El Trípode de Helena es un blog personal. En la parte superior de la columna izquierda, verán mi retrato y debajo una breve biodata. A continuación, están organizadas las entradas según los temas recurrentes y según la fecha en la que fueron publicadas. Si a alguno de ustedes le intriga el título del blog, de click aquí. Si están interesados en descubrir más acerca de la imagén del encabezado, entren aquí.

miércoles, 25 de abril de 2012

El reloj de Victor Laloux



Όμφαλός de oro: Nacimiento.

Primera oscuridad. Primer borde áureo sobre fondo lácteo.
Sucesión de pares dentados entre lunares brillantes. Doce esferas blancas numeradas en romanos. Tipografía horaria de la familia Didot. Bastones intercalados que florecen hasta tocar el límite más externo. Segunda sucesión: notación sexagesimal de perlas doradas. Cada cuatro minutos opacos; uno inmenso, refulgente, imita la apariencia de un pequeño astro. Lenguas de fuego, ligeramente recostadas, saborean otras tantas semillas de Helios.

Última circunferencia del κόσμος: ritmo de círculos en el espacio. Armonía.

Arco triunfal segmentado por seis clavijeros. Palcos bañados en vino bermejo y orejas que emanan para afinar el enrollado de cuerdas ausentes. Clavijas sin alma. Altorrelieve cilíndrico plagado de listones. De tramo en tramo, copas que estallan en hermosas bellotas. Meridiano embeleso del metal sobre sí mismo, repliegue continuo; explosión simétrica, mas no idéntica, de ramas. Corona mural de las ciudades, reminiscencia de la antigüedad, invención de Napoleón I.
Base rectangular escoltada por lambrequines vegetales. Agujas que apuntan hacia el centro de la Tierra: florescencia artificial y perversa. Listones inmóviles, guirnaldas de piedra. Copulación ornamental de racimos, hojas y tallos. Desenfreno.

Όμφαλός de oro: Amor
Dos flechas: Violín ígneo que apunta subaditativamente. Pars minuta prima: saeta corta y gruesa, remera lunar creciente. Guadaña del tiempo. Tiempo.

Όμφαλός de oro: Muerte.

lunes, 16 de abril de 2012

Del (Re)nacimiento a la (R)evolución: Visiones cronotópicas de la urbe latinoamericana



