. Una novela alemana. Una balada argentina. No, no
era una balada; era una marcha. Por eso me asustaba tanto esa tonada. Era un
réquiem. ¡Qué oportuno! Una misa para los muertos. Para los que voy
persiguiendo. Abuela, la madre de mi madre. La madre de una ausente. La
ausencia de una madre. «Los que se fueron», otra canción. Y ahora se me ocurre
cantar otro tango. Tango 4, un disco.
Pero
el viajero que huye
tarde
o temprano detiene su andar
y
aunque el olvido que todo destruye
haya
matado mi vieja ilusión
guardo
escondida una esperanza humilde
que
es toda la fortuna de mi corazón.
De mi pobre cœur. No se acongoje. Relájese. Salga de
esa melancolía. Qué título aquel. Melancolía
y nostalgia. El viejo que se apoyaba contra la puerta abierta de una fonda.
Quién creería que tenía el alma de un adolescente. No me creo eso de que la
historia es real. El nombre de un arcángel. Mierda, de nuevo estoy llorando. Lo
hago sin sentirlo. Sin darme cuenta, por lo menos. Eso quiere decir que no
sufro. Inercia. Estar apenada porque se va a un entierro. Mi congoja debe
parecer auténtica. Sin verlos doce años. Terminé el pregrado y me largué. Ni
siquiera vine cuando el veterano se enfermó. Nunca me llevé bien con la
madrastra. En el fondo, su cariño no ocultaba el deseo de haber tenido un
varón. Una vida difícil. Los viajes, los contratos. Ir y venir. Ser una sombra.
Los reclamos de mi madre. Celos. Como me irritaban sus peleas. Ni gritos ni
lamentos ni súplicas. Asépticos. Eran enfrentamientos fríos, sin violencia. Sin
amor. Pero el aire de la casa, las habitaciones, el jardín, la cochera y la
terraza, se cargaban de una especie de electricidad estática. Como si la mínima
chispa pudiera generar una explosión. Tenía miedo de los objetos que mi madre
tocaba. Pensaba en ellos como en bombas de tiempo. Dispuestos a estallar al más
ligero roce. Esos días adelgazaba. Y si ella tocaba mi cama al tenderla, yo
dormía en el suelo. Y si cogía mi ropa, no la usaba; y si los cubiertos, no
comía; y si el retrete, me aguantaba. Sudaba por la presión de los intestinos,
de la vejiga; gemía, como hace un rato, en silencio. Mis sollozos no rompía la
calma de la casa. Así, los signos de hostilidad eran las muecas. Mi madre tenía
el alma de un mimo. Su rostro podía doler más que una bofetada. Y su cuerpo. Su
cuerpo entero era una lanza. Vivía como una herida abierta en la familia. Sus
habilidades de malabarista. Recuerdo esas épocas de guerra. Ella se despertaba
tarde, cuando mi padre ya se había ido, y permanecía unos minutos con los ojos
en blanco, recostada. Luego hacía todo. Me cambiaba, me peinaba, alistaba mi refrigerio,
preparaba el desayuno y se arreglaba para llevarme a la escuela, sin pronunciar
palabra. Yo creía que tenía poderes mágicos, poderes de hechicera. Que había
encantado a mi padre para alejarlo de mí. Al regresar de las clases, por lo
general sin compañía, la encontraba picando la ensalada. Partía los tomates,
las cebollas, las betarragas, las lechugas, los huevos cocidos, el pepino y
otros ingredientes con singular maestría. Pero en esos días, ella no solo
preparaba la ensalada. Entre cada verdura, legumbre o fruta, hacía una pausa.
Ponía la mano derecha sobre la tabla de madera y cogía el cuchillo con la otra.
Era zurda. E iniciaba su intimidante acción. Abiertos sus dedos al máximo,
contenida la respiración, secas las palmas y los labios. Hacía saltar la
afilada hoja por entre los canales pálidos y largos de sus dedos. Y sabía que
yo la estaba viendo. Era tan blanca. Mi padre me decía que eso era lo que la
había atraído desde el principio. Una bailarina esbelta y alta. Con modales
delicados y piel de porcelana. Él era un hombre grueso y acanelado, bruñido por
las inclemencias del temple de su infancia, allá en las montañas. La hacienda.
Lo imagino mirando desde su cuarto austero hacia el ocaso sin saber que hacia
allá estaba la capital. El progreso y la existencia cómoda, sin apuros, con
televisión y radio en cada casa. Con carros y mujeres blancas, blancas como la
escasa leche de las vacas anémicas. Como los copos de algodón del campo. Puros
como las nubes que ocultan las puertas del Paraíso. Empezaba lento, tentando a
su certera puntería y envidiable pulso. No vacilaba. Al entrar en confianza,
aumentaba paulatinamente la velocidad del ataque. Yo me escondía detrás de la
refrigeradora. Asomaba mi asustada cabeza. Jamás fallaba, aunque parecía
intentarlo. Entonces corría, corría a mi habitación y me encerraba hasta cuando
ella me llamara a almorzar. Lávate las manos y baja rápido. Con qué
naturalidad. Negando toda significación al pequeño tormento. Como si recién
hubiera llegado y encontrado la comida preparada por otra persona. Alguien
ajeno a nosotros pero que no podía hacernos daño. Alguien como ella. De noche,
no sabía qué le hacía a mi padre. Cómo se vengaba de él. Lo supe cuando se fue.
Él me lo contó por teléfono antes de perder el habla. Los días en que algo la
incomodaba se dormía de cabeza, sin almohada. Apoyaba un pie en el respaldar de
caoba de la cama matrimonial y el otro, el izquierdo, lo cruzaba
perpendicularmente con el que estaba extendido, formando una cruz con sus
piernas y un triángulo con sus muslos. El ángulo más agudo era el de su pubis;
el recto, el de la intersección de la cruz. Mucho tiempo después, muerto ya mi
padre y yo en el extranjero, tuve que descubrir su significado. Una de las
cartas del tarot, un arcano mayor del juego. La figura era antigua: un hombre
colgado de un tobillo que con la pierna libre forma una cruz. El sujeto, de
cabeza, tenía dibujada una sonrisa. Una sonrisa como la de mi madre, que no mostraba
los dientes. Burlesca. Como si la que tuviese problemas no fuera ella, sino yo.
Seguramente, cubierta por la sábana, con la respiración entrecortada y los ojos
de sibila, sonreía de la misma manera que la carta, a los pies de su victima que
protegidos con las medias se extendían a su lado. Porque mi padre jamás dormía
sin ellas.
Tú, mi ilusión eres tú
una estrella que alumbra el corazón.
Vi la magia en tus ojos y
es caricia en mi piel
es locura el deseo
en tu boca de miel.
Ya está. Ayer
mientras venía tuve un sueño. Soñé que, en el féretro, ella tendría esa misma
sonrisa. Esa mueca espantosa con la que nos maldijo a todos. Y que si era así,
yo debía detenerla. Por eso vuelvo. Por eso no traigo más equipaje que mi bolso
y en él, una sola cosa. La soga. Voy a izarla del primer árbol que encuentre
cerca. De cabeza, como El Colgado. Y antes de volver al aeropuerto, entraré a
un restaurante, me acercaré al mozo sin aguardar a que me atienda y le pediré
el mejor plato del chef. El mejor plato, claro, sin ensalada.