El ensayo de Ángel Rama[1] pretende organizar de manera diacrónica el desarrollo de ese «parto de la inteligencia» (p. 1) que ha sido la urbe latinoamericana. Para ello, establece una secuencia sucesiva de conceptos-metáfora, especie de cronotopos[2] culturales construidos sobre la ciudad real pero distintos de ella, a través de los cuales rastrear la persistencia o renovación de sus elementos constituyentes, en medio de una tensión que tiene como polos opuesto dos pares de categorías: civilización/barbarie y tradición/modernidad. 
En el primer capítulo, «La ciudad ordenada», distingue entre la ciudad orgánica medieval y la ciudad barroca, cúspide de la monarquía absoluta española, en la cual la forma de la ciudad es homóloga al orden social de carácter piramidal que la sustentaba. El proyecto racionalista que se encuentra detrás de su constitución en el Nuevo Mundo pudo ser llevado a cabo debido a la concentración del poder en tres instituciones: la Iglesia, el Ejército y la Administración. El diseño urbanístico del damero no era más que una transposición del modelo circular renacentista de corte neoplatónico, sustentado a su vez en la preeminencia de la escritura sobre la oralidad, labor a la que se entregaron con dedicación un nutrido contingente de escribanos. La perennidad del signo le otorgó una primacía a la vida simbólica y no física de las incipientes ciudades coloniales, instaurando el «sueño de un orden» con la frenética carrera urbanística de los conquistadores españoles en América. La ciudad era el medio más eficaz de control y centro articulador del proceso de evangelización, lo que posibilitó la reducción del continente recién descubierto a la condición subordinada de todo territorio periférico.
En el segundo capítulo, «La ciudad letrada», Rama plantea la equivalencia entre la clase sacerdotal y la clase letrada, las cuales fueron de hecho la misma (cabe destacar el papel de los jesuitas en ese sentido) hasta el s. XVIII cuando se inició el proceso de laicización de la segunda. La ciudad letrada era el núcleo duro de la ciudad barroca, «el anillo protector del poder y ejecutor de sus órdenes» (p. 25), un circuito cerrado de «ocio remunerado» gracias al trabajo de indios y esclavos. Las tareas del letrado eran básicamente cuatro: la supervisión de la administración colonial, la evangelización (transculturación) de la población indígena, la ideologización de la muchedumbre a través de la «fiesta barroca», y la formación de la élite dirigente al servicio del proyecto imperial. Esto permitió su autonomía dentro de las instituciones a las que pertenecía, otorgándole un poder vinculado a la creación de modelos culturales. Si la ciudad real estaba conformada por un laberinto de calles en donde primaba el carácter sensible de los significantes, la ciudad letrada era un laberinto de signos en el cual las significaciones eran abstractas e intercambiables.
En el tercer capítulo, «La ciudad escrituraria», se destaca «la distancia entre la letra rígida y la fluida palabra hablada» (p. 41) que caracterizó a la ciudad letrada al sacralizar la escritura y prohibir la lectura personal sin censura, lo que la convirtió en una verdadera ciudad escrituraria gobernada por una minoría. Esto motivó la diglosia de la sociedad latinoamerica: por un lado, una lengua cortesana y pública; y por el otro, una lengua privada y de la plebe. Asimismo, la ciudad escrituraria estaba rodeada por dos anillos enemigos: la urbe popular donde se formó el español americano; y el espacio rural indígena o negro. La actitud defensiva de la ciudad escrituraria se concretó en un apego a la norma peninsular; haciendo de la clase letrada, en sus interminables intercambios epistolares con la Metrópoli, traductores de los códigos lexicales de las colonias. Estos mismos letrados serían los encargados, en el periodo pos-revolucionario, de mantener el orden al ponerse al servicio de los caudillos militares y elaborar los textos constitucionales de las nacientes repúblicas; demanda que significó su propia ampliación estamentaria, al continuar la función doctrinal que habían desempañado durante la Colonia bajo otro nombre: la función educativa.
En el cuarto capítulo, «La ciudad modernizada», se aborda el quiebre que representó el proceso de modernización de las ciudades latinoamericanas desde 1870, en el cual «un sector recientemente incorporado a la letra desafiaba el poder» (p. 71). Después de medio siglo de alternancia entre liberales y conservadores, ambos pertenecientes al circuito letrado, se produjo una transformación de la Universidad con la creación de escuelas técnicas, debido al influjo del positivismo, para satisfacer la demanda causada por el aumento demográfico, de las exportaciones y del impulso urbanizador. La actividad de los intelectuales quedó confinada a tres ámbitos: la educación, la diplomacia y el periodismo. Esta última, aunque ajena a la esfera del poder, terminó ejerciéndose de manera mercenaria. Los mitos urbanos que se constituyeron ante un panorama de imposible enfrenamiento al poder fueron colectivos (a diferencia de los EE.UU.), encarnados en las figuras del rebelde y el santo, a través del bandolerismo y el mesianismo. Por otro lado, la creación de las Academias de la Lengua compensó la subversión lingüística operada por la democratización, la inmigración, la influencia francesa y la fragmentación de las nacionalidades. La ciudad letrada de la modernización realizó dos operaciones: la extinción de la naturaleza y lo rural al estudiar la tradición oral de ambos espacios como objetos en vías de extinción de carácter literario pero no cognitivo lo que permitió la justificación de los proyectos nacionalistas; y la homogenización de la heterogeneidad urbana debido a la inmigración extranjera y a la estratificación social. La disolución de la ciudad física por la modernización generó una experiencia cotidiana de extrañamiento en sus habitantes que buscó reparar la escritura por dos caminos: la invención futurista y la invención pasatista. Los únicos que oscilaron entre la ciudad real y los márgenes de la ciudad letrada fueron los poetas, des-ubicados del poder. 
En el quinto capítulo, «La polis se politiza», Rama divide la historia del s. XX en tres periodos: el nacionalista (1911-1930), el populista (1930-1972), y el catastrófico/dictatorial (1973 en adelante). Desde la Revolución mexicana se suceden una serie de movimientos similares en las décadas siguientes a la par que América Latina se incorpora a la economía-mundo y se torna más patente su dependencia de ese sistema. Sin embargo, la especialización artística que proponía al letrado dicho mercado no lo alejó de su activa participación en la política. La generación de poetas y ensayistas modernistas y de escritores naturalistas desempeñó una función ideologizante, de tendencia juvenilista y redentora (espiritualista y antimodernizadora), que fue enjuiciada negativamente por la generación nacionalista siguiente aunque los respetaran desde el punto de vista artístico. La prensa fue el soporte de los discursos del 900 a través de dos géneros: el propagandístico y el filosófico-político. La expansión de los sectores comerciantes e industriales no frenó el autoritarismo del sistema político lo que generó la aparición del cesarismo democrático, es decir, «la directa conducción militar, enguantada con formas civilistas» (p. 132), a la que se plegaron varios intelectuales de la época. 
En el último capítulo, «La ciudad revolucionada», se analiza la conversión del intelectual en correligionario a partir de la creación de los nuevos partidos definidos por tres elementos: radicalidad ideológica (exclusivismo/personalismo), organización democrática y solidaridad nacional (misticismo partidario). Además, la emergencia del sector editorial facilitó un circuito autónomo y ajeno al poder en el que el intelectual establecía un contacto directo con el público, lo que motivó su trasformación en tres aspectos: incorporación de doctrinas sociales (anarquistas y comunistas), autodidactismo (frente a la Universidad) y profesionalismo (sin mecenazgo). Ambos factores propiciarían un renovado pensamiento crítico que no estaría exento de una percepción dilemática del intelectual por parte del poder hasta nuestros días: la admiración indiscutible por su capacidad para manejar el instrumento linguístico (y técnológico, actualmente); y la desconfianza respecto a su solidaridad y persistencia. 


[1] Rama, Ángel. La ciudad letrada. Hanover, Ediciones del Norte, 1984.
[2] Categoría propuesta por el teórico literario Mijail Bajtin que designa «la unión de los elementos espaciales y temporales en un todo inteligible y concreto. El tiempo se condensa aquí, se comprime, se convierte en visible desde el punto de vista artístico; y el espacio, a su vez, se intensifica, penetra en el movimiento del tiempo, del argumento, de la historia. Los elementos del tiempo se revelan en el espacio, y el espacio es entendido y medido a través del tiempo». En: «Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela (Ensayos de poética histórica)». Teoría y estética de la novela. Madrid, Taurus, 1991, pp. 237-8